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Después de la comida, el suprior le dijo a fray Ramón:

—Durante los primeros días de vuestra estancia con nosotros haréis vida comunitaria dedicada exclusivamente al rezo. Aplicad con rigor nuestra regla de «no hablar sino con Dios o de Dios».

—Como vos mandéis, padre suprior —contestó Joan, que estaba impaciente por empezar a investigar en la biblioteca en busca del Libro de las profecías—. Aunque bien sabéis que nuestro padre fundador, santo Domingo, nos pidió también que aplicáramos nuestras vidas al estudio y que dedicáramos parte del día a leer y meditar.

—Gracias por recordarme la cuarta regla —repuso fray Domenico ceñudo—. Sin embargo, «no hablar sino con Dios o de Dios» es la primera. Empezad por ella, así lo ordena nuestro prior fray Girolamo Savonarola.

Joan se acomodó a la rutina del convento, que se guiaba por el son de la campana. Al igual que en el de Santa Anna de Barcelona, los frailes tenían rezos diurnos y nocturnos, solo que la disciplina de aquellos monjes dominicos era mucho más estricta. Mientras que el prior Gualbes vivía en un palacio lejos del convento y lucía hábitos lujosos e incluso joyas, Savonarola era ejemplo de austeridad. Su único lujo como abad era ocupar tres celdas al fondo de un pasillo que ni siquiera estaban pintadas como las de sus frailes. Daba también ejemplo en la mortificación y en el ayuno. En el convento de San Marco no había disputas entre el abad y sus monjes sobre cómo proveer la cocina y la cantidad de las raciones, como ocurría en Santa Anna. Los frailes de San Marco admiraban y temían a su prior y a nadie se le hubiera ocurrido enfrentarse a él, y menos por la comida. La obra austera y rigurosa de santo Domingo de Guzmán, el fundador de la orden, estaba presente en todo momento, y sus principios eran aplicados por Savonarola con dureza. Demasiada, en la opinión de Joan.

Consciente de que las cartas viajaban a España y de que su tiempo era limitado, Joan se aplicó en los siguientes días al rezo y a las obligaciones diarias de culto de los monjes. No le era fácil. Su espíritu inquieto le hacía desear andar por los caminos, libre, como días antes. Además, añoraba mucho a Anna y al resto de su familia. Cuando, exhausto de rezar, por la noche, o incluso durante el día, le vencía el sueño, los veía en su duermevela.

En su celda completaba las plegarias que se hacían en comunidad usando las distintas formas de rezo de santo Domingo, y en particular, por la noche, el rezo de sangre. Después de la oración de las completas, iluminándose con la luz de un candil, se arrodillaba frente a la imagen de Cristo crucificado y mientras rezaba se flagelaba la espalda con un látigo tipo escoba. Decían que el fundador se azotaba con cadenas de hierro y que con la sangre el rezo era más intenso.

Varias veces oyó cómo se abría con cuidado la puerta a sus espaldas y sentía que le observaban en silencio; después la cerraban de nuevo con la misma suavidad. Fray Ramón no interrumpía ni la oración ni los azotes. Sabía que le vigilaban. Por ese motivo, cuando se despertaba con una erección se ajustaba el cilicio con más fuerza, y si su deseo no se calmaba, recurría a los azotes. No podía permitirse que aquellos misteriosos espías se percataran de ello e informaran al prior.

Recordaba a fray Piero Matteo, su maestro dominico en Roma, y se esforzaba en seguir su recomendación: «Buscad la felicidad en la serenidad del convento; si persistís en ello, la encontraréis».

Para su sorpresa, pudo alcanzar en varias ocasiones aquella serenidad feliz a la que se refería su maestro. Incluso durante las autoflagelaciones. Llegaba un momento de la oración en el que, sin cesar de recitar la monótona letanía, el alma parecía abandonar el cuerpo y entraba en mundos plácidos y amables que quizá fueran la antesala del cielo.

Los días transcurrían unos iguales a otros y Joan empezó a temer que Savonarola hubiera decidido mantenerlo en aquel exclusivo régimen de penitencia hasta recibir la respuesta de sus cartas enviadas a España. Cuando eso ocurriera descubrirían que era un falso dominico y estaría perdido.

Sin embargo, una mañana, después de los rezos de la hora tercia, fray Giovanni le dijo:

—Fray Silvestro me ha pedido que os conduzca a la biblioteca.

A Joan le dio un vuelco el corazón. No solo iba a conocer aquella famosa biblioteca que albergaba el Libro de las profecías, sino que lo haría requerido por fray Silvestro Maruffi, el encargado de su custodia y de descifrarlo.

—¿Fray Silvestro? —inquirió Joan.

—Sí, fray Silvestro ayuda al prior y al suprior con todo lo relacionado con libros. Estuvo con ellos el día en el que os recibieron en la sala capitular.

Joan afirmó con la cabeza. Le recordaba bien; pensaba que debía de haber sido idea suya que él ayudara con los libros.

Subieron al primer piso por la misma escalera que conducía a las celdas, pues el acceso a la biblioteca se encontraba en el corredor norte, entre los habitáculos 42 y 43. Hasta aquel momento, Joan apenas había sido capaz de echar una fugaz mirada a la entrada de la biblioteca cuando, al subir las escaleras, solo, se aventuraba por aquel corredor para inspeccionar. Siempre había encontrado la puerta cerrada.

Se trataba de una magnífica sala alargada sostenida por once pares de delgadas columnas dóricas que delimitaban tres naves cubiertas por bóvedas de crucería en los lados y una bóveda de cañón en la central. La construcción era estilizada y armoniosa en su sencillez. Los arcos, columnas, ménsulas y cornisas, todos en piedra arenisca gris, ahorraban en adornos con la finalidad de dejar espacio a la luz. Esta llegaba por ventanas abiertas en las paredes laterales de forma que se minimizaban las sombras. Mesas y anaqueles repletos de libros amueblaban aquella espléndida estancia.

Joan la contemplaba embobado; era el sueño de cualquier amante de la lectura.

—Este es fray Lorenzo, el bibliotecario —le presentó fray Giovanni.

El hombre le saludó sonriente. Era un fraile de unos cuarenta años cuyo aspecto feliz contrastaba con su delgadez, sin duda producto de los ayunos.

—Sed bienvenido en nombre del Señor —dijo santiguándose al pronunciar el santo nombre.

—Bendito sea Su nombre —repuso Joan santiguándose también—. Gracias por vuestra hospitalidad.

Fray Giovanni se despidió y aquel hombre le dijo que fray Silvestro le había ordenado que le mostrase la biblioteca, y que a partir de aquel momento podría leer y estudiar en ella.

—Tenemos textos en latín, griego y lengua vulgar —le explicaba el bibliotecario—. Aquí han trabajado grandes pensadores, como Pico della Mirandola o Angelo Poliziano. Antes el acceso era público. Ahora está restringido a los monjes.

—¿Qué ocurre con los libros considerados paganos, heréticos o pecaminosos? —quiso saber Joan preocupado—. Sé que muchos libros en Florencia terminan en la hoguera de las vanidades.

—Hay un grupo de frailes en el convento que quisiera verlos hechos cenizas —repuso el hombre—. Pero, por suerte, fray Silvestro me apoya y ha convencido al prior para que conservemos la biblioteca tal como estaba, e incluso que se amplíe con algunos libros requisados cuando las compañías blancas asaltan la casa de algún noble o mercader. Nosotros, los frailes, estamos preparados para discriminar las lecturas y debemos conocer también los libros malos. Por eso hay que conservarlos, aunque solo los guardados en esta biblioteca.

Joan suspiró aliviado. Aquel tesoro estaba a salvo de la bárbara quema de libros promovida por los mismos que lo protegían.

Una vez que el bibliotecario le dio las explicaciones pertinentes, Joan tomó uno de los libros en latín sobre la vida de los santos y fingió sumergirse en su estudio. Sin embargo, observaba con cuidado tanto la biblioteca como los movimientos de los cuatro frailes que en aquel momento se hallaban en ella. ¿Dónde estaría el Libro de las profecías?

Al poco vio aparecer a fray Silvestro Maruffi. Él era el intérprete del libro profético. Se trataba de un hombre delgado y alto con una joroba en la espalda que quizá proviniera de inclinarse para leer mejor los textos de los libros. Tenía unos cincuenta años, ojos azules soñadores y un pelo entre castaño y canoso tan escaso que la tonsura solo le dejaba media corona por encima de las orejas y la nuca. A pesar de sus movimientos nerviosos, habló con el bibliotecario con voz suave. Él era quien había pedido a fray Giovanni que le acompañara a la biblioteca y al bibliotecario que le acogiera. Dada su mayor autoridad y rango, Joan debía esperar a que fray Silvestro le hablara primero. Estaba impaciente por que lo hiciese. Sin embargo, no se dirigió a él. Tomó un libro de un estante y, después de hacer la señal de la cruz sobre él y santiguarse, tal como hacían los monjes antes de abrir un libro, estuvo leyendo. A pesar del disimulo de Joan, sus miradas se cruzaron en una ocasión y el fraile le sonrió. Parecía agradable. Pero cuando la campana sonó llamando al rezo de la hora sexta, fray Silvestro bajó a la iglesia sin haberle hablado.

Al regreso del rezo y en ausencia de fray Silvestro, Joan examinó el libro que aquel leía. Estaba escrito en griego y Joan sintió un escalofrío. Si el Libro de las profecías estaba en griego, él sería incapaz de identificarlo y todo aquel viaje, todo aquel sufrimiento sería en vano.

Angustiado, abandonó precipitadamente la biblioteca para recogerse a rezar en su celda.