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—Así que os envía fray Tomás de Torquemada. ¿No es así?

Quien formulaba la pregunta, en latín, era el mismísimo fray Girolamo Savonarola, prior del convento de San Marco, que le observaba con gesto adusto, clavándole su mirada de ojillos oscuros. Aunque Joan le había hecho saber que su florentino era bueno, Savonarola insistió en continuar hablándole en latín, la lengua en la que estaba escrita la carta que Joan le acababa de entregar. El monje tendría unos cuarenta y cinco años, la tonsura en su abundante pelo oscuro formaba una corona, y una gran nariz ganchuda que apenas separaba sus gruesas cejas dominaba su cara. En su faz huesuda se marcaban los pómulos, quizá a causa de los ayunos, en contraste con un grueso y prominente labio inferior que sugería una fogosa sensualidad, sin duda reprimida.

Se encontraban en la sala capitular del convento y al prior, sentado en una banca, le flanqueaban dos monjes, también tonsurados y con hábito blanco; eran fray Domenico de Pescia, el suprior, y fray Silvestro Maruffi, los más fieles seguidores y consejeros de Savonarola. En la pared a sus espaldas se podía ver un impresionante fresco, con fondo azul brillante, que representaba una crucifixión con Cristo y los dos ladrones también crucificados y múltiples santos a sus pies. Abajo, en una orla de medallones, se representaba a dieciséis santos y beatos de la orden dominicana con santo Domingo de Guzmán, el fundador, en el centro. Pero Joan no se entretuvo en contemplar aquella magnífica obra, sino a quienes tenía enfrente; los tres frailes le observaban con atención mientras él, de pie, trataba de disimular su nerviosismo. No podía fallar; aquellos monjes eran muy estrictos, cualquier vacilación les haría sospechar. Y cualquier sospecha le conduciría a la cárcel y de esta iría a la hoguera si comprobaban que era un falso fraile.

—Así es, padre —repuso tragando saliva.

—Y vos sois fray Ramón de Mur, del convento de Santa Caterina de Barcelona.

Joan afirmó con la cabeza. Le recordaba a un interrogatorio de la Inquisición.

—Ciertamente.

Savonarola releyó la carta que Joan le había entregado el día anterior al fraile portero.

—Hace unos días recibimos otra carta de fray Tomás de Torquemada —dijo al terminar—. Nos anunciaba vuestra llegada y nos pedía que os acogiéramos. Pero antes nos gustaría saber más sobre la razón de vuestra visita.

—Hasta la comunidad dominica de España ha llegado la fama de la gran obra de regeneración moral cristiana emprendida por vos y los monjes del convento de San Marco —respondió Joan—. Se elogia la fuerza y la persuasión de vuestros sermones y se dice que gracias a ellos muchas almas descarriadas regresan al redil de la Iglesia. Mis superiores quieren conocer vuestro trabajo con detalle y que yo aprenda las claves de vuestro éxito para instruir con ellas a nuestros predicadores.

Al hablar, Joan observaba con atención a los frailes calibrando sus reacciones, y se dijo, aliviado, que sus palabras parecían complacerlos.

—En la carta de fray Tomás de Torquemada dice que fuisteis inquisidor. —La estridente voz de Savonarola sonaba algo engolada. Sin duda, el fraile no era inmune a la vanidad.

—Fui ayudante del inquisidor de Barcelona. Y es precisamente la Inquisición el motivo principal de mi viaje. El Santo Oficio tiene aún muchos enemigos y precisamos hacer nuestros sermones más convincentes para persuadir al pueblo y derrotar a quienes se nos oponen.

Fray Silvestro afirmaba con la cabeza y Joan sintió que acertaba con sus palabras.

—Nuestra situación es muy distinta —dijo Savonarola hablando ahora en florentino—. En España gozáis del poder temporal de los reyes Isabel y Fernando, que os apoyan. Sus tropas imponen la Inquisición con las armas. En cambio, nosotros debemos conquistar ese poder gracias a la fuerza de la palabra del Señor y de nuestras prédicas.

—Esa es la razón por la que estoy aquí —contestó Joan en la misma lengua—. Queremos la fuerza de vuestro verbo.

—Vuestra misión y la nuestra no coinciden —continuó Savonarola—. Nosotros buscamos la renovación moral del pueblo, el regreso a las raíces puras del cristianismo. Perseguimos el pecado. Buscamos la pureza. En cambio, por lo que sabemos, la Inquisición combate en España la herejía, la desviación doctrinal. Persigue a los judíos que aparentan haberse convertido al cristianismo y que practican sus cultos en secreto.

—Eso es cierto; sin embargo, se trata solo de un primer paso. Aunque por ahora nos centramos en los falsos conversos, también combatimos la sodomía, la brujería y cualquier otro pecado.

—¿Cómo es que habláis tan bien el florentino?

—Fui fraile bibliotecario en el convento de Santa Caterina. Y teníamos obras escritas en lenguas vulgares. Por su importancia, gracias a Petrarca, Boccaccio y sobre todo Dante Alighieri y su Divina comedia, la principal lengua extranjera era el toscano antico. Lo aprendí con unos frailes italianos para poder leer esas obras y lo mejoré conversando con marinos toscanos que recalaban en Barcelona.

—No creemos que esos autores y sus obras deban ser leídos por los buenos cristianos —observó fray Domenico de Pescia, el suprior—. Las hemos condenado a la hoguera.

—Comprendo vuestras razones. Sin embargo, en mi función de bibliotecario e inquisidor debía conocerlas.

—Aun así habláis muy bien el florentino —murmuró Savonarola pensativo.

—Tengo facilidad para las lenguas, padre.

—Bien, os pedimos que seáis tan amable de abandonar ahora la estancia hasta que os requiramos —dijo el prior.

Un joven y corpulento fraile que se había mantenido de pie en un extremo de la sala le acompañó al exterior dejando a los tres monjes solos en su debate. Joan, en su papel de fray Ramón, no pudo evitar pasear inquieto por delante de la puerta aguardando a que le llamaran. Esperaba haber sido convincente, se jugaba la vida en ello. Sabía que releerían las falsas cartas de Torquemada y que las compararían con otras que sin duda guardaban de él. Rezaba por que Miquel Corella y sus falsificadores del Vaticano hubiesen hecho un buen trabajo. Si las cartas superaban el escrutinio de los monjes, estos debatirían sobre la conveniencia de admitirle temporalmente en la comunidad.

Se sabían odiados por mucha gente, y cuando Joan llegó al convento el día anterior, a pesar de sus hábitos, tuvo que pasar el examen de los soldados del cuerpo de guardia antes de ver siquiera al fraile portero. Después, este tomó su carta de presentación, la estudió detenidamente, le preguntó sobre ella y lo acomodó en la llamada hospedería de los pelegrinos, situada a la derecha de la entrada principal, en uno de los lados del claustro. Allí permaneció sin poder salir hasta el interrogatorio de aquella mañana. Aquel lugar se regía en cuanto a seguridad por normas muy estrictas. Eran desconfiados, y con razón.

Si al fin era aceptado, los dominicos escribirían a Santa Caterina de Barcelona y al convento de Santo Tomás de Ávila para comunicar su llegada. Para cuando recibieran los frailes las respuestas, Joan debía encontrarse muy lejos de Florencia.

La llamada del joven monje le hizo regresar de sus pensamientos con un sobresalto.

—El abad desea veros, hermano —le dijo. Y le abrió la puerta de la sala capitular.

—Fray Ramón —le dijo Savonarola sin más preámbulos—, sabemos que habéis hecho un largo viaje y vuestro hábito está sucio y raído. Poneos este otro.

—Sois muy amable, abad. Así lo haré —contestó Joan tomando la prenda que le ofrecía el monje joven.

—Cambiaos el hábito —repuso, perentorio, Savonarola.

—Lo haré en mi celda.

—Aún no tenéis celda y debéis cambiaros ahora.

—¿Ahora y aquí?

—Hacedlo, es una tradición de este convento.

Joan comprendió que se trataba de una prueba y que no le quedaba más opción que obedecer.

—Si lo ordenáis, así lo haré, padre —repuso sumiso.

Se quitó la capa y después el hábito.

—Despojaos también del cilicio.

Cuando lo hizo se quedó solo con las sandalias; sentía frío. Vio cómo los frailes contemplaban su pene; de haber estado circuncidado, le hubiera costado la vida.

—Daos la vuelta —dijo el abad.

Les dio la espalda. Sabía que observaban las señales del cilicio y de los azotes en su cuerpo.

—Muy bien, fray Ramón —le dijo al fin Savonarola—. Podéis poneros el cilicio y vestir el hábito nuevo.

El fraile joven le ofreció el cilicio y las ropas, y cuando estuvo vestido se volvió hacia los monjes, que continuaban observándole.

—Vemos que usáis cilicio y os disciplináis. Eso habla a favor de vuestra piedad. Sin embargo, deberíais ayunar más.

—Así lo haré, padre abad.

—Bien, sois bienvenido en nuestra comunidad por el tiempo que preciséis —concluyó Savonarola—. También nosotros queremos saber sobre la Inquisición española, y nuestro intercambio de conocimientos será a mayor gloria del Señor.

—Alabado sea Su nombre.

—Hemos decidido que vuestra tarea en nuestra comunidad sea la de ayudar a fray Lorenzo, el bibliotecario, y decidir qué libros se prohíben. Participaréis también en las requisas de libros y su quema.

Joan sintió que se le encogía el estómago. Odiaba la censura y más aún la quema de libros. Había prometido luchar por la libertad y ahora se convertía en un esbirro de aquellos fanáticos que le obligaban a todo lo contrario. Tratando de disimular inclinó, sumiso, la cabeza.

—Como ordenéis, padre prior —dijo.

Recordaba con tristeza su promesa: «Por cada libro que queme Savonarola, nosotros imprimiremos diez. Y haremos que lleguen a sus lectores». El destino le gastaba una broma macabra.