Fray Ramón llegó a Florencia por el camino paralelo a la orilla izquierda del río Arno, que cruzaba un grupo de casas antes de terminar en la puerta de San Frediano. Esta se abría bajo una torre del recinto amurallado y para llegar a ella había que cruzar un puente sobre un riachuelo que desembocaba en el río y hacía de foso. La puerta de San Frediano daba al burgo de Oltrarno y, a tenor del bullicio que había a su alrededor, debía de ser una de las más importantes de la ciudad. Fray Ramón se abrió paso entre la multitud de campesinos y comerciantes que guardaban cola para que la guardia revisara sus mercancías y los escribanos cobrasen sus tasas, y se dirigió al que parecía el oficial al mando.
—Soy fray Ramón de Mur y vengo de España para ver a fray Girolamo Savonarola —le dijo, autoritario, como si tratara a un subordinado—. Me aguarda. Llevadme a su presencia.
A pesar de esperarla, a Joan no dejó de sorprenderle la reacción del oficial, al que había visto dando órdenes y gritándole a la gente con malos modos. Al ver su hábito adoptó una pose marcial, como si tratase con su capitán, y preguntó respetuoso:
—¿Tenéis algún documento que lo acredite, padre?
—Sí. Aunque es para fray Savonarola, no para vos. —Joan continuaba autoritario—. Os pido que me llevéis hasta él.
—Lo siento, padre, yo no puedo abandonar mi puesto, pero uno de mis soldados os acompañará.
—Gracias, que Dios os bendiga.
Al cruzar el Arno siguiendo al soldado, Joan se admiraba de que aquel hábito que hasta el momento solo le había servido para mendigar unas uvas y unos mendrugos de pan ahora le valiera para dar órdenes al oficial de la que quizá fuera la puerta principal de Florencia.
Mientras callejeaban camino al convento de San Marco, Joan observaba la vida de la ciudad. Su aspecto no era tan pobre como el que cabría esperar. Florencia salía de la ocupación francesa y estaba en guerra con Pisa y, sin embargo, rodeada de una fértil campiña, no parecía pasar hambre. Los artesanos trabajaban y vendían en las calles y el golpeteo de martillos, las voces pregonando la mercancía, el bullicio del regateo o incluso los olores de cuero o tintes eran semejantes a los de otras ciudades. Solo que a Florencia le faltaba algo. Al poco comprendió que se trataba del color de las vestimentas de los ciudadanos; eran solo grises, blancas o negras. En la calle, las mujeres, incluso las más jóvenes, se cubrían los cabellos con una mantilla, y un buen número de ellas, la boca con el extremo de esta. Había temor en los ojos de las gentes con las que cruzaba la mirada, y ni los que parecían más opulentos mostraban joyas ni adornos.
—¿En qué calles se encuentran los argenteros, los espejeros y los perfumistas? —le preguntó al soldado que le acompañaba. Aunque sabía la respuesta, quería oírla de boca del muchacho.
—Esas son vanidades, padre —repuso este mirándole sorprendido—. Las compañías blancas queman esas cosas en la plaza de la Señoría, en la hoguera de las vanidades.
—Así que Florencia no tiene esos gremios… —murmuró Joan.
—No, padre.
—Y ¿a qué se dedican los que antes trabajaban en ello?
El joven soldado se encogió de hombros.
—No lo sé —dijo—. Deben de rezar.
—Sí —afirmó Joan—. Lo necesitan.
Antes de llegar a la catedral oyeron unos cánticos y apareció desfilando un grupo de niños de siete a doce años, vestidos de blanco, descalzos y con la cabeza rapada. Entonaban: «Jesús, rey de Florencia, con ayunos y penitencia» y «Viva, viva nuestro corazón, Cristo rey, guía y señor». Cuando vieron su hábito deshicieron la formación para acudir a besarle la mano, y Joan, en su papel de fray Ramón, los bendijo.
—¿Quiénes son? —le preguntó al soldado. Quería oír también la explicación del muchacho.
—Son las compañías blancas de las que os hablé. Se encargan de rezar para erradicar el pecado y cuidar de la virtud. La gente las respeta y las teme.
Fray Ramón los observó intrigado mientras se alejaban cantando con candorosa fe y entusiasmo.
Florencia era mayor que Pisa, pero al igual que esta se extendía a ambas orillas del Arno y su parte más rica y extensa se encontraba en la orilla derecha. Sin embargo, mientras que el conjunto de catedral, baptisterio y campanario se ubicaba en el extremo noroeste de Pisa, Florencia tenía aquellos edificios en el centro. Su camino los llevó a pasar frente a ellos y Joan se maravilló al contemplar de cerca la catedral y su enorme cúpula, la mayor del mundo, una obra de arquitectura increíble que se elevaba a una altura sorprendente. En la distancia se destacaba de cualquier otro edificio de la ciudad, pero de cerca a Joan le costaba encontrar adjetivos para describirla. El contraste de aquel edificio magnífico, terminado hacía pocos años, con las vestimentas y el aspecto de los ciudadanos era brutal.
Joan le pidió al soldado que se detuvieran para contemplar unos instantes el exterior del templo, y cuando observaba su parte trasera oyó gritos y vio que la gente se apartaba para dejar paso a una muchacha que llegaba corriendo. Tenía la cara ensangrentada, se cubría la cabeza con un manto y las piedras caían a su alrededor. Detrás, gritándole insultos, la perseguían a pedradas un grupo de niñas vestidas de blanco, descalzas y con la cabeza rapada.
—¿Qué está pasando? —inquirió Joan.
—Esa chica no debía de vestir con la modestia requerida. O quizá se maquilló…
—¿Modestia requerida por quién?
—Por las niñas de la compañía blanca.
—Y ¿cómo saben lo que es decente y modesto?
El joven soldado se encogió de nuevo de hombros.
—Dios las inspira.
—Y ¿tanto poder tienen las compañías blancas?
—Si creen que hay algo deshonesto o se peca de vanidad, entran en las casas, requisan objetos, detienen a la gente… Hacen cumplir lo que Savonarola predica.
—¿Unos niños?
—Los niños son inocentes y puros…
—Y también pueden ser crueles y caprichosos —murmuró fray Ramón—. Y el poder y la vanidad pueden corromperlos a ellos aún con mayor facilidad que a los adultos.
Continuaron hacia el norte, al poco entraron en una plaza y el soldado le mostró un edificio a su derecha con una hermosa columnata.
—¿Es el convento?
—No, es el Spedale degli Innocenti.
—El Hospicio de los Inocentes. ¿El orfanato?
—Sí, aquí se forman las compañías blancas. Pero a los niños del orfanato se unen muchos más de la ciudad.
—Ahora lo entiendo todo mejor —comentó fray Ramón.
—Un poco más allá está el torno, donde las madres que no pueden mantener a sus hijos los depositan. Los dejan allí, tocan la campanilla y se van sin ser vistas.
—Claro —musitó el fraile.
Después, el soldado le condujo hacia la izquierda y, pasada la iglesia de la Santissima Annunziata, vio a su derecha un edificio de dos plantas cuya puerta principal se elevaba monumental, entre columnas, por encima del resto de la construcción.
—Este es el convento de San Marco —le informó el muchacho, y besándole la mano se despidió.
Fray Ramón se quedó unos momentos contemplando el edificio, tragó saliva, se persignó y, tras encomendarse al Señor, anduvo con paso decidido hacia la puerta.