Joan se despidió de Genís con un fuerte abrazo y deseos de buena suerte y felicidad. No sabían cuándo volverían a verse. Ni siquiera si se verían de nuevo algún día.
La despedida con Vilamarí fue muy distinta.
—Hiciste un buen trabajo —le dijo el almirante—. Y te corresponde parte del botín.
—No formo parte de vuestra tripulación.
—Pero sí durante el combate.
—Lo hice porque me vi obligado. Opino como Miquel Corella; no debisteis asaltar esas naves.
—Eso dijo —repuso Vilamarí con una sonrisa—. Sin embargo, no solo aceptó la parte del papa en el botín, sino que quiere más.
—Yo no quiero nada.
—Es una buena cantidad. ¿Estás seguro de que deseas que me la quede yo?
Joan hizo un gesto de disgusto y después de pensar un momento preguntó:
—¿Llega para comprar la libertad de un galeote?
—Y mucho más.
—Pues liberad a Amed, que fue mi compañero cuando remaba en la Santa Eulalia.
—¿Un musulmán libre en un puerto cristiano?
—Pagadle el pasaje a su tierra.
—¿Por qué no le compras unas joyas a tu esposa? —La voz del almirante adquirió un tono tentador. Le observaba con atención y una sonrisa se escondía en sus labios—. Se lo merece, ella también ha arriesgado. En este momento podría ser viuda.
—Mi librería me da buenos ingresos —repuso Joan adusto. Notaba en el almirante un deje cínico que le irritaba—. Le compraré las joyas a mi mujer con mi propio dinero.
—De acuerdo, ya tenemos a tu moro libre y en su tierra. ¿Qué quieres hacer con el resto del dinero?
—¿Aún queda?
El almirante afirmó con la cabeza; una sonrisa iba dibujándose poco a poco. Su suficiencia alteraba a Joan sin que pudiera evitarlo.
—Pues añadid carne al cocido de los galeotes hasta que se termine el dinero. Y aseguraos de que no lo roben el cómitre y los alguaciles.
—No te preocupes, tu amigo Genís Solsona se encargará de ello.
—Gracias. Adiós, almirante. —Y conservando la distancia le tendió la mano a modo de despedida.
Sin embargo, Vilamarí no se movió. Solo se quedó mirándole con intensidad mientras la sonrisa de sus labios se esfumaba. Joan mantuvo la mano tendida, incómodo, un tiempo que le pareció larguísimo y no la bajó hasta que el almirante, sin corresponderle, retomó la conversación.
—Siempre has pretendido ser superior moralmente, Joan Serra de Llafranc —le dijo—. Pero te engañas. Tú eres de los nuestros y si no muerdes, es porque no tienes hambre. Ahora eres libre y tienes dinero. Pero mataste cuando llegó la ocasión y robaste cuando lo necesitabas. Y lo harás de nuevo cuando tengas que hacerlo.
Joan no supo qué responder y sostuvo la intensa mirada de Vilamarí con dificultad. Se sentía confuso; quizá tuviera razón aquel hombre. Al fin y al cabo, iba a Florencia a robar. A robar un libro. Esta vez fue el almirante quien le tendió la mano. Dejaba claro que no esperaba respuesta a sus afirmaciones, ni Joan pensaba dársela.
—Que tengas suerte en lo que sea que vayas a hacer a Florencia —le dijo—. Y que la suerte no te abandone en el resto de tu vida.
—Lo mismo os deseo, almirante.
Mantuvieron sus manos unidas firmemente un largo rato mientras sus miradas transmitían un afecto que no eran capaces de expresar con palabras. Joan comprendió que era sincero al desearle fortuna a aquel hombre.
Al día siguiente, Joan y Niccolò se despidieron de Miquel Corella. El florentino se había recuperado del mareo que le había mantenido postrado la mayor parte del viaje en la galera, y volvía a ser el personaje vivaz, curioso y divertido al que Joan conocía. Solo que en Pisa evitaba manifestarse, pues su acento florentino no era bien recibido. El estado de guerra entre Pisa y Florencia superaba el hecho de que Savonarola gobernara en la segunda. Los florentinos habían esperado que a cambio del apoyo que Savonarola y los suyos habían dado a Francia cuando el rey Carlos VIII invadió Italia les devolviera Pisa, que llevaba casi cien años bajo su dominio. Sin embargo, al retirarse de Italia el comandante francés devolvió la libertad a Pisa a cambio de una buena suma, y Florencia pretendía reconquistarla.
—Ahora es cuando pasas a ser un verdadero fraile —le dijo Miquel Corella—. Ya sabes, cilicio, disciplina y vida mendicante.
Joan gruñó. Niccolò sonreía, pero se abstuvo de hacer ningún comentario gracioso.
—Estás demasiado gordo —continuó el valenciano—. Y tu cuerpo debe mostrar las marcas del cilicio y del látigo con el que te disciplinas. Tómatelo en serio. Como Savonarola averigüe que eres un falso fraile, te quemará en la hoguera.
Miquel le despidió con un abrazo al que Joan correspondió de mala gana; el cilicio de piel de cabra le hería la cintura, y también le dolía la espalda, que se había azotado poco antes mientras rezaba. No era un dolor insoportable, pero sí irritante, lo que, junto a su disgusto con aquella misión, le tenía de mal humor. Acababan de tonsurarle de nuevo en el convento dominico donde había pasado la noche ya como fray Ramón de Mur, con lo que notaba la parte superior de la cabeza sensible y fría. Sin su daga y su espada se sentía desnudo. ¿Cómo diablos se las arreglaría para hacer un camino de cuatro o cinco días en una zona en guerra, aunque no demasiado activa en esos momentos, y seguramente llena de bandidos? Se arrepentía del orgullo mostrado frente a Vilamarí. Debería haber usado parte del botín para regalarle unas joyas a Anna y también para su madre y María. Quizá no las volviera a ver. Tendría que confiar en lo que su maestro dominico fray Piero Matteo le había dicho en Roma. «Seréis un fraile mendicante, vuestra única propiedad será el hábito, el escapulario, el cilicio, unas sandalias y un hatillo con un libro de plegarias, un cuenco de barro, una cuchara de madera y el látigo de disciplinas. ¿Quién creéis que va a querer robar eso? Hasta los bandidos se alejarán de vos temiendo que les pidáis limosna.»
Hicieron el viaje en una barca que remontaba el río Arno hasta el final de la zona controlada por Pisa.
—Lamento no poder acompañaros a Florencia —le dijo Niccolò—. Antes de la revolución de Savonarola trabajaba para los Medici, y soy, con razón, sospechoso. Además, debéis hacer el camino solo y llegar solo como un fraile de verdad.
Joan afirmó con la cabeza, ya habían hablado de aquello. Niccolò se refugiaría con unos parientes en la campiña de Florencia y entraría después en la ciudad en secreto. Allí, convenientemente escondido, serviría de apoyo a Joan y trabajaría junto a la resistencia clandestina para lograr la caída de Savonarola.
—Me preocupa vuestro semblante amargo, Joan —le dijo al rato.
—Esta no es una aventura agradable.
—Pues tendréis que hacer que os guste. Y aparentar que sois un fraile feliz. De lo contrario, no engañaréis a Savonarola. Recordad lo que os dijo fray Piero Matteo sobre gozar de la vida monástica y de la cercanía de Dios.
Joan se mordió los labios y afirmó con la cabeza. Ambos, el fraile dominico y Niccolò, tenían razón, pero no era fácil. Se caló la capucha, puso sus manos dentro de las mangas del hábito e, inclinando la cabeza, susurró:
—Recemos para que el Señor me conceda esta gracia.
Cuando se despidió de Niccolò con un abrazo, Joan sintió una profunda inquietud. Echaría en falta la cháchara, el buen humor, la gracia y el desparpajo de su buen amigo. Y aunque sabía dónde localizarlo al cabo de unos días en Florencia, en aquel momento se sentía muy solo, abandonado y sin amigos, en una tierra desconocida donde iba a emprender una aventura peligrosa e incierta.
Niccolò sonrió con aquella expresión tan suya, algo ratonil y divertida.
—Buena suerte —dijo.
Se encontraban en un cruce de caminos donde unos altos cipreses se elevaban hacia un cielo azul brillante al borde de unos campos aún no arados cubiertos de restrojos amarillos. Joan le vio alejarse por una vereda mientras él seguía la calzada a Florencia.
A su izquierda, el río Arno discurría entre los álamos, y en el horizonte a su derecha los pinos sobre unas colinas onduladas mostraban un verde brillante. Olía a otoño, la tarde era hermosa y fray Ramón respiró hondo. Ya que tenía que ser fraile, lo sería con todas sus consecuencias, se dijo. Su vida no había sido la de un santo y, haciendo de necesidad virtud, decidió cumplir de corazón como quien aparentaba ser, azotes y cilicio incluidos. Y con el cilicio punzándole en los riñones y el vientre se puso a andar con paso alegre.
Aquella noche durmió junto a las vacas en un establo después de cenar unos racimos de uva negra y algo de pan que unos campesinos que vendimiaban le ofrecieron. Como buen fraile, bendijo a sus benefactores y los tuvo en cuenta en sus rezos. Antes de acostarse oró mientras se disciplinaba la espalda y, a pesar del cansancio, se vio obligado a quitarse el cilicio para poder dormir.
Y así anduvo durante cinco días por los caminos de una Toscana donde aún se vendimiaba, entre campos de cereal que los campesinos empezaban a arar, olivares cargados de fruto que ya dejaban caer alguna aceituna y viñedos de hojas verde brillante con amarillas pinceladas de otoño. Aquel paisaje llenaba el alma de un fray Ramón fascinado por los altísimos cipreses que de tramo en tramo, solitarios o en grupo, elevaban su verde oscuro hacia el firmamento. Aquellos árboles parecían oraciones de la tierra que subían al cielo instándole a unirse a su rezo.
A pesar de los malos tiempos y la miseria causada por la guerra, los paisanos le saludaban y siempre le daban algo cuando se lo pedía. No era gran cosa, uvas de la vendimia y algo de pan, por lo general. Joan no deseaba más, sabía que debía pasar algo de hambre. Cuando había suerte le invitaban a dormir junto al hogar de una casa o en un establo. De lo contrario, pasaba la noche tiritando bajo las estrellas.
En una ocasión vio a una familia de campesinos que comía en sus campos, los saludó con la mano y continuó su camino sin detenerse. Al poco, un par de chiquillos, un niño de unos ocho años y una niña de diez, le alcanzaron corriendo. Le traían una manzana y un pedazo de pan, aunque el verdadero regalo para Joan fue su sonrisa. En sus caras sucias y con mocos, en el brillo alegre e ilusionado de sus ojos oscuros, el fraile encontró a Dios, a ese Dios que con frecuencia sentía tan lejano. Le besaron la mano y él revolvió su cabello y acarició sus mejillas antes de bendecirlos. Y después, al reemprender el camino, como pago a su inocente limosna, rezó por ellos y por sus padres. Se sentía tan dichoso que notaba su alma expandirse hasta salir de su cuerpo y fundirse con el dulce paisaje toscano. Él era parte del todo y todo era parte de él. Y así anduvo un día tras otro.
A pesar de añorar a Anna y al resto de su familia, Joan fue feliz aquellos días en su papel de fray Ramón. Caminar, orar, gozar del aire libre y del paisaje le daba una paz que antes solo había experimentado en contadas ocasiones. Se decía que, a pesar del cilicio y los azotes que castigaban su espalda y a pesar de aquella misión aceptada con disgusto, era de verdad libre, porque así lo sentía su corazón. Estaba cerca de Dios y su vida tomaba una perspectiva distinta.
Cuando en la tarde del quinto día, desde lo alto de una colina, vio Florencia extendiéndose a ambos lados del Arno, rodeada de sus poderosas murallas y con una enorme cúpula color naranja elevándose, casi en su centro, en la orilla derecha, muy por encima de cualquier otro edificio, supo que había llegado a su destino. En aquella ciudad de maravillas se decidiría su futuro. Se dijo que le habría gustado que el camino hubiera sido mucho, mucho más largo.