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Aquella fue una noche de cielo cubierto, oscura y destemplada, y el farolillo de la carroza de la Santa Eulalia guio a la flota. Vilamarí ordenó introducir los cuerpos de los galeotes muertos en un saco con una piedra y lanzarlos al mar después de que el cura de la galera rezase unas oraciones por los cristianos. Lo mismo hizo con los enemigos muertos, a excepción de los oficiales. De madrugada las embarcaciones arriaron las velas para no sobrepasar Porto Pisano. Con las luces del amanecer distinguieron la población y las naves se dirigieron a la desembocadura del Arno. Aquel había sido un puerto muy importante dos siglos antes, en la época dorada de la república de Pisa, que terminó con una derrota naval ante Génova y con su excelente puerto cegado con arena y cieno.

El puerto no tenía capacidad para acoger a la flota. Vilamarí la hizo fondear poco antes de entrar y llamó a consejo a sus capitanes. A Joan le sorprendió ver solo a Genís Solsona, que se aproximaba en la chalupa de la nave capturada. Su expresión era grave. El capitán esperó a encontrarse en la carroza frente a Vilamarí para dar la noticia:

—El oficial Pere Torrent murió en el asalto a la carroza de la galera enemiga. —Hizo una pausa, con los ojos acuosos, para tragar saliva—. Una flecha le entró por el ojo izquierdo y le atravesó los sesos. Fue en el último momento.

A Joan le golpeó la noticia como un bofetón. Había detestado a aquel hombre por mucho tiempo, le creía arrogante, carente de sentimientos y piedad. Sin embargo, al saber de su vida pasó a comprenderle y a sentir afecto por él. La bestia resultó ser humana. Miró al almirante, cuya faz, inexpresiva por lo general, parecía encajar un golpe. Apretó las mandíbulas y por unos instantes se mantuvo en silencio.

—Fue el mejor oficial de asalto que he conocido —dijo al rato con voz clara—. Y un gran camarada. Recibirá un entierro digno.

La Santa Eulalia y la carraca, las dos naves más afectadas en el combate, atracaron en el puerto, y se procedió al desembarco de muertos y heridos. La flota de Vilamarí había perdido, entre soldados y marinos, a treinta y cinco hombres, tenía cinco heridos graves y otros de diversa consideración. El almirante ordenó un funeral y con excepción de Pere Torrent todos los muertos fueron enterrados. La ciudad de Pisa se encontraba a siete millas del puerto de mar, y su principal comunicación con este era el río Arno. Vilamarí decidió que Pere Torrent tuviera un funeral solemne en la catedral y que su cuerpo reposase en el bellísimo camposanto de la ciudad, parte de cuya tierra provenía del Gólgota, en Jerusalén. Dispuso que se instalara una tienda en Porto Pisano para acoger el cuerpo del oficial durante el día y la noche anteriores al viaje. Allí sus camaradas podrían darle un último adiós.

Se encontró un lugar de convalecencia en el puerto donde los heridos de Vilamarí estarían bien atendidos a cambio de una buena suma de dinero. Solo embarcarían de vuelta los que estuvieran en condiciones de soportar el viaje de regreso a Roma. En cuanto a los prisioneros, se los clasificó según sus posibilidades económicas y se buscó un agente local que negociase el cobro de un rescate en su lugar de origen. El almirante dispuso que los que no tenían recursos y se encontraban en mejor estado físico remaran en las galeras sustituyendo a los galeotes fallecidos. La carraca llevaba un rico cargamento de trigo y telas.

—Una tercera parte de lo obtenido de la carraca es para su santidad, para quien me honra trabajar —le dijo Vilamarí a Miquel Corella una vez evaluado el botín—. Calculo que ascenderá a unos seis mil florines. ¿Creéis que será suficiente para el perdón de mis pecados?

—Contáis solo la carraca. No con el botín de la galera y los prisioneros.

—Descuento mis gastos. Arreglar los desperfectos será costoso y el resto del año le daré servicio a su santidad con cuatro galeras por el mismo precio que le cobro por tres.

Miquel se encogió de hombros. Apreciaba demasiado a Vilamarí para discutir por dinero. De eso se encargaría César Borgia.

Aquella noche, Joan quiso cenar a solas con Genís Solsona; continuaba sorprendido e intrigado por el resultado tan favorable del combate.

—Cayeron en la trampa favorita de Vilamarí —le dijo el capitán de la Santa Eulalia.

—¿Una trampa?

—Sí. Se arriesgó y le salió bien —repuso Genís—. Provocó a la galera capitana enemiga para que abordase a la Santa Eulalia.

—Y ¿cómo lo hizo?

—Pues mostrándose a la vez débil e incordiante.

—Explícate.

—Cuando nos cruzamos por primera vez con la flotilla enemiga, su galera capitana nos disparó con todo lo que tenía.

—Lo recuerdo.

—¿No apreciaste que nosotros respondimos con pocos efectivos? Usamos solo el veinte por ciento de nuestra capacidad de fuego.

—Estaba concentrado en la artillería y no me fijé en eso.

—Vilamarí hizo que la mayor parte de los hombres de Pere Torrent se escondieran en la bodega. Y nuestros enemigos pensaron que apenas teníamos infantería embarcada. Después la Santa Eulalia, con las otras dos galeras protegiéndola, se situó en la popa de la carraca y la cañoneó para desarbolarla. Sin velas y sin timón, la nave quedaba a nuestra merced. Las galeras enemigas trataron de evitarlo, pero las nuestras impedían que se acercaran a la Santa Eulalia, que disparaba a la carraca con toda comodidad. De pronto, su capitana vio que nuestras naves dejaban un hueco, entró a través de él y después de descargar su artillería en la Santa Eulalia, la abordó. Pensaba que superaba en número a nuestra infantería, supuso que sería una presa fácil y, como buena corsaria, no pudo resistir la tentación de capturar una galera al tiempo que impedía que inmovilizáramos su carraca.

»Pensaban que la metralla de su artillería iba a limpiar la cubierta de soldados, pero apenas mató a unos cuantos galeotes y partió unas maderas. Los nuestros sabían que llegarían por aquel lugar y los esperaban protegidos tras la crujía. Los corsarios picaron el anzuelo; hicieron lo que Vilamarí quería y en el lugar exacto donde quería que lo hiciesen. Muchos de ellos cayeron al abordar, pues donde esperaban encontrar cadáveres tendidos sobre cubierta toparon con ballesteros y arcabuceros bien parapetados. Después de la primera descarga, los nuestros se retiraron a proa y popa, donde se parapetaron de nuevo para volver a disparar. Y cuando ellos trataron de asaltar la carroza, se encontraron con la sorpresa de los infantes de marina de Torrent, que salían como una tromba de la bodega. Después, en un golpe rápido, Pere Torrent y sus infantes cayeron sobre la retaguardia de los que os atacaban a los que estabais en la proa, para abordar de inmediato a la galera enemiga antes de que esta pudiese reaccionar y cortara los cabos que unían las dos naves. Esa es la razón por la que Vilamarí embarca siempre bastantes más infantes en su galera que en las otras. La Santa Eulalia es el cebo.

Joan movió la cabeza admirado.

—Es un pirata —murmuró.

—Quizá —repuso Genís—. Pero ¿tú crees que eso nos importa a su tripulación? Al contrario, es fácil morir en el mar y preferimos hacerlo con el estómago y los bolsillos llenos. El almirante, a su manera, cuida de nosotros. Nunca abandona a uno de los suyos.