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La galera corsaria, después de barrer con su artillería la cubierta de la Santa Eulalia, la abordó por estribor a la altura del sexto banco de remo. Su proa hizo astillas los remos y, al chocar, sus marinos amarraron con garfios un buque al otro. De inmediato, la infantería enemiga, gritando, corrió por su espolón para saltar dentro de la Santa Eulalia.

Joan hacía ademán de volverse para ver qué ocurría cuando oyó que le ordenaban:

—Continúa disparando. —Era Vilamarí—. Tienes que derribar ese mástil.

Joan obedeció angustiado. Habían pasado de ser cazador a presa. La situación era desesperada. Él no lograba hacer caer aquella vela, el enemigo estaba abordando a la Santa Eulalia y el almirante, en lugar de dirigir la defensa desde la carroza, se encontraba en la proa concentrado en aquel mástil y en la captura de la carraca. Su codicia los conduciría al desastre.

Joan apenas se podía concentrar en su trabajo imaginando lo que ocurría a sus espaldas. Los de Vilamarí trataron de detener a los asaltantes disparando sus arcabuces y ballestas, protegidos detrás de la crujía. Pero después del primer disparo fueron incapaces de mantener su posición y se retiraron a proa y popa, dejando el centro de la nave al enemigo y a los galeotes, que, encadenados, trataban de cubrirse en el suelo de sus bancos.

Los corsarios habían perdido a varios hombres en la descarga, pero, sin detenerse, se dividieron en dos grupos y el mayor se dirigió a proa para tomar la artillería y detener así los disparos sobre la carraca. El otro fue al asalto de la carroza, donde se encontraba el timón, para capturar o matar a los oficiales. Sin oficiales, la galera se rendiría.

Joan trataba de poner toda su atención en derribar aquel maldito palo mayor, a pesar de la barahúnda de gritos y entrechocar de aceros que oía a sus espaldas. Los corsarios que se precipitaron hacia la proa se toparon con un nuevo parapeto tras el que les disparaban con ballestas y arcabuces. Consiguieron derribar la defensa y la lucha continuó cuerpo a cuerpo. Joan se esforzaba en mantener su concentración y la de sus hombres, disparando, enfriando y cargando de nuevo la artillería cuando un golpe fortísimo en su espalda le hizo caer de bruces encima de una culebrina cuyo bronce estaba ardiendo. Mantuvo los brazos separados del metal y cayó rodando al suelo. La armadura le había salvado de ser ensartado por la espalda con una azcona y de abrasarse el pecho con la culebrina. De un salto se incorporó al recordar que sus compañeros dependían de su tino. Afinó la puntería para aplicar después la mecha al cañón. ¡Otro tiro infructuoso!

—Ánimo, ¡derribaremos esa maldita vela! —gritó a sus hombres a pesar de su propio desánimo.

Sabía que el enemigo ganaba terreno a sus espaldas y notaba el vello erizado en la nuca esperando que en cualquier momento le hundieran una espada por el espacio entre la gorguera y el casco o en el hueco del sobaco. La vela mayor de la carraca continuaba a su alcance, y aquello significaba que los atacantes no habían tomado aún la carroza y el timón. Tenía poco tiempo. Con el timón en su poder, los corsarios variarían el rumbo de la nave impidiendo que su artillería, sin apenas movimiento horizontal, disparara a la carraca. Era cuestión de instantes que lo hicieran. Quizá aquella era su última oportunidad. Respiró hondo y aplicó la mecha a la culebrina, pero y cuando se disipó el humo la vela continuaba allí. Se mordió los labios y vio de reojo que los defensores habían retrocedido hasta casi tocarle. Estaba fracasando.

Desesperanzado, disparó de nuevo con la otra culebrina y de pronto vio vibrar el mástil. Joan contuvo la respiración. El palo se inclinó para después doblarse y romperse con un crujido. ¡Lo había conseguido! Lanzó un grito de triunfo coreado por sus hombres y sin perder tiempo tomó la azcona que le había golpeado en la espalda y que se encontraba a sus pies para girarse a toda prisa. Vio a Vilamarí, Miquel y Niccolò, uno al lado del otro, junto con los marinos y soldados supervivientes, luchando a brazo partido contra los asaltantes. Perdían terreno, y el peor parado era Vilamarí, que atraía a los enemigos a causa de su valiosa armadura, que le delataba como un oficial de alto rango. Se defendía de los golpes de dos hombres a la vez, resoplando, cubriéndose con la rodela y golpeando con su espada cuando encontraba la ocasión. Algunos sablazos le alcanzaban sin herirle gracias a su armadura, pero Joan se dijo que el almirante estaba a punto de desfallecer. Tomó impulso y lanzó su azcona con todas sus fuerzas y rabia contra uno de aquellos soldados. El arma le atravesó el coselete por el pecho y el corsario cayó de espaldas sobre la cubierta. Joan se preguntó por qué salvaba de nuevo a aquel individuo, causante de la muerte de su padre y la desdicha de su familia, cuando tantas veces había deseado matarle con sus propias manos. Pensó que quizá lo hacía por su propia supervivencia; si caía el almirante, era casi seguro que lo haría también la galera. No había tiempo para semejantes reflexiones, desenfundó su espada y se incorporó a la lucha peleando codo con codo entre Vilamarí y Miquel Corella. El tiempo se hizo eterno, llegaban más enemigos, los suyos iban cayendo y Joan pensó que la derrota era inevitable. Pero de repente, para su sorpresa, vio llegar por detrás de los corsarios a Pere Torrent, espada en mano, junto con los suyos. ¡Habían derrotado a los que pretendían tomar la carroza y acudían en su ayuda! En pocos instantes, los corsarios, rodeados, se rindieron. Joan, que ignoraba lo que había pasado en el otro extremo de la nave, se quedó mudo de asombro. Al sobreponerse se unió a los vivas y gritos de victoria aun sin poder creer aquel afortunado desenlace.

Pere Torrent, que gritaba órdenes sin cesar con un vozarrón capaz de imponerse al fragor de la batalla, no se detuvo ni un momento. Sus ojos azules se encontraron un breve instante con los de Joan y, una vez que vio que la proa y su almirante estaban a salvo, se puso a correr, aullando como un poseso, en dirección a la nave enemiga, que ya era abordada por sus hombres.

Cuando los enemigos comprendieron que ahora eran ellos los abordados, no tuvieron tiempo para cortar los cabos que unían ambas naves y escapar. Ni tampoco para cargar arcabuces y parapetarse. Los de Pere Torrent corrían ya por la crujía de la nave corsaria, gritando a todo pulmón, hacia la carroza, donde el combate fue sangriento pero breve. Pronto los supervivientes, tomados por sorpresa y superados en número, rindieron la galera.

En la Santa Eulalia, los corsarios que aún resistían tiraron sus armas y se rindieron. Vilamarí, que parecía haber recuperado sus fuerzas, levantó su espada y los tripulantes de la nave se le unieron en un grito de triunfo. De inmediato, el almirante ordenó que Genís Solsona, junto con un grupo de sus marinos, tomara el mando de la galera contraria, donde permanecerían Pere Torrent y los suyos, y que se encadenara a todos los prisioneros para evitar motines. Se cortaron las amarras que unían ambas galeras y Vilamarí ordenó a Joan que reanudara sus disparos sobre la carraca.

Mientras esto ocurría, las demás galeras se habían emparejado en un duelo en el que sin intentar abordarse maniobraban tratando de acertar al contrario con la artillería de proa. Y cada vez que se cruzaban intercambiaban disparos de falconetes, arcabuces y ballestas. En realidad, unas y otras aguardaban el resultado del abordaje a la Santa Eulalia, y cuando los capitanes contrarios vieron que habían perdido su propia galera capitana, huyeron tras la carraca que mantenía sus velas mayores intactas y que se había alejado ya un buen trecho hacia Livorno.

Joan no pudo disparar de nuevo, pues tan pronto como la carraca desarbolada se vio abandonada, sus tripulantes se apresuraron a colgar de las bordas sábanas blancas en señal de rendición. De nuevo hubo gritos de júbilo.

Vilamarí ordenó al capitán de su segunda galera que tomara el control de la carraca junto con su tropa de asalto. No perseguirían a los que huían, oscurecía y el botín prometía ser cuantioso.

Y con las dos galeras intactas arrastrando la carraca, donde los carpinteros trataban de habilitar una vela, la flotilla tomó rumbo a Pisa. Joan recibió un simple «buen trabajo» de Vilamarí, aunque sabía que el almirante era consciente de que la azcona que había matado a uno de los soldados que le atacaban procedía de su brazo. No importaba; ni necesitaba ni esperaba agradecimientos de aquel hombre, le conocía ya demasiado.

Recordando el impresionante despliegue de energía y fuerza de Pere Torrent, Joan se dijo que no, que él no había podido vencer en un duelo a espada a aquel, su maestro. Y pensó que el oficial de asalto de la Santa Eulalia, al que había considerado siempre un fanfarrón sin sentimientos, se había dejado vencer haciendo con ello posible que él tuviera a Anna. No había sido su espada, sino el sonido de la palabra amor, lo que le había rendido.

Joan se sentía feliz junto a sus amigos y hubo celebración y brindis en la carroza de la Santa Eulalia. Sin embargo, su euforia cambió a pesadumbre con la noticia que les esperaba al día siguiente.