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Cuando a primera hora de la tarde llegaron a la altura de Livorno, solo se habían cruzado con naves pequeñas que al verlos habían buscado refugio en la costa. Pero entonces los vigías avistaron dos grandes velas en el horizonte.

—Parecen dos carracas que se dirigen a Livorno —le dijo Genís al almirante. Vilamarí hizo un gesto con la cabeza y el capitán no necesitó palabras—. Rumbo babor —gritó al timonel y al cómitre—. Vamos al encuentro de esas naves.

Los marinos transmitieron las instrucciones con señales a las otras dos galeras. Y de inmediato, Genís ordenó recoger las velas, pues las embarcaciones se acercaban a barlovento, con el viento a favor, y la maniobra los situaba a ellos a sotavento.

—Vuestra misión es dejarnos sanos y salvos en Pisa —le recordó Miquel a Vilamarí.

—También es bloquear Florencia desde el mar —repuso este tranquilo—. Y no es común avistar un par de carracas enemigas que con toda seguridad vendrán cargadas de mercancías. Un poco de acción os sentará bien.

—Si ponéis en peligro nuestra empresa, incurriréis en la ira del papa y os las tendréis que ver con César Borgia.

—Amigo Corella, yo soy el almirante y vos, un pasajero. Responderé de mis decisiones frente a quien corresponda. Y ahora disfrutad de la acción.

La faz de don Michelotto mostró enfado, pero al poco se encogió de hombros. Sabía que nada de lo que él dijera influiría en aquel hombre.

—Es extraño —le comentó Genís a Joan—. Es seguro que nos han visto y, sin embargo, no tratan de variar el rumbo, vienen hacia nosotros.

—Quizá piensen que somos florentinos.

—Los florentinos no disponen de galeras desde la pérdida de Pisa. Hay algo extraño.

De repente, el vigía gritó:

—¡Tres galeras! ¡Detrás de las carracas vienen tres galeras!

—Ahora lo entiendo —dijo Genís—. Traen escolta. Es por eso que las carracas, con el viento a favor, no tratan de eludirnos; se sienten seguras gracias a su artillería y a la escolta. Serán corsarios al servicio de Florencia.

—Pues tendremos que olvidarnos de ellas —dijo Joan—. No solo irán artilladas, sino que las galeras impedirán su abordaje.

—Esa decisión la tomará el almirante.

—Sería un suicidio atacar con esa desventaja.

—Si Vilamarí cree que goza de alguna ventaja que sus rivales no perciben, entrará en combate aun en aparente inferioridad. En esos casos, el enemigo acostumbra a aceptar el choque.

—Eso es muy arriesgado.

—Así perdimos un par de nuestras naves en la guerra. El oficio de marino tiene sus riesgos.

—Y el de pirata más.

El almirante colocó sus galeras a sotavento encarando a las naves que se aproximaban, ordenó que descansaran los galeotes y que les repartiesen una ración de galleta y vino. Las naves quedaron en tensa espera, usando los remos solo para mantener la posición y con los vigías fijando su vista en la flotilla que se acercaba. Al poco pudieron apreciar el tamaño de los buques y las enseñas de la flor de Florencia en los mástiles. Las carracas tenían un buen porte y las galeras, un tamaño semejante a las de Vilamarí.

—Hay solo una un poco menor que las nuestras —le comentó Genís a Joan—. Aunque al almirante le puede bastar; creo que habrá combate.

Joan se precipitó a proa y, una vez seguro de que tanto las dos culebrinas como el cañón cargaban bolas de hierro, para disparar a distancia, se cercioró de que los tres falconetes por banda que la nave montaba estuviesen en condiciones y sus servidores, preparados. Después revisó que los arcabuces de los marinos estuvieran también en orden. Mientras, oía cómo Pere Torrent instaba a sus infantes a que preparasen sus ballestas y arcabuces.

Genís le llamó con un gesto y cuando Joan pisó la carroza, Vilamarí les explicó la estrategia. Al librero le parecía una locura; dos carracas grandes con artillería, aunque de menor alcance que la de las galeras, sumadas a las tres galeras enemigas era una ventaja insuperable. Sin embargo, se abstuvo de dar su opinión; no serviría de nada.

Al regresar a proa vio que las naves contrarias seguían aproximándose. El casco de las carracas era muy sólido, recordaba una gran nuez algo extendida; sus bordas eran altas, se elevaban en sus extremos formando un castillo de proa y otro de popa, y carecían de remos, por lo que dependían del viento. Por el contrario, las galeras eran alargadas, tenían poco calado, sus bordas eran bajas, para que los remos llegaran bien al mar, y solo contaban con una vela latina. Las carracas disponían de tres palos, dos verticales con grandes velas cuadradas, los de trinquete y mayor, y uno en proa, el bauprés, que sobresalía del casco formando un ángulo de cuarenta y cinco grados sobre el mar y que tenía una vela latina que daba maniobrabilidad a la nave.

Poco antes de que el enemigo estuviera a tiro, Vilamarí dio orden de izar bandera negra.

—Izo esa enseña porque no creo que le complaciera al papa que la suya ondease en este asunto —le dijo Vilamarí a Miquel Corella.

—Hacéis bien —gruñó el valenciano.

—La bandera de los piratas —murmuró Joan entre dientes. Y siguiendo las instrucciones recibidas en la carroza, ordenó disparar el cañón con una bala que levantó un surtidor de agua a mitad de camino. Era una advertencia.

Aquello no detuvo el avance de la flotilla enemiga, que continuó con las carracas en primer término seguidas de las galeras. A pesar de la agilidad de las galeras y su potencia de remo, cuando las carracas tenían viento a favor podían llevárselas por delante. Esa era la razón por la que la flotilla con bandera de Florencia no detenía su marcha e iba con las carracas al frente. Se abrirían paso embistiendo.

—Con ese viento y ese mar movido, querer capturar una carraca es temerario —oyó Joan que le decía Pere Torrent—. Pero Vilamarí es capaz de lograrlo. Nuestra suerte depende de tu acierto con la artillería.

El librero se mordió los labios. Hacía mucho que no entraba en combate y se notaba tenso y con el corazón acelerado. Maldijo al almirante; no solo le obligaba a pelear en una batalla que no deseaba, sino que ponía sobre sus espaldas la responsabilidad de las vidas de sus compañeros.

Joan calibraba la distancia evaluando el momento de abrir fuego cuando notó que le tocaban en la espalda. Se giró molesto por la interrupción y vio al asistente de Vilamarí con unos bultos.

—El almirante quiere que vistáis esto durante el combate —le dijo.

—Dejadlo aquí —repuso Joan concentrado—. Me lo pondré después.

—Quiere que lo hagáis ahora mismo; antes de empezar. Me ha dado instrucciones precisas.

Disgustado, apartó los paños que cubrían aquellos objetos y se sorprendió al ver varias piezas de una armadura de acero. Nunca había usado una y sabía que eran pesadas, pero aquella, a la vez que resistente, era asombrosamente ligera. Debía de ser muy cara.

—Es una armadura blanca milanesa —le explicó el criado en tono admirado.

No era blanca, sino más bien gris oscuro, aunque Joan sabía a lo que se refería el hombre. Era la protección más moderna y de mayor calidad que existía. Pensó que debía de pertenecer al propio Vilamarí y que quizá le fuera algo grande a él.

Se despojó con rapidez de su coselete, la coraza de cuero reforzada con placas metálicas que le cubría el torso, y con la ayuda del hombre, que le ajustaba las correas de cada una de las piezas, se puso las escarcelas, la gorguera, hombreras y los guardabrazos.

La armadura le protegía el tronco por completo, parte del cuello y la parte superior de las extremidades. Se asombró de lo liviana que era. Le limitaba ligeramente los movimientos, pero poco más que el coselete; resultaba mucho más cómoda de lo que parecía.

—Ahora el casco —dijo el hombre.

—¡Ya basta! —le gritó Joan—. ¡Dejadme hacer mi trabajo! El casco me lo puedo poner solo y ahora tengo frío en la cabeza.

—Pero el almirante…

—¡Iros de una vez!

Joan hizo gesto de tirar de su daga y el criado retrocedió asustado. En realidad quería ponerse el casco cuando dejase de ser el centro de atención. No se había cubierto la cabeza con el pañuelo y si se quitaba el gorro, todo el mundo vería su tonsura.

—El almirante debe de apreciarte mucho —le comentó Miquel Corella, que junto a Niccolò se había acercado a presenciar los disparos.

Ambos se protegían solo con un coselete; el florentino continuaba mareado. El librero hizo un gesto ambiguo; le costaba agradecerle aquello al almirante y la presencia de sus amigos le hacía sentir aún más responsable y tenso. Trató de concentrarse en las naves que se acercaban amenazantes y olvidar el resto. El enemigo estaba ya a tiro y al coger la mecha encendida notó que le temblaba el pulso. Él era, en gran parte, el responsable de la suerte de sus amigos.