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Con las primeras luces del día, la Santa Eulalia se puso en movimiento. Bajo las órdenes de Genís Solsona se soltaron las amarras que la unían al puerto, sonó la corneta del cómitre, los alguaciles empezaron a pasearse por la crujía amenazando con sus látigos a los galeotes, y los remos, primero los de estribor y después, cuando la nave estuvo suficientemente separada del puerto, los de babor tocaron el agua. La embarcación se desplazó con suavidad hasta el centro de la corriente del río, y a boga pausada hizo su camino hasta el mar abierto, donde la esperaban las otras dos galeras de la flotilla. Los oficiales de unas y otras se saludaron en la distancia, desde la Santa Eulalia un marino transmitió con banderines las órdenes del almirante y las naves izaron velas poniendo rumbo noroeste.

Desde la carroza de la Santa Eulalia, donde había pasado la noche junto a los oficiales, Joan contemplaba a los ciento cincuenta y seis hombres que sostenían otros tantos remos, encadenados a veintiséis bancos a cada lado de la galera. Se levantaban para hundir su remo en el mar y dejarse caer después en el asiento con toda la fuerza de su cuerpo, impulsando así su pala y con ello la nave. Los oficiales habían desayunado ya y Joan sabía que los galeotes tardarían aún en tomar la primera de las dos únicas comidas del día: un plato de estofado de habas con un poco de arroz y galleta, un pan recocido duro como la piedra. Joan conocía bien su miseria, la había sufrido en carne propia, y sentía piedad por ellos. Remaban de espaldas a proa, mirando a la carroza, así que podía ver las caras de los que habían sido sus compañeros de infortunio. Se estremeció al reconocer solo a unos pocos. A no ser que se tratara de un buena boya, un remero voluntario, o en el extraño caso de que un reo cumpliese su condena, nadie abandonaba el servicio vivo. Joan supuso que prácticamente todos aquellos a los que había conocido dos años antes estarían muertos.

Después anduvo por la crujía, el pasillo central de la nave, hasta la zona de arrumbada, en la proa; saludó a los marinos artilleros a los que había tenido a su mando y acarició el frío metal del cañón y las culebrinas. Observó satisfecho que todo se encontraba en orden y charló con sus antiguos subordinados, que se alegraron de verle. Estaban ocupados y, para no alterar el servicio, Joan les dijo que regresaría en otro momento.

Las naves navegaban paralelas a la costa, el mar estaba un poco agitado, pero el viento era favorable. Cuando dieron descanso a los remeros para navegar solo a vela, Joan saludó a los cuatro a los que pudo reconocer entre más de ciento cincuenta. Sabía que estaba mal visto que alguien que viajaba en la carroza de la nave hablase con la chusma, pero a él no le importaba. Se detuvo donde Amed, el galeote musulmán que había sido su compañero de banco, e intercambió con él algunas palabras. No tenía mal aspecto, debía de ser un hombre muy resistente, aunque la conversación fue breve, pues el forzado continuaba sin hablar apenas la lengua de sus captores.

—¿Estás aún resentido con el almirante? —le preguntó Miquel Corella en un momento en el que ambos coincidieron en la proa viendo la costa deslizarse a estribor.

—¿Cómo no he de estarlo? —repuso Joan mirando a su amigo con extrañeza—. Vos conocéis mi historia. Ese hombre es el responsable del asalto a mi aldea, de la muerte de mi padre y de la miseria y esclavitud de mi madre y mi hermana.

—Sí; sin embargo, fue él quien te dio la libertad y puso en tus manos la libertad de Anna, haciendo posible vuestro amor.

—Si no hubiera ordenado el asalto a mi aldea, jamás habría necesitado yo de esos favores suyos.

—Mira, Joan, lo de tu aldea fue una acción de guerra, no iba contra ti ni contra tu familia en particular. Solo tuvisteis la desgracia de estar allí.

—No era una acción de guerra, sino de piratería. Estábamos en tiempo de paz y además éramos compatriotas. No hay excusa.

—Escucha. —Miquel Corella mostraba un tono conciliador extraño en él—. Cuando tienes gente que depende de ti, en ocasiones hay que tomar decisiones incómodas. Los soldados que pasan hambre no distinguen entre combatientes y civiles, y a veces ni siquiera entre amigos y enemigos. En la toma de una población por una tropa, las más de las veces es inevitable que los soldados roben y violen a los civiles sin importarles que estos no tengan culpa alguna de los actos de sus señores. Ocurre en todos los ejércitos.

—Fue mi familia y no la vuestra la que sufrió las consecuencias de sus actos, ¿verdad? Si estuvierais en mi lugar, no le disculparíais.

—Piensa que eres quien eres por su causa. Conociste a Anna en Barcelona y hoy es tu esposa gracias a él. Si no fuera por él, hoy serías un pescador que ni siquiera sabría leer.

Y sin decir más, don Michelotto se alejó hacia la crujía, camino de la carroza de la nave, dejándole sumido en sus pensamientos mientras contemplaba cómo la proa se abría paso entre las aguas agitadas de aquel día nuboso.

A Joan le hubiera gustado tener en la galera su libro de aprendiz. Era incompatible con su misión y sin embargo lo necesitaba. Más tarde buscó el librito de plegarias que formaba parte de su disfraz de dominico y no pudo evitar hacer una pequeña anotación en uno de sus márgenes. «Cambió mi vida, pero no fue favor que agradecer.»

El día siguiente amaneció con un cielo encapotado y soplaba un viento a ráfagas que hinchaba las velas de forma inconstante. El mar estaba picado y la galera daba bandazos. Joan se sentía cómodo asentando sus pies sobre cubierta, en la proa, en la base del espolón de la nave, respirando el aire que le libraba, a ratos, del hedor que las fragancias que el perfumista esparcía en la carroza apenas conseguía aliviar. Joan echaba en falta la cháchara de Niccolò. El florentino era mal marino y trataba de soportar su mareo de la mejor forma posible, tumbado sobre la cubierta en la carroza. Los oficiales le contemplaban con una sonrisa condescendiente. Tampoco don Michelotto era buena compañía, pues, agarrado a la borda, intentaba fijar su vista en el horizonte para evitar el mal que castigaba a su compañero de viaje. Antes del mediodía, la flotilla cruzaba el estrecho que separa la península de Monte Argentario de la isla de Giglio, que se destacaba en el horizonte de poniente con un color gris azulado. Joan contemplaba los impresionantes rompientes que se elevaban a estribor sobre el mar cuando oyó a sus espaldas la voz de Genís Solsona.

—Veo que prefieres el duro espolón de proa, la arrumbada y la artillería a la comodidad de la carroza como corresponde a un oficial.

—Así es, mi capitán —repuso Joan volviéndose sonriente—. Y bien sabes que tú no eres la causa de que me aleje de los oficiales.

—Bueno, pues te traigo un mensaje de ese a quien te refieres.

—¿El almirante?

—Sí. Quiere que si entramos en combate, mandes tú la artillería.

—¿Se ha vuelto loco? Hace más de dos años que dejé mi puesto.

—No lo aceptará como excusa. Nos enteramos de tu brillante actuación en Ostia.

—No lo haré.

Genís se echó a reír.

—Sé de tus sentimientos hacia él y también que conoces al almirante casi tanto como yo. Si te resistes, solo conseguirás ponerte en ridículo, porque terminarás haciendo lo que él diga. No importa que alegues que no perteneces a la tripulación. Te humillará. Como capitán, yo mando sobre todos los que viajan en la galera, ya sean tripulación o pasajeros, como tú. Y él manda en mí. Por lo tanto, estás bajo sus órdenes.

Joan meneó la cabeza en un gesto de fastidio, sabía que su amigo tenía razón. No le molestaba tomar el mando de los artilleros; incluso le agradaría entrar en combate. Su disgusto provenía de sentirse de nuevo bajo las órdenes del almirante.

—Además —continuó Genís—, ¿no comprendes que te honra al confiar en ti de esa manera? No sé qué le ocurre en tu caso, Vilamarí no acostumbra a hacer favores. Quizá se sienta en deuda contigo desde el combate en el que arriesgaste tu vida para salvar la suya.

Joan no quería recordar aquel episodio; aún no sabía por qué en aquella batalla, a pesar de desear matarle, terminó ayudando al almirante.

—¿Crees que puede haber combate? —inquirió para cambiar de conversación. Sus confusos sentimientos hacia aquel hombre le incomodaban.

—Sí.

—¿Cómo es posible eso? Si solo hemos visto naves de pesca y mercantes desde que salimos de Ostia… Además, Francia firmó la paz con la Santa Liga. No creo que Florencia tenga fuerza naval que se nos pueda oponer, en especial porque Pisa, su puerto marítimo, se ha declarado independiente, bloquea su salida natural al mar y ambos estados se encuentran en guerra.

—Correcto —repuso, sonriente, Genís—. Entonces sabrás que el papa está con Pisa y nosotros, al servicio del papa.

—Y ¿bien?

—Pues Francia, entre otros, apoya a Florencia. No lo hace con sus galeras, sino animando a los corsarios provenzales y genoveses a trabajar para la ciudad de la flor de lis. La misión que nos ha encomendado el papa, aparte de transportaros a vosotros hasta Pisa, es bloquear el puerto de Livorno, por donde la república de Florencia se ve ahora obligada a salir al mar. Es fácil que encontremos naves enemigas.

No tenía otra opción y aceptó; Genís les dijo a los artilleros que, temporalmente, Joan volvería a ser su jefe y estos, que se habían formado con él, se mostraron conformes. De inmediato, el antiguo artillero se puso a revisar las rutinas de combate con sus hombres y con el permiso del capitán se efectuaron algunos disparos. Joan quedó satisfecho; todo funcionaba igual o mejor que cuando él dejó la nave.

Con las luces de la madrugada del día siguiente, las naves cruzaron un nuevo estrecho.

—A estribor está la península de Piombino —señaló Genís desde la proa hacia un promontorio rocoso con pinares y olivos que acogía un pueblo aún dormido—. Y a babor hemos dejado el islote de Cerboli.

—Hasta aquí debería llegar el patrimonio de San Pedro —afirmó Miquel Corella contemplando el paisaje a estribor.

—¿El patrimonio de San Pedro? —inquirió Genís Solsona.

—Se refiere a las posesiones del Vaticano —le aclaró Joan. Y dirigiéndose a Miquel, añadió—: Al sur se encuentra Siena. ¿También la queréis conquistar?

El valenciano se encogió de hombros sin responder y el librero pensó que su amigo quizá había hablado demasiado. Sin duda, César Borgia tenía grandes planes de conquista.

—Menos mal que aquí termina el patrimonio de San Pedro —intervino Niccolò, que parecía algo recuperado de sus mareos—. Porque lo que sigue ya es tierra florentina. Mi patria.

—Pues daos prisa en libraros de Savonarola —repuso don Michelotto con una sonrisa entre divertida y siniestra—. Habéis perdido Pisa y podéis perder mucho más.

—Vamos, Miquel —contestó Niccolò interpretando sus palabras como una amenaza—. No digáis eso, que estamos en el mismo bando.

Joan percibió en la conversación el temor del florentino, ahora aliado con la Santa Sede, a que las ambiciones de César llegaran a apuntar en un futuro a su patria.

—En todo caso, cruzando el estrecho entramos en el mar de la Toscana —dijo Genís zanjando la conversación—. Los corsarios a sueldo de Florencia navegan por estas aguas. Podemos entablar combate en cualquier momento. —Y mirando a Joan añadió—: Oficial artillero, ten a tu gente lista.

—Estamos preparados, capitán.