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Joan salió de la librería antes del amanecer sin que nadie le viera. Llevaba consigo las llaves atadas a la cintura a modo de cilicio por debajo del hábito y le dejaba a Anna la promesa de que mientras estuviera en Roma trataría de huir por la noche para verla.

Se encontró con el valenciano cerca del puente de Sant'Angelo cuando los campanarios del Vaticano respondían a los de la ciudad con el toque de la hora prima. El sol empezaba a iluminar las torres más altas y Joan vio a un grupo de cinco jinetes que se acercaban al trote en su dirección. Al frente iba don Michelotto, y el librero no tuvo duda alguna de que iba en su búsqueda y de que estaba muy enojado. El capitán de la guardia vaticana detuvo su corcel frente al fraile dominico y ambos se miraron sin decir nada. El jinete tenía en su faz aquella expresión que aterrorizaba a las gentes. Los orificios de su nariz aplastada se abrían como los de un toro listo para embestir.

—Subid —dijo, y le tendió la mano derecha a Joan.

Este la tomó, puso su sandalia sobre la bota de Miquel y dándose impulso montó a horcajadas detrás del valenciano. Sin más ceremonia ni palabras emprendieron el camino, también al trote, hacia el puente. Poco después, la guardia vaticana les franqueaba el paso con todo tipo de saludos militares.

—No creo que comprendas lo que nos jugamos en esto —le recriminó Miquel, furioso, en la pequeña celda de Joan.

Junto a él se encontraba fray Piero Matteo, callado, cariacontecido, mirando al suelo con las manos cruzadas de forma que quedaban ocultas en las mangas del hábito.

—Si los de Savonarola llegan a saber que usas un hábito dominico sin estar ordenado, te quemarán vivo en la hoguera —continuó—. Debes quedarte aquí por la noche, familiarizarte con los rezos nocturnos y prepararte espiritualmente para la prueba. Te dije que nada de mujeres. No he ido esta noche a la librería a por ti para evitar un escándalo que habría perjudicado la misión que César y su padre nos han encomendado. Aunque te aseguro que no me faltaban las ganas; rabiaba por hacerlo.

—¿Mujeres? —repuso Joan notando sus mejillas coloreadas por la indignación—. ¿Qué diablos queréis decir con mujeres? No he ido con mujeres. He estado con mi esposa. Hay muchas posibilidades de que me deje la piel, en la hoguera o no, en esta loca aventura dominica en la que me habéis embarcado. No soy un fraile ni lo quiero ser. Soy un librero que ama su oficio. —Hizo una pausa para tomar aliento antes de continuar—. Le mentisteis a mi esposa diciéndole que si no regresaba a casa, era por mi voluntad; le dolió, y eso no os lo consiento bajo ningún concepto. No podéis imaginar cuánto la quiero, aún no se ha repuesto de su violación y me necesita a su lado. Pasaré las noches con ella o dejaré de ser fraile durante el día. Y si no os gusta, me voy.

—No puedes irte.

—Pues no hay más rezos.

Los dos se miraron furiosos durante un tiempo interminable. Don Michelotto no estaba acostumbrado a que le sostuvieran la mirada, y al fin dijo:

—Te voy a encerrar hasta que cambies de opinión.

—¡Iros al diablo!

El valenciano dio media vuelta soltando un bufido y salió de la celda. Joan se quedó unos instantes de pie y después, ignorando al fraile dominico, se tumbó en el catre.

—¿Queréis que recemos? —dijo este con su suave voz al rato—. Os hará bien.

—Dejadme vos también, fray Piero. Quiero estar solo.

El dominico abandonó la celda murmurando algo que quizá fuera una bendición y Joan se quedó boca abajo en el lecho, rememorando la calidez, la suavidad, la gracia y el amor de su esposa. ¿Por qué tenía que ocurrirle aquello cuando Anna empezaba a recuperarse gracias a su cariño? No tenía su libro, pero se imaginó escribiendo en él: «Maldito destino que nos separa».

Asistió a la comida con fray Piero, escuchó la amena conversación del dominico, que le contaba historias que nada tenían que ver con conventos, y también su recomendación de no tomarse las cosas tan a la tremenda. Sin embargo, se negó a los rezos de la hora sexta y la hora nona. No hizo ademán de salir del recinto, aunque pudo ver que había guardia en la puerta. No le dejarían irse. Se paseaba por el patio observando el edificio; era de dos plantas y se dijo que encontraría el momento oportuno para subir a la superior en busca de ventanas desde donde descolgarse sin ser visto, pues en la planta baja todas tenían rejas.

Faltaba poco para las oraciones de vísperas cuando vio aparecer a Miquel Corella. Aunque se puso en guardia, el adusto gesto que mostraba el valenciano por la mañana había cambiado a tranquilo. Incluso sonrió al verle.

—Ya está todo arreglado —le dijo.

—¿Arreglado? —repuso Joan extrañado.

—Sí, lo he hablado con tu mujer, negociamos y tenemos un acuerdo.

—¿Mi esposa? ¿Qué tiene ella que ver en esto?

—Todo. Si no fuera por ella, tú no te habrías puesto tan estúpido como un gato en celo.

Joan le observó receloso. No conocía aquel recurso del valenciano. Su especialidad era cargar como un toro y ver cómo todos se apartaban a su paso. Pero por lo visto también sabía negociar antes de dar con la cabeza en el muro.

—Ah, ¿sí? Y ¿cuál es el acuerdo?

—Tu esposa, que es más lista que tú, entiende la importancia de nuestra misión. Y la necesidad de que asistas a los rezos nocturnos y te familiarices con el ritmo de dormir dos horas e interrumpir el sueño para rezar y dormir dos más para volver a rezar.

—Me extraña que lo entienda —dijo Joan escéptico.

—Pues lo entiende. Pero también desea tenerte en su lecho por la noche. Así que hemos acordado que pases una noche aquí rezando y otra en la librería, a la que entrarás cuando esté cerrada y nadie te vea, con la ayuda de Niccolò, y saldrás antes de que se abra y sin que tampoco te vea nadie. Los operarios creen que estás de viaje.

—Y ¿yo no cuento? —preguntó Joan fingiendo incomodidad a pesar de que aquella solución le producía un gran alivio—. ¿Qué pasa si no estoy de acuerdo?

—Pues que ya no será mi problema. Será asunto tuyo con tu mujer, que me ha dado su palabra para evitar que te encierre en una mazmorra. Ve y discute con ella. Aunque ya sabes que no es contrincante fácil.

Conociendo los sentimientos de Anna hacia Miquel, Joan imaginaba que el encuentro habría sido mucho más duro de lo que el valenciano habría anticipado. Sin embargo, a Joan le molestaba que el capitán vaticano tratara con ella sin pedirle su opinión. Le complacía el acuerdo, pero quería un pequeño triunfo.

—Aceptaré… —dijo dejando una larga pausa en la que miró desafiante a Miquel—, pero a cambio de algo.

—¿De qué?

—Que esta noche, la primera del acuerdo, la pase con Anna. Y que antes de partir estemos juntos un día y dos noches como despedida.

Miquel arrugó el entrecejo. No le gustaba reabrir un trato que consideraba cerrado.

—Lo de esta noche, de acuerdo —dijo después de pensarlo—. Sin embargo, esa despedida tan larga tendrá un precio.

—¿Cuál?

—Que pongas todo tu esfuerzo y dedicación, mientras estés aquí, para convertirte en un perfecto fraile.

—Prometido.

—Aquí debes ser el fraile perfecto, pero en tu casa compórtate no como gato, sino como león en celo —concluyó el valenciano riéndose.