Se sentía extraño con la capucha calada y andando con aquellas sandalias. No tenía ni una sola moneda y echaba en falta su daga y su espada. Atardecía y las calles de Roma se hacían aún más peligrosas. Se animó diciéndose que quién querría asaltar a un monje mendicante cuya única posesión era un hábito barato y unas sandalias que nadie deseaba, pues solo los frailes vestían de aquel modo. Se dio prisa, no quería llegar tarde, y evitó el Campo de' Fiori yendo por las callejas cercanas al río para no ser reconocido. Que alguien le identificara con aquel aspecto no solo le avergonzaría, sino que revelaría un secreto que don Michelotto deseaba mantener a toda costa. Al poco cruzaba de nuevo el río, esta vez por el puente Sisto, hacia el Trastévere.
Los comerciantes recogían ya sus tenderetes y desde las casas oía el ruido de los cacharros de la cena y voces que le eran muy familiares. Muchos de los habitantes de la zona eran de origen español, judíos y conversos huidos de los reinos de Castilla, Aragón y Portugal, y a los que el papa protegía. Era ya casi de noche cuando llegaba a su destino, una zona donde la gente miraba con extrañeza y prevención su hábito de fraile dominico. A muchos les traía los trágicos recuerdos de la Inquisición española. Se refugió en las sombras de un portal vigilando la entrada de una taberna que en su cartel, iluminado ya con una tea, mostraba una liebre. Inquieto, vio cómo entraban varios hombres, la mayoría cubiertos con máscaras, aunque ninguno se parecía a quien él aguardaba: su amigo Niccolò. Al rato de espera se dijo que ya era tarde, que quizá el florentino no fuese a la taberna aquel día. En ese caso, tendría que hacer noche en las peligrosas calles de la ciudad, sin dinero y sin poder recurrir a familia o amigos, ya que echaría a perder el plan secreto de don Michelotto. Savonarola tenía, con toda seguridad, espías en Roma.
Joan sabía que Niccolò acostumbraba a acudir a la taberna de la Liebre los jueves y se dijo que quizá se le hubiera adelantado y se encontrase ya en el interior. También era posible, aunque improbable, que él no le hubiese reconocido a causa de su máscara. No podía esperar más y se decidió a entrar, consciente de la sorpresa y el escándalo que provocaría. Porque él era un monje y aquella taberna, un burdel.
—¿Sabéis qué lugar es este? —le preguntó un hombretón a la entrada cerrándole el paso.
—Sí, lo sé —respondió Joan, que continuaba cubriéndose con la capucha de su capa.
—No podéis entrar aquí, padre.
—No vengo como cliente, sino que busco a un hombre.
El hombretón rio de forma desagradable.
—¿Sois bujarrón? Pues sabed que aquí solo ofrecemos mujeres. Buscad hombres en otro sitio.
—No soy sodomita —repuso Joan, molesto por los malos modos del individuo—. Solo quiero ver si está aquí quien yo busco.
—Quien esté aquí o deje de estar no os interesa.
—Es muy importante. Dejadme ver si se encuentra aquí. Por favor.
—Si es tan importante, esperad fuera a que salga de madrugada. —El tono del hombre iba haciéndose más agresivo y desdeñoso.
—No puedo esperar.
—¡Largaos! —dijo el tipo propinándole un empujón.
Pareció que el fraile obedecía y, humilde, retrocedía dos pasos, pero de pronto dio una zancada hacia delante e impulsando su cuerpo con toda sus fuerzas, estrelló un puñetazo en la boca de aquel individuo. A pesar de su tamaño, el hombre, pillado por sorpresa, trastabilló y tropezó con una mesa. Joan se abalanzó sobre él para apoderarse de la daga que había visto en su cinto al tiempo que le propinaba un empujón. Soltando maldiciones, el tipo cayó de espaldas llevándose consigo la mesa y las sillas. Una vez dentro, Joan se encontró en una taberna con un mostrador a un lado y mesas iluminadas con candiles. Varias estaban ocupadas solo por mujeres a la espera y otras por parejas que bebían y charlaban.
La gente miraba asombrada a aquel fraile de hábito blanco y capa negra con capucha calada, plantado en medio de la sala principal del prostíbulo, mostrando el brillo de una daga en su mano derecha y con las piernas separadas en posición de combate.
Sabía que no podía perder tiempo; el gigantón le caería encima en unos instantes y trató de reconocer a Niccolò entre las miradas atónitas que le contemplaban. No le vio, y se dijo que quizá estuviera en alguna habitación interior.
—¡Niccolò! —gritó—. ¡Busco a Niccolò Il Machio!
Sin embargo, Joan sabía que Niccolò no solo acudía a aquel lugar para satisfacer su deseo físico, sino que disfrutaba conversando con las mujeres y también con los taberneros y algún que otro parroquiano. Le había explicado a Joan, en confidencia, que era asombroso lo que los hombres llegaban a contar a una prostituta cariñosa y amable, en especial después de un encuentro feliz. Él sabía quiénes eran los clientes habituales de cada una y cuando perseguía alguna información concreta sobre uno de ellos, acostumbraba a persuadir a la chica para que sonsacara a su asiduo.
Pero Joan no tenía tiempo para aquellos pensamientos y, dirigiéndose al pasillo que llevaba a estancias más discretas, volvió a gritar:
—¡Niccolò! ¡Busco a Niccolò Il Machio!
Al girarse vio que el hombre de la puerta iba hacia él con una garrota seguido de otro. De inmediato se hizo con un taburete, lo cogió con la mano izquierda y se cubrió con él plantando cara a los que llegaban. En su derecha tenía la daga lista para herir.
—Maldito fraile —gruñó el hombretón—. Te voy a zurrar el hábito.
—¡Como te acerques, te corto los huevos! —repuso el monje en voz lo suficientemente potente para que se oyera en toda la taberna.
—¡Lárgate de aquí! —dijo el otro, sin hacer gesto de acometerle. El taburete y el brillo de la daga le contenían.
—No me iré sin antes saber si está aquí quien yo busco. —Y volvió a llamar a Niccolò a gritos.
Le siguieron unos instantes de tenso silencio mientras los contrincantes se observaban cautelosos, uno con la garrota levantada y el otro con el taburete y la daga.
—¡Ya voy! —se oyó entonces gritar desde el interior.
Y apareció Niccolò arreglándose la ropa. Joan sintió un gran alivio, pero no por ello dejó de encarar al hombre de la puerta.
—Soy yo —le dijo a su amigo cuando este estuvo a su altura—. Os necesito, Niccolò.
Una sonrisa divertida apareció en la cara del florentino después de observarle. Se interpuso entre los contendientes diciéndoles a los matones:
—Tranquilos, le conozco. Ya nos vamos.
Los otros se relajaron; Niccolò era muy conocido y apreciado en el local.
—Lleváoslo antes de que me condenen por matar a un meapilas —gruñó el bravucón de la entrada.
Al cruzar la sala principal, el florentino se dirigió a la asombrada concurrencia con los brazos en alto:
—No pasa nada. Solo es mi confesor, que, preocupado por la salvación de mi alma inmortal, ha venido a rescatarme de este lugar de vicio.
Salieron entre risas de los asistentes y Joan esperó a estar en la calle para desprenderse de la daga.
—Debéis ayudarme a entrar en casa sin que me vean con este aspecto —le dijo a Niccolò de camino al puente Sisto—. La librería estará ya cerrada, no tengo ni siquiera las llaves y quiero ver a Anna.
—Don Michelotto estuvo por la librería y nos dijo a la signora Anna y a mí que habíais decidido quedaros en el Vaticano haciendo vida monástica con objeto de lograr la preparación adecuada para vuestra misión. Que necesitabais absoluta concentración y que vuestra esposa no os vería hasta el regreso.
—Hijo de… —murmuró Joan con rabia—. Imaginaba algo así. Me tenía secuestrado.
—Deberéis explicárselo bien a la signora. No le agradó vuestra decisión y menos que se lo comunicarais a través de semejante mensajero.
—No fue mi decisión —repuso Joan cortante.
A Niccolò le divertía tanto la situación como el aspecto de su jefe y no se molestaba en ocultarlo.
—A don Michelotto no le va a gustar nada vuestra fuga.
Joan se encogió de hombros.
—¡Que le zurzan!
Tal como esperaba, la librería estaba cerrada; Niccolò tenía llaves de la puerta principal que daba a la Via dei Giubbonari y entraron sin encontrar a nadie. Los habitantes de la casa habían cenado ya y estaban en el lecho. Niccolò se anticipó para evitar encuentros no deseados y, al no topar con nadie, Joan se precipitó escaleras arriba hacia su habitación.
Llamó con los nudillos suavemente a la puerta y no tardó en recibir respuesta:
—¿Quién es?
—Fray Ramón de Mur, del convento de Santa Caterina de Barcelona.
—¿Qué? —Por la voz supo que ella estaba justo detrás de la puerta.
—Dios os bendiga, hermana.
—¡Joan! ¿Sois vos?
—Quizá.
Oyó como su esposa trasteaba en la habitación y al regresar a la puerta le dijo:
—Os reconozco por la voz. Aunque tendréis que decirme algo más si queréis que abra.
—Pater noster qui es in caelis sanctificetur nomen Tuum adveniat regnum Tuum…
—¡Qué bobo sois! —dijo ella descorriendo el pestillo para abrir un resquicio en la puerta. Llevaba un candil en la mano izquierda y una daga en la derecha.
Joan había dejado caer su capucha hacia atrás y mostraba con plenitud su calva, que brillaba a la luz del candil cual luna llena. Ella se llevó la mano con la que sujetaba la daga a la boca para evitar la estridencia de una carcajada y le hizo pasar. Dejó la luz y el arma encima de la mesa mientras él se apresuraba a cerrar con pestillo la puerta y a abrir sus brazos, a los que ella acudió tratando de silenciar en lo posible su risa.
Se abrazaron y Joan creyó morir de dicha sintiendo el calor de su amada, su contacto y sus caricias. ¡La había añorado tanto al pensar que partiría hacia Florencia sin verla! Se amaron; sin embargo, Joan se sintió defraudado al comprobar que, a pesar de su pasión, Anna no lograba vencer aquella resistencia que la atenazaba.
—Lo lamento —se disculpó ella.
Cuando los besos y las caricias cesaron, ella le dijo cuánto necesitaba de su presencia y cariño y él le explicó aquel cambio de personalidad forzado por Miquel y que este había tratado de encarcelarle.
—¡Qué sinvergüenza! —exclamó ella indignada—. A mí me contó algo muy distinto; que os recluíais por el bien de la causa y de forma voluntaria. No me importa que sea un asesino que haga temblar de miedo a Roma entera. Me oirá cuando le vea.
—Dejadme que resuelva yo el asunto. No va con vos, sino conmigo.
—¿Que no va conmigo? —inquirió ella furiosa—. Me engañó e hizo que me enfadara con vos. ¿Quién se ha creído que es? ¡Maldito manipulador!