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—Creen que vuestra obligación es aceptar —dijo Anna, sentada en la cama de la alcoba, cuando Joan terminó su relato—. No consentirán que os neguéis.

—Eso me hizo saber don Michelotto al salir de la reunión. —Joan estaba en su silla, frente a su esposa—. Me lanzó una mirada asesina y me preguntó que cómo me atrevía a decirle a César Borgia que lo iba a pensar.

—Y ¿qué le dijisteis?

—Que era un hombre libre y que estaba en mi derecho.

—Y ¿qué respondió?

—Que lo único que yo debo decidir es si estoy con ellos o en su contra. Que no hay término medio.

—Eso es lo que podéis esperar de ellos, una amenaza —dijo Anna preocupada—. ¿Qué vais a hacer?

—Como les dije, lo voy a pensar.

—Me temo que hay poco que pensar. —Ella hablaba lentamente—. Ya conocéis mi opinión sobre el clan. Son gente peligrosa.

—Aun así, lo pensaré, Anna. Por una parte deseo ir, pero por otra no quiero dejaros cuando aún os recuperáis de lo sucedido.

Ella esbozó una sonrisa tímida.

—Y ¿si me pongo enferma como cuando la guerra contra los Orsini?

Joan comprendió que bromeaba y, apoyándose en el respaldo de su silla, le acarició la cara.

—No serviría —le dijo devolviéndole la sonrisa—. Además, ya visteis lo que aquello nos trajo.

Anna quedó pensativa. Su expresión había vuelto a ensombrecerse.

—Don Michelotto vuelve a utilizaros como hizo en el asesinato de Juan Borgia. ¿Es que no lo veis?

—Pienso tomar mi decisión con libertad.

Ella negó con la cabeza.

—Imposible.

A la mañana siguiente, en el patio del taller, Joan revisaba con Giorgio, el primo de Niccolò, maestro de encuadernación, la calidad del cuero y de las letras estampadas a golpe frío en la cubierta de las tapas de una partida de libros… Se trataba de Secretum secretorum, una obra traducida al italiano de una edición catalana traducida a su vez del latín, y antes posiblemente del árabe o del hebreo. Niccolò la consideraba una de sus lecturas favoritas, pues trataba de los supuestos consejos de Aristóteles a Alejandro el Magno sobre el buen gobierno. Aunque el teólogo franciscano Roger Bacon la había elogiado en su tiempo, la Iglesia seguía mirándola con recelo tanto por su procedencia pagana como por su parte esotérica, en la que trataba sobre las artes adivinatorias del futuro. Por ese motivo, a pesar de la gran demanda del libro, solo se ofrecía a clientes escogidos.

Giorgio era un experto librero exiliado de Florencia que no solo dominaba el latín, sino también el griego. En realidad estaba mejor preparado incluso que Joan para manejar todos los aspectos de una librería, y si se encargaba de la encuadernación, era porque su primo Niccolò no sabía ni encuadernar ni imprimir. Mientras observaba cada detalle del trabajo, Joan vio que Niccolò se asomaba al taller un par de veces; comprendió que esperaba a que terminase y se preguntó el porqué de aquella prisa.

—¿Puedo hablar con vos en privado? —le dijo tan pronto como Joan pisó la librería.

—Sí —repuso este, y le acompañó al salón pequeño.

—Miquel Corella me ha hablado de una misión en Florencia…

—¡Creí que era un asunto confidencial! —exclamó el librero sorprendido.

—Lo es. Pero no para mí. Yo os acompañaré si decidís aceptarla.

—¿Vos? —Era una sorpresa agradable.

—Sí. Y os ruego que aceptéis.

—¿Por qué debería hacerlo, Niccolò?

—Por coherencia con vuestro propio pensamiento. Cuando mi primo y yo os hablamos de Savonarola y su dictadura en Florencia os indignasteis. Dijisteis que por cada libro que el fraile quemara, nosotros imprimiríamos diez, y fuisteis protector de los que luchábamos contra él, empleándonos en vuestra librería.

—Sí, es cierto, y creo que hasta el momento he cumplido con mi palabra.

—Así es. —Niccolò tenía una mirada astuta y una sonrisa parecía a punto de asomar a sus labios—. Por eso no podéis negaros a ayudarnos en el momento decisivo.

—¿El momento decisivo? —repitió Joan irónico. Le divertía la habilidad argumentativa de su amigo.

—Sí que lo es —insistió el florentino—. Nuestra misión marcará el principio del fin de la tiranía teocrática en mi patria. Joan, juntos hemos superado situaciones difíciles. Os ruego que me acompañéis en esta. Lucharemos por la libertad.

—Sois muy elocuente, amigo Niccolò, y os respondo lo mismo que a Miquel Corella. —Joan sonrió—. Lo pensaré.

—No sé si ha sido iniciativa del propio Niccolò o me ha hablado a instancias de Miquel —le contaba Joan a su esposa—. Pero tiene razón nuestro amigo. Todo lo que he hecho hasta el momento, incluso todo lo que soy, me empuja a aceptar.

—Estoy segura de que es don Michelotto quien maneja los hilos —repuso ella—. Parece un soldado, pero es un hábil conspirador. Os conoce bien y hace que los argumentos de unos y otros se sumen. Niccolò es su marioneta. Y va a usaros como lo hizo en el asesinato de Juan Borgia.

—Lamento que lo veáis así.

—Negaos, pues.

Joan se quedó mirándola sin hablar y se dijo que deseaba ir. Negarse era traicionar a sus amigos y a sí mismo.

—No podéis, ¿verdad? —dijo ella ante su silencio.

—No, no puedo. —Joan miraba con intensidad a los ojos de su esposa, como si quisiera penetrar en sus pensamientos—. Sé que os contraría y que me voy a jugar la vida. Quizá la pierda. Sin embargo, quiero partir con vuestro cariño y vuestra sonrisa, sin enojos.

Ella no contestó. Pensaba que nada de lo que le dijese a su marido le haría cambiar de opinión, y decidió resignarse a lo inevitable. Él vio cómo los ojos de Anna empezaban a humedecerse y que le abría los brazos. Acudió a ellos para estrecharla en silencio.

Joan debía afrontar la evidencia y proveer para el futuro de su familia en el caso de que él no regresase. A pesar de los sentimientos de Anna con respecto a los catalani sabía que estos la protegerían a toda costa si enviudaba. Estaba seguro de que Anna, con el apoyo del clan, sería capaz de sacar la librería adelante, aunque era más que conveniente la presencia de otro varón adulto en la familia Serra. Además, si los pronósticos de Innico d'Avalos se cumplían, los florentinos de la librería pronto regresarían a su tierra. Joan se dijo que aquel era el momento oportuno para hablar con Pedro Juglar, el sargento aragonés de la guardia vaticana que llevaba un tiempo cortejando a su hermana María. El aragonés conocía y aceptaba el pasado de la muchacha, y cuando se le invitaba a cenar jugaba con los hijos de esta, Andreu y Martí, que le adoraban.

—Quisiera dejar resuelto el futuro de Pedro y María antes de partir a Florencia —le dijo Joan a su esposa.

—Me parece bien. Pedro solicitó el permiso de María para hablar con vos y pedirla en matrimonio. Estaba esperando el momento oportuno.

—Pues el momento ha llegado —repuso Joan, encantado con la noticia—. He pensado en ofrecerle a Pedro un puesto en el negocio como parte de la dote.

—Es un hombre de armas, y se nota en su estilo —replicó ella—. Sabe latín, pero no el suficiente para atender en la librería.

—Sin embargo, le gustan los libros —continuó Joan—. Ya era habitual de la librería antes de pretender a mi hermana.

—Aquí se conocieron —dijo Anna con una sonrisa que denotaba una gran sintonía con los sentimientos de su cuñada—. Me gusta mucho Pedro. La hará feliz.

—El latín no será problema, puede aprenderlo. Además, debería empezar como aprendiz de encuadernación e imprenta. Le haríamos pronto maestro. Es un hombre espabilado.

—¿Creéis que aceptará?

—Si quiere a mi hermana…

—No —repuso Anna con semblante severo—. No podéis negociar con eso. Vuestra hermana ama a ese hombre y deben casarse aunque él no quiera ser librero. Ni se os ocurra forzarle.

—De acuerdo —aceptó Joan a regañadientes—. Le enviaré recado al Vaticano para que nos veamos hoy mismo. No dispongo de mucho tiempo.

—Amo a vuestra hermana y me gustan los libros. Sin embargo, no me había planteado dejar la carrera militar.

Pedro Juglar era un hombre recio, de porte marcial, contaba con veintisiete años —dos más que Joan—, era casi tan alto como este y más corpulento. Su cara afeitada mostraba la sombra de una barba cerrada, lucía media melena, tenía una mirada inteligente de ojos oscuros y una sonrisa fácil que dejaba ver una dentadura blanca y regular.

—Creemos que seríais un buen librero. Os ruego que lo consideréis.

—Os lo agradezco, Joan —repuso Pedro con un gesto de preocupación—. Lo consideraré, aunque estoy comprometido por dos años con la guardia vaticana, y es un compromiso que debo honrar.

—No os preocupéis por eso. Pienso que si vos lo deseáis, puedo arreglarlo con Miquel Corella. —Joan sonrió—. Será parte de una negociación que tenemos pendiente.

—Quisiera, con independencia de vuestra oferta, fijar una fecha de boda con vuestra hermana —insistió el aragonés.

—De acuerdo. ¿Qué os parece si la decidimos con María y mi madre?

Pedro afirmó con la cabeza. Sonreía ilusionado.