Caía la tarde y Joan huía del Vaticano disfrazado de fraile. Cruzó el puente de Sant'Angelo con la cabeza baja y cubierta con la capucha de su hábito, fingiendo rezar. Temía ser descubierto. Cuando el centinela le preguntó, repuso, como molesto por la interrupción, que era fray Ramón de Mur, del monasterio dominico de Santa Caterina de Barcelona; estaba de visita en Roma e iba a pasar la noche en el convento de su orden en la ciudad, pues no había espacio en el Vaticano. El soldado le hizo una pequeña reverencia y le dejó pasar.
Al pisar la orilla derecha del Tíber, Joan suspiró aliviado. Sin embargo, se apresuró a perderse en las callejas más cercanas al río; sabía que tan pronto como don Michelotto supiese de su fuga reuniría a algunos de sus hombres y saldrían a caballo para darle caza. No se dejaría atrapar.
Se sentía muy extraño con aquel hábito blanco de lana cruda cubierto por una capa y una capucha negras. La tela de la caperuza le molestaba en la parte afeitada de su cabeza recién tonsurada, pero no se atrevía a descubrirse por si alguien le reconocía. Calzaba unas burdas sandalias y completaba su indumento un cordón con el que se ceñía el hábito y un escapulario. Era ya finales de septiembre y Joan se sentía desnudo. No tanto por lo ligero de su vestido, sino porque le faltaban la daga y la espada que siempre le acompañaban. Tampoco tenía moneda alguna y sabía que no podía acudir a su casa.
Resopló dando zancadas con aquellas miserables sandalias a las que no estaba habituado.
«¿Cómo he podido llegar a una situación tan penosa?», se preguntó a sí mismo.
Los distintos sucesos que le habían conducido a aquella extraña realidad se amontonaban confusos en su mente, y sin detener su paso trató de ordenar sus recuerdos.
Le preocupaba su esposa. Desde que Anna supo que no estaba embarazada, empezó, lentamente, a superar las secuelas del terrible episodio con Juan Borgia y su esbirro. Buscaba el cariño, el calor y el contacto de Joan, y este se lo proporcionaba solícito, amoroso. Sin embargo, no deseaba una relación más íntima y la rechazaba cuando Joan la pretendía. El cariño era la medicina recetada por la partera que había atendido a Anna; él gozaba dándoselo y se había propuesto esperar lo que hiciese falta para llegar de forma natural a retomar la pasión. Ella había cambiado, nunca podría ser la de antes, pero cada vez con más frecuencia era una Anna a la que Joan veía feliz, y aquella felicidad le hacía feliz a él.
En contraste con el infortunio vivido, aquellos instantes dichosos eran solo comparables a los experimentados en los primeros tiempos de su matrimonio o a los lejanos recuerdos de su infancia, en su aldea de Llafranc, con el mar azul, el cielo brillante, las olas mansas acariciando la arena y el amor de sus padres y hermanos.
Anna empezó a frecuentar la librería y poco a poco su trato con los clientes y empleados volvió a ser el mismo. Sonreía, reía las gracias, en especial las de Niccolò, que había redoblado sus cortesías con ella, y reanudó sus tertulias de señoras. Sin embargo, conforme recuperaba sus formas y modos habituales, también reapareció su espíritu crítico.
El asunto del asesinato del hijo del papa había quedado en el aire, era un tema prohibido, como también lo era la violación hasta que la propia Anna decidió abordarlo. Un día, al acostarse, en la intimidad de su alcoba le preguntó a Joan cómo había matado al hijo del papa y quién le había ayudado. Joan le contó con detalle lo ocurrido y le dijo que sin la ayuda de Miquel Corella jamás hubiera podido hacer justicia con aquel canalla.
—No fue él quien os ayudó a matarlo —repuso ella—. Fuisteis vos quien le ayudó a él.
—Y ¿qué más da? —preguntó Joan, al que aquella precisión le parecía absurda—. Quería matarlo con mis propias manos y él me ayudó a hacerlo. Ambos nos ayudamos.
Anna pareció conformarse con la respuesta y no dijo más aquel día. Sin embargo, retomó el asunto a la semana siguiente. Joan se inquietó; lo había rumiado demasiado tiempo.
—Ya sé por qué don Michelotto no quiso ayudarnos a pesar de pedírselo tanto —le dijo de nuevo en la soledad de la alcoba.
—¿A qué os referís?
—A mi violación. Don Michelotto no quiso ayudarnos frenando a Juan Borgia.
—No es que no quisiera, no tenía poder para hacerlo.
—¡Sí que lo tenía! —Anna levantó la voz alterada—. ¡Claro que lo tenía! Podía haber hablado con él, o con el papa.
—No podía, me lo aseguró mil veces.
—No quería, Joan, no quiso…
—¿Qué os hace pensar eso?
—Don Michelotto os conoce bien —le explicó ella—. Os conoce desde que le ayudasteis a salir bien parado de las trifulcas en las que el hijo del papa se metía en las tabernas de Barcelona. Sabía que vengaríais mi violación aun a riesgo de vuestra propia vida, que estaríais dispuesto a todo. Conocía bien las intenciones del Borgia con respecto a mí, vos le advertisteis y le pedisteis ayuda, y sabía que Juan usaría la fuerza si no me conseguía de buen grado. Y no hizo nada, quién sabe si incluso le animó. —El librero hizo un gesto de negación. Ella afirmó con la cabeza—. Sí, Joan, sí. Habéis sido el peón de una partida de ajedrez que desconocéis, el peón que da jaque mate. Ha sido un juego de poder, una intriga dentro del clan de los catalani a la que el papa ha sido completamente ajeno y de la que ha sido víctima. Y vos os habéis convertido en la mano ejecutora de don Michelotto, en el sicario del sicario de los Borgia.
Joan contempló a su esposa pensativo. Había furia, rabia contenida en su mirada, y se dijo que para ella la venganza no había concluido con la muerte de Juan Borgia. Los bucles oscuros de su cabellera resaltaban su piel clara, y sus cejas bien dibujadas y sus labios rosados mostraban un fruncimiento extraño en ella.
—Es cierto que lo que para mí era una venganza personal para Miquel Corella fue una jugada bien planeada —repuso él al rato—. Un cambio de poder en el que Miquel ha situado al frente del clan a alguien mucho más capaz al tiempo que ha hecho crecer su poder personal. No se llevaba bien con Juan Borgia. Desconozco si César estaba al tanto del asunto o no, pero él ha sido el beneficiado. Lo que niego rotundamente es que permitiese o incitara vuestra violación. Os repito que no tenía el poder de pararle los pies a Juan. Nuestros intereses han coincidido. Eso es todo.
—Yo no pienso así —insistió ella cortante.
Él se encogió de hombros y abrió las manos en gesto de interrogación.
—No sé qué os puedo decir o qué puedo hacer para convenceros de lo contrario.
—Nada, no podéis hacer nada —dijo ella con determinación—. Además, he estado hablando mucho del asunto con Niccolò, bien sabéis que siempre está enterado de todo. Él también cree que César es responsable de la muerte de su hermano. Juan era el preferido de Alejandro VI, pero César es más listo, más fuerte, más audaz y más ambicioso. Niccolò cree que sueña nada menos que con ser el caudillo que unificará Italia, y que quiere convertirse en su rey con la ayuda del papa. En la hoja de su espada tiene grabada la frase: «O César o nada», y eso os lo dice todo; quiere la gloria imperial. No acosa a las mujeres como su hermano, aunque también en eso es un depredador. Ama el poder y su estilo es tan oscuro como era el de Juan, solo que goza de una fría inteligencia de la que su hermano carecía.
—Pienso que habláis demasiado con Niccolò —repuso Joan arrastrando las palabras.
—¿Cómo no voy a hacerlo? —Anna frunció de nuevo el ceño—. Atendemos juntos la librería. Además es un compañero atento, me hace reír y sabéis cuánto necesito de las risas. Vos deberíais hablar más con él y menos con don Michelotto. Niccolò es amigo de verdad, no como ese valenciano que solo os usa para sus oscuros fines.
—¡Claro que hablo con él! Y bien que conozco su pensamiento sobre el asunto.
—No me gustan los catalani, y los hago a ellos, y no solo a Juan Borgia, responsables de lo que me pasó.
—Os equivocáis, Anna, os equivocáis. ¿Qué me decís, pues, de vuestras amigas, Sancha y Lucrecia? Ellas pertenecen al clan cien por cien. Incluso sois amiga de Giulia la Bella, la amante del papa.
—Ellas son ajenas a todas esas intrigas.
—Pues yo creo que tampoco os convienen. Pertenecen a otra clase social, tienen otras vidas y unos intereses distintos a los nuestros.
—¿Cómo podéis decir eso? ¿Tanto estimáis a don Michelotto que recurrís a esos argumentos para defenderle?
—No podéis tomar esa actitud, Anna. —El tono de Joan era ahora conciliador—. Los catalani nos han protegido siempre.
—Pues estamos en manos de una banda de asesinos y violadores —sentenció ella.