Las esperanzas de Joan en cuanto a una mejora de su esposa gracias a la bendición papal fueron diluyéndose poco a poco. Sin embargo, la conversación con el pontífice había dejado una profunda huella en él. Quizá el embarazo de Anna fuese la expiación al pecado de haber asesinado a Juan Borgia, se decía. Y después pensaba que aquella muerte había sido de justicia y que la suya había sido la mano escogida por la Providencia para dar castigo a los muchos crímenes del hijo del papa. Joan instaba a su esposa a rezar juntos pidiendo la gracia divina tal como le había aconsejado el pontífice, y al principio Anna pareció animarse, hasta el punto de que una mañana incluso bajó a la librería. Pero no volvió a hacerlo. Ni siquiera cuando aparecían las damas que siempre preguntaban por ella, ni tampoco cuando su amiga Sancha, la princesa de Esquilache, a la que parecía haber afectado poco la muerte de su amante, insistía en verla.
A pesar del luto vaticano, aquel mes de agosto estuvo cargado de noticias, y los asiduos que no habían huido de los rigores del calor romano a sus fincas campestres acudían a la librería con mayor frecuencia de la habitual.
—El papa acaba de anunciar el compromiso matrimonial de Lucrecia con Alfonso de Aragón, duque de Bisceglie, hermano de Sancha, princesa de Esquilache —comentó Niccolò con una sonrisa—. Es sobrino del rey de Nápoles y en Roma se dice que es parte del precio que el monarca paga al papa por su coronación.
—Y con ello la alianza entre Nápoles y la Santa Sede se consolida aún más —reflexionó Joan.
—Para disgusto tanto de los reyes de España como de Francia.
Joan se apresuró a contarle la noticia a Anna. Y con ello logró lo que ansiaba: su sonrisa. Anna apreciaba de corazón tanto a Sancha como a Lucrecia, y sabía que la princesa napolitana adoraba a su hermano menor, Alfonso, que era un muchacho apuesto y gentil.
—Sancha será feliz teniéndole cerca —dijo Anna contenta—. Y Lucrecia se merece un marido como ese y no el mastuerzo con el que el papa la casó antes.
—Debéis bajar a verlas a la librería la próxima vez que nos visiten. Son vuestras amigas y se complacerán recibiendo vuestra felicitación.
Anna se encogió de hombros; sabía que debía hacerlo, sin embargo, sentía aquel peso insoportable en su vientre y le faltaban los ánimos incluso para aquello que antes tanto le gustaba; vestirse y arreglarse para aparecer elegante y sonriente en la librería. Miró a su marido, que la observaba ansioso; él sufría por lo mismo aunque se esforzaba en animarla, y ella sabía cuánto le preocupaba a él su desánimo. Lo haría, aunque solo fuera por Joan.
—Sí —dijo al fin forzando una sonrisa—. Lo intentaré.
La solemne coronación del rey de Nápoles en nombre del papa, el 10 de agosto, fue el último acto oficial que presidió César como cardenal. Al poco estaba ya en Roma, donde presentó su renuncia al Sacro Colegio cardenalicio, que admitió su cese. Era bien conocido que César era un hombre de armas, no de altares, y poco después fue nombrado nuevo portaestandarte vaticano.
—Ahora se rumorea que César es el responsable de la muerte de su hermano —le comentó Niccolò a Joan—. Y que fue don Michelotto el ejecutor.
Le observaba con su mirada perspicaz y la sombra de una sonrisa se dibujaba en sus labios. Joan sintió de nuevo el deseo de contárselo todo, pero se contuvo. ¡Le hubiera confortado tanto compartirlo con él y escuchar su opinión y consejo! Sin embargo, no podía confesarle que había sido su mano la que había apuñalado al duque de Gandía. Por su parte, Niccolò, haciendo gala de una exquisita discreción, jamás hacía pregunta alguna sobre lo que veía y oía.
Joan dudaba si aquel crimen había sido iniciativa de don Michelotto, como este le quería hacer creer, o si César Borgia estaba detrás de todo ello. Sentía que había sido un instrumento de una intriga de muy altos vuelos. Le maravillaba que don Michelotto le mantuviera con vida.
—Sin embargo, César no puede heredar el ducado de Gandía, pues Juan tiene hijos en España —dijo para disimular sus pensamientos.
—No han de faltarle títulos nobiliarios, no os preocupéis. Su padre se los conseguirá al igual que obtuvo para él los obispados y cardenalatos.
El pontífice pasaba de momentos en los que se refugiaba en la piedad a otros en los que exigía que se encontrase al asesino de su hijo. Pero, al fin, ninguno de los adversarios políticos de los catalani sufrió la cólera de estos. Tampoco se buscó a ningún infeliz como cabeza de turco para hacerle confesar bajo tortura. El papa se sentía propenso al perdón y quería al verdadero responsable o a nadie. Don Michelotto se resistió a las muchas presiones que exigían venganza y escarmiento público del culpable y, al cabo de los meses, admitió que era incapaz de encontrarle.
Esa actitud, a los ojos de Joan, honraba a aquel singular personaje de extraña moral que se denominaba a sí mismo hijo puta. Y también honraba a un papa descarriado que sentía temor de Dios y anhelaba una vida pura sin ser capaz de llevarla.
—Recordad esto —dijo Niccolò cuando supo que no se había encontrado al culpable—: Esa piedad del papa los perderá. Si los catalani no terminan con sus enemigos ahora que pueden, estos acabarán con ellos. Un gobernante eficaz no debe tener piedad.
Un día, Joan vio aparecer a Anna en la librería con aquel donaire que añoraba en ella.
—Prestadme a mi marido solo unos momentos —le dijo al cliente con el que Joan conversaba. La hermosa sonrisa que le dedicó hizo que el hombre se la devolviera con una reverencia y que a Joan le diese un vuelco el corazón.
—Faltaría más. Le espero con gusto.
Anna cogió a Joan de la mano y se lo llevó a la trastienda.
—¡Me ha venido el periodo! —exclamó feliz—. Con mucho, mucho retraso, pero ¡ha llegado!
—¿Así, sin más? —inquirió él mirándola incrédulo.
Ella afirmó con la cabeza; la dicha no le cabía en el pecho, sonreía al tiempo que notaba que sus ojos se llenaban de lágrimas.
—¿Seguro? —preguntó de nuevo Joan.
—Sí —dijo ella, y vio que los ojos de su esposo se iluminaban.
Él la abrazó y ella se acurrucó contra su pecho. ¡Había sufrido tanta angustia! ¡Tantos pensamientos horribles! ¡Tantos recuerdos espantosos! ¡Se había reprochado tanto su conducta! Ahora sabía que su próximo hijo sería de su esposo y que pronto, aún ignoraba cuándo, la pesadilla sufrida se convertiría en un recuerdo cada vez más lejano.
«Gracias, Señor —anotó Joan en su libro—. Empieza otro tiempo de amor y felicidad.» Y después añadió pensativo: «Quizá, después de todo, la bendición de un papa humano y pecador atraiga también la gracia de Dios».