33

Joan llegó a su casa poco antes del amanecer con las ropas que Miquel Corella le había prestado. Entró discretamente por la puerta de la librería, pues los empleados dormían del lado del patio, y al acostarse notó a su esposa despierta, a pesar de haberla avisado de que se ausentaría parte de la noche.

Habían pasado ya semanas desde la violación, y a Anna aún le era difícil conciliar el sueño, las pesadillas volvían una noche tras otra y notaba algo en su interior que no dejaba de atormentarla. En ocasiones, se reprochaba su actitud inicial con Juan Borgia, y en otras se decía que había hecho lo correcto y que solo quiso ser amable. Era incapaz de ponderar su culpabilidad, se preguntaba si había merecido aquel castigo tan cruel, tan degradante, tan terrible, por algún motivo que no terminaba de comprender. Le habían robado la honra, la dignidad, la habían humillado de una forma indecible, habían abusado física y mentalmente de ella. Querían destruirla como persona y lo habían logrado.

Trataba de ordenar sus pensamientos, afrontar con cordura lo ocurrido, y ni siquiera podía recordar con claridad aquellos momentos de zozobra. Todo se resumía en una angustia que le cortaba la respiración y en aquel olor detestable que mantenía en su recuerdo. Aquella noche fatídica había marcado el comienzo de largos silencios que Anna apenas abandonaba para dirigirse a su hijo o, en menor medida, a María, la hermana de Joan. En ella, que tantos abusos había sufrido en su tiempo de esclavitud, creía encontrar una comprensión que solo la complicidad en una desdicha semejante podía proporcionar. Una comprensión sin palabras, puesto que ni siquiera con ella era capaz de compartir los detalles de lo sucedido.

—¿De dónde venís? —le preguntó a su esposo.

—De matar a Juan Borgia y también a su escudero —susurró él.

Ella quedó en silencio durante un rato y después le dijo:

—No bromeéis con eso.

—No bromeo —repuso él. Aunque comprendió que ella no terminaba de creerle.

—En cualquier caso, me alegro de que estéis de vuelta sano y salvo —dijo antes de darle la espalda en el lecho.

Joan sabía que su mujer continuaba con aquel sentimiento de asco; cuando quiso acariciarla, ella se mantuvo de espaldas aun sin rechazar el contacto. Él no pudo dormir el poco tiempo que faltaba para el alba y se levantó para escribir en su libro: «Querida mía, algún día, Dios quiera que pronto, volveréis a ser la de antes». Y más tarde anotó: «¿Cómo puedo ayudarla? ¿Quién podría ayudarme?».

A la hora de costumbre, Joan bajó a atender la librería mientras Anna continuaba en la cama. Desde la terrible noche de la violación, ella solo abandonaba el lecho para cuidar de Ramón y para lo imprescindible. El librero se preguntaba, angustiado, si su esposa algún día sería capaz de recuperar su brillo y su sonrisa de antaño, y de reinar de nuevo en su librería.

Cuando el duque de Gandía pasaba la noche en Roma no acostumbraba a regresar antes de entrada la mañana, y nadie se inquietó en el Vaticano hasta que aparecieron los caballos sueltos y el escudero gravemente herido. El hombre explicó una confusa historia sobre la orden del duque de esperarle una hora y el ataque sufrido mientras aguardaba. Había perdido mucha sangre y murió sin que se le pudiera interrogar a fondo.

Sin embargo, se mantuvo la esperanza de que el asalto al escudero no tuviese relación con su señor y que este apareciera sano y salvo. Quizá se encontrase, como había ocurrido con anterioridad, en casa de una amante, esperando el momento de salir sin ser visto por el marido.

Por la tarde, Miquel Corella envió a sus agentes a registrar el barrio, incluidas las casas cercanas a la plaza Judaica. Encontraron restos de sangre en un caserón deshabitado; aquello alarmó al papa y las investigaciones se extendieron al Tíber, lugar favorito en Roma para librarse de cadáveres molestos. Se interrogó a los habituales de la ribera y dos leñadores que dormitaban vigilando un cargamento de madera y un barquero que dijo que el frío de la madrugada le había despertado mientras dormía en su bote declararon haber visto cómo tres enmascarados arrojaban al río lo que parecía ser el cuerpo de un caballero. Cuando don Michelotto los reprendió por no denunciar el hecho a las autoridades, ellos se encogieron de hombros diciendo que muchas noches eran testigos de cosas semejantes sin que nadie les preguntara al día siguiente. Miquel los dejó ir sin castigo, pues era bien sabido, ya desde mucho antes del pontificado de Alejandro VI, que lanzar al río muertos incómodos por la noche era una costumbre muy romana.

Esa misma tarde, Joan se sorprendió al ver aparecer a Anna en la librería mientras él comentaba con un par de clientes la noticia de la desaparición del hijo del papa y la muerte de su escudero. Estaba desmejorada, se movía con dificultad y cuando los asiduos se interesaron por ella, dijo que había estado enferma, aunque ya se sentía mejor. Participó brevemente en la conversación y después se despidió cortés, no sin antes mirar a su marido de forma extraña.

Aquella noche, Anna le preguntó a Joan en voz baja cuando ambos estaban en el lecho:

—¿Está muerto de verdad?

—Sí.

—Y ¿le matasteis vos?

—Sí, yo y alguien más.

—Pero ¿cómo pudisteis? —musitó—. Era el hombre más poderoso de Roma.

—Ya sabéis que cometía sus fechorías con pocos cómplices —susurró—. Los cogimos por sorpresa.

—¿Por qué le matasteis?

—Por vos.

—¿Por mí o por vuestro honor?

—Por vos, porque os amo. Y porque eran unos miserables sin moral a los que nadie ponía freno y hubieran destrozado a más inocentes.

Ella no dijo nada y le abrazó, brevemente, por primera vez desde aquella noche fatídica. Él la estrechó entre sus brazos besándola en las mejillas y sintió que ella aceptaba su cariño, pero cuando sus labios buscaron los de ella, su esposa le detuvo.

—No puedo —le dijo.

Todos los pescadores del Tíber, unos trescientos, fueron instados a rastrear las aguas bajo promesa de una recompensa, y al mediodía del día siguiente, el cadáver apareció en las redes de uno de ellos. La riqueza de sus vestidos hizo que se le reconociera de inmediato y enseguida se supo que no se trataba de un robo, puesto que en su bolsa encontraron treinta ducados de oro y lucía una cadena del mismo metal en el cuello. Quienquiera que fuese el asesino quería dejar claro que se trataba de un asunto político o de honor.

El cuerpo fue trasladado al castillo de Sant'Angelo, donde don Michelotto, bajo las órdenes de César Borgia, formó varios destacamentos listos para el combate por si el asesinato era el preludio de un golpe militar. Allí se desnudó el cadáver y después de lavarlo se le vistió para el funeral con el lujoso traje de portaestandarte vaticano. Cuando estuvo listo, una solemne comitiva condujo el féretro hasta la iglesia de Santa Maria del Popolo, donde se expuso el cuerpo para que toda Roma pasara a rendirle un último tributo.

—Anna, acompañadme a Santa Maria del Popolo —le pidió Joan a su esposa, en la alcoba, después de la comida—. Le veréis muerto.

Ella se quedó mirándole con unos ojos muy abiertos que pronto se llenaron de lágrimas.

—No quiero verlo de ninguna forma. Ojalá jamás hubiera existido.

—Eso ya pasó, amor mío —le dijo él tomándole la mano y besándosela—. Está muerto y murió por lo que os hizo. Ahora olvidémosle.

—No podremos —dijo ella temblorosa—. Nunca podremos.

—¿Por qué?

—Porque tengo una falta, desde hace ya tiempo —dijo con un sollozo—. Estoy embarazada.

Joan la miró con espanto al comprender lo que aquello significaba. ¡Cualquiera de los miserables que la habían violado podía ser el padre! Pero se esforzó en recuperarse.

—Será mi hijo, así como vos sois mi esposa —respondió después de unos momentos, tratando de parecer sereno y disimular su tremenda angustia.

—No, no lo será, aunque lo sea. Será un ser marcado por la infamia y la duda.

—Será mi hijo porque vos sois mi esposa, porque nos amamos y porque ellos solo os tomaron una vez, con odio y violencia, y yo os tomé muchas con amor. Será mi hijo, Anna. Lo será.

Le tendió los brazos para que se acurrucara en ellos, pero ella no se movió. Él se acercó a abrazarla.

—Dejadme —le dijo Anna rechazándole con un sollozo—. Estoy sucia.

Se tumbó en la cama boca abajo y se puso a llorar. Joan, sin saber qué hacer, se quedó con la mirada perdida en la penumbra de la habitación, aterrorizado ante la evidencia de que su esposa se consideraría sucia el resto de su vida.

Anna se mantuvo en la misma posición sobre la cama hasta mucho después de que Joan se marchara. Le rechazó, rechazó su contacto, su cariño. Ni siquiera él podía aliviarla, deseaba estar sola. Pobre consuelo representaba la muerte de Juan Borgia. El resultado de aquella violación monstruosa solo podía engendrar un monstruo. Y sentía que la semilla de uno de aquellos miserables había echado raíces en su vientre. Crecía en sus entrañas, en el lugar más íntimo de su cuerpo. Juan Borgia había muerto, pero su recuerdo y las secuelas de su infamia continuaban vivas. ¡Había deseado tanto darle un hijo a Joan! No solo por el amor que le tenía, sino también para agradecerle el cariño con que trataba a Ramón, hijo de su primer marido. ¿Qué le daría ahora? Una duda, el recuerdo permanente del momento más horrible de sus vidas. Aunque el ser que naciera de sus entrañas fuese realmente hijo de Joan, jamás se libraría de aquella mancha que viviría con ellos para siempre.

Joan acudió con Niccolò a la iglesia de Santa Maria del Popolo para rendir, en apariencia, homenaje al cuerpo presente del fallecido. Los uniformes rojos y amarillos de la guardia vaticana lucían crespones, y las antorchas que sostenían se unían a la profusión de velas que iluminaban el templo. El silencio se rompía solo por el arrastrar de pies de la gente que desfilaba frente al féretro y los murmullos ahogados de los guardias que guiaban a una multitud enlutada. El papa se había retirado a sus aposentos; presidían el duelo César, con sus ropajes cardenalicios, y Jofré Borgia. Junto a ellos, su primo el cardenal Juan Borgia Lanzol y otros familiares. En un lugar destacado se encontraba don Michelotto, muy erguido, también de negro y con sus armas al cinto. Su mirada se cruzó con la de Joan y el valenciano apenas hizo un ligero gesto de reconocimiento con la cabeza.

Al llegar al féretro en el que se exponía el cuerpo, Joan se detuvo sin importarle paralizar la cola de gentes que desfilaban dando pésames y haciendo genuflexiones frente al cadáver. Él solo se santiguó, pidiendo perdón al Señor por sus actos. Aunque al contemplar la cara de afilada barba del duque de Gandía, a la vez bella y lobuna, pensó en Anna y el odio creció de nuevo en su pecho. Quizá fuera la simiente de aquel miserable la que ahora vivía y crecía en el vientre de su esposa. La que la haría sentirse sucia toda la vida. ¡Había destruido algo tan bello…! Sintió una rabia que le hizo rechinar los dientes y una pena terrible que le humedeció los ojos. Apretó la empuñadura de la daga que llevaba al cinto, la misma con la que había matado al duque, y se dijo que desearía apuñalarle una y otra vez. No se arrepentía. La muerte no era suficiente para pagar todo el mal que aquel individuo había hecho.

—Vamos —oyó que le decía Niccolò tirando de él—. Estamos interrumpiendo.

La gente murmuraba y empujaba, pero Joan se plantó separando las piernas y se quedó contemplando al muerto. Quería prolongar su triste goce en lo posible. Cuando la presión de la multitud se hizo insoportable lanzó otra mirada a Miquel Corella antes de irse. Él también le miraba con sus oscuros ojos brillando en su cara de nariz aplastada que recordaba a la de un toro.