Sin mediar palabra ni advertencia, don Michelotto descargó un golpe en la cabeza del hombrecillo del antifaz. Cuando estuvo en el suelo le puso una soga al cuello, hizo un torniquete del lado de la nuca ayudándose con el mismo pomo de madera con el que le había golpeado y le estranguló hasta que estuvo seguro de su muerte. Se encontraban en un callejón oscuro de regreso desde el río a la plaza Judaica; el librero llevaba el caballo del duque por las riendas y todo fue tan rápido que al principio se dijo que aquel tipo había tropezado. Joan no pudo comprender lo sucedido hasta que Miquel se levantó mostrando el trozo de cuerda y el antifaz que le había arrancado a su víctima.
—Había que matarlo distinto que a los otros para que no se puedan relacionar las muertes —dijo—. Este fiambre no va a sorprender mucho; era carne de horca y nos habría delatado por dinero. Una rata.
—¿Quién era? —preguntó Joan, intranquilo, mientras reanudaban la marcha hacia la plaza Judaica.
—Un alcahuete, un vendedor de placeres prohibidos. Conseguía contactos al duque con las mujeres casadas de las que este se encaprichaba —explicó Miquel—. Compraba a los criados o los intimidaba para conseguir que traicionasen a sus amos. Y también le proporcionaba distintos vicios. Desde juego y bebidas a drogas, afrodisíacas o no, y todo tipo de sexo. Sexo fáunico, gorgónico, centáurico…
—¿Qué?
—Sí, sexo prohibido inspirado en la mitología, que tan de moda está ahora en Roma…
—¿El duque lo hacía con animales? —Joan estaba escandalizado.
—No necesariamente él, pero tenía a mujeres y hombres que hacían lo que fuese para su solaz. A veces se echaba a suertes…
—No me contéis más, no lo quiero saber. —El librero se estremeció al recordar que el duque y su escudero habían violado a su esposa uno tras otro.
Continuaron su camino mientras Joan sentía el corazón en un puño. Era mucho más que la intensa emoción vivida al apuñalar al Borgia, y de la que aún no se había recuperado; temía seguir de un momento a otro el mismo destino que el hombrecillo del antifaz. Miraba de reojo a don Michelotto temiendo sentir de pronto un golpe y notar aquella cuerda estrujándole la garganta hasta la muerte. Pensó que aún le necesitaba para librarse del cuerpo del alcahuete y que, por lo tanto, le quedaban algunos instantes de vida. No se le escapaba la gravedad que revestía el asesinato del hijo del papa, y que la participación de don Michelotto en este no se debía a que se hubiese apiadado de sus desdichas y hubiera decidido ayudarle por amistad. Aquello solo podía tener dos explicaciones, y la primera de ellas, la traición, no encajaba en absoluto con aquel hombre al que toda Roma llamaba el perro de los Borgia. Su actitud debía de responder a un complot familiar en el que los testigos sobraban. Pensó que lo prudente sería echar a correr a través de las callejas oscuras y salvar su vida. Sin embargo, se dijo que no podría. Había aceptado la ayuda de Miquel Corella a pesar del riesgo que entrañaba, pues su rabia y su deseo de vengar a su esposa eran mayores que su aprecio a la vida. No podía abandonar al valenciano en aquella situación; Miquel siempre le había ayudado, siempre había sido fiel a su palabra. Decidió seguir, pero manteniéndose atento, con la mano cerca de la empuñadura de la daga, aun sabiendo que nunca se podía estar suficientemente alerta con un hombre como don Michelotto.
Cuando llegaron a la plaza Judaica, el cadáver del escudero no estaba donde lo habían dejado y, a pesar de revisar a conciencia tanto la plaza como las bocacalles adyacentes, no lo encontraron.
—¡Se lo han llevado! —dijo Joan.
—No lo creo —repuso don Michelotto molesto—. Lo más probable es que le mataras mal y se haya ido por su propio pie.
—¡Pero si lo apuñalé varias veces!
—Te asombrarías de las cuchilladas que algunos aguantan sin palmarla; además, los hay que se hacen los muertos. No vale con herir, hay que saber dónde hundes la daga.
—Lo lamento.
—Aprende para la próxima vez —le advirtió Miquel—. Por suerte, gracias a las máscaras y a la oscuridad, no nos podrá identificar. Dejemos aquí el caballo suelto y ven a mi casa; cae más cerca que la tuya y tienes que lavarte. ¡Hay que ver cómo te has puesto de sangre! Si te ven así, tu aspecto te delatará. El de matar es un oficio peligroso y hay que hacerlo bien.
Al llegar a la casa de Miquel Corella, Joan se sintió aliviado. Si el valenciano hubiera querido matarle, lo habría hecho en una de las callejas oscuras y no en su propia casa. Entraron por una puerta lateral situada en un callejón sin luz, Joan se lavó y Miquel le prestó ropas limpias en sustitución de las manchadas, que echó al fuego.
—¿Qué va a pasar ahora? —quiso saber el librero cuando terminaron.
—Pues que se producirá un revuelo tremendo al que seguirá una rigurosa investigación hasta encontrar a los culpables. Una vez identificados, se los torturará y se los ejecutará.
Joan se estremeció; conocía muy bien aquel tipo de ejecuciones ejemplarizantes.
—¿Qué posibilidades hay de que nos descubran?
—¿A nosotros?
—Sí.
El capitán de la guardia vaticana rio entre dientes de una forma siniestra.
—Pocas.
Joan calló a la espera de que don Michelotto, que le miraba fijamente aún con la sonrisa en los labios, continuase.
—Pocas. Porque yo seré el encargado de la investigación.
—¿Vos? —exclamó Joan aliviado.
—Con toda probabilidad.
—Pero ¿por qué razón me ayudasteis? Todo el mundo en Roma conoce vuestra fidelidad a los Borgia; os llaman…
—El perro de los Borgia —le cortó.
—Entonces…
—Si crees que soy el perro de los Borgia —volvió a interrumpirle el valenciano mirándole fijamente—, deberías saber que los perros, en especial los agresivos, escogen a un amo entre los miembros de la familia al que respetan, sirven y obedecen por encima de los demás. Y yo escogí a César Borgia.
Joan le observó en silencio, sin terminar de entenderle, mientras se decía que, efectivamente, la cara de don Michelotto, que a veces le recordaba a la de un toro, ahora se le antojaba la de un perro de presa.
—Hay Borgias buenos y Borgias malos —continuó Miquel—. Alfonso de Borgia, que después fue el papa Calixto III, era un Borgia bueno. Muy hábil y además bueno de corazón. Rodrigo de Borgia, nuestro papa actual, es quizá el mejor, a veces demasiado bueno, no creas todas esas calumnias que sus enemigos, impotentes, inventan sobre él. Dicen monstruosidades. En realidad, es un gran hombre de familia, y su gran defecto, que no pecado, es el exceso de amor a su prole.
»El mayor de sus hijos, el anterior duque de Gandía, héroe de la guerra de Granada, fue un buen Borgia, igual que César y Lucrecia. Por el contrario, Jofré, el hermano menor, es un pobre muchachito sin carácter. Pienso que el papa cree que no es hijo suyo; cuando nació, su relación con Vannozza ya estaba en declive y debe de sospechar que ella le engañó con el blandengue de su marido. Así ha salido el chico. Sin embargo, Alejandro VI lo ha tratado siempre como a un hijo y le casó con una princesa.
—Sí, Sancha de Aragón, princesa de Esquilache —murmuró Joan.
—El peor de todos era Juan —continuó el valenciano sin hacer caso al comentario del librero—. Su padre, cegado de amor, no se enteraba y le fue dando poder y más poder, títulos y más títulos. Ya vi en Barcelona que era un alocado engreído, aunque eso no me preocupó, porque se quedaba en Gandía. Pero cuando su padre le reclamó para hacerle portaestandarte papal pensé que acabaría arruinando el Vaticano y a la familia. Era valiente, pero demostró, como yo suponía, ser un mal general en la batalla contra los Orsini. Después, como también sospechaba, resultó ser un mal político, incapaz de mostrarse lúcido y elocuente frente al cardenal Sforza; por esa razón tuve que matar a ese desgraciado listillo del secretario. Sin embargo, lo peor era que se había convertido en un rufián con más pene que sesos. Quería poseer a todas las mujeres hermosas de Roma, sin importarle a quién pertenecieran, y eso nos creaba continuos enemigos. El colmo fue su descaro haciendo pública su relación con la mujer de su hermano, y después su atrevimiento al violar a la tuya. Eso no se le hace a un compañero de armas. No se le hace a alguien de nuestro clan, a un catalano, al que algún día le darás la espalda cuando te enfrentes a tus enemigos. De haberte matado después de violar a tu mujer, hubiera demostrado al menos algo de sensatez, pero ni de eso fue capaz. Buscaba su placer en tu humillación, te quería vivo, deshonrado y sufriendo. ¡Qué estúpido!
Don Michelotto calló y sostuvo la mirada de Joan.
—Ahora César Borgia heredará todo ese poder, ¿verdad?
—Eso espero. Es hábil, fuerte y valiente. Pienso que su padre sabía que era el mejor de sus hijos y siendo el segundo de los hermanos lo destinó al sacerdocio. Supongo que lo quería hacer su sucesor en el papado. Sin embargo, el chico ha nacido para ser un gran general y estadista, no tiene vocación religiosa; le gustan demasiado las mujeres.
—¿Conoce él lo ocurrido esta noche?
El rostro de Miquel cambió súbitamente. Su expresión se tornó feroz; daba miedo.
—¿Qué pasa? —repuso enseñándole los dientes—. ¿Es que no crees capaz a un hijo de puta como yo de cambiar por sí solo el destino del mundo?
Joan comprendió que acababa de hacer la pregunta equivocada. El perro defendería a su amo a toda costa.