Sancha de Aragón apreciaba y admiraba a su suegra, la condesa Vannozza dei Cattanei, la que había sido por muchos años la amante del papa cuando aún era el cardenal Rodrigo de Borgia, y acudió encantada a la cena que esta ofrecía a sus hijos. Celebraban la partida de Juan y César Borgia hacia Nápoles para investir al tío de Sancha como nuevo rey, en nombre del papa.
A pesar de los rumores que corrían en Roma sobre las relaciones de Sancha con los tres hijos de Vannozza, esta, con gran estilo, no se daba por enterada y trataba a Sancha con cariño. Quizá fuera, se decía la princesa, porque su suegra, con cincuenta y cinco esplendorosos años, también había vivido su vida con intensidad. Le había dado cuatro hijos al papa Alejandro, y antes había sido amante del cardenal Della Rovere, enemigo acérrimo del pontífice cuyo odio hacia el papa quizá tuviera su origen en que Vannozza le abandonó por este. Por otra parte, la condesa, a pesar de sus amoríos con distintos cardenales, siempre estuvo casada, y su cuarto marido, un hombre bien parecido, afable y sonriente, varios años más joven que ella, la acompañaría en la cena.
Aquella prometía ser una larga y placentera tarde de finales de primavera, y Vannozza había decidido cenar en el jardín del palacio, desde donde se divisaba, a través de los parterres de rosales floridos, el extenso viñedo de su propiedad.
La gran mesa estaba cubierta por manteles de encaje de buen lino de Flandes y decorada con guirnaldas de flores. Tenía vajilla y copas venecianas, cubertería de oro y candelabros de plata que serían encendidos una vez que los comensales disfrutaran de la puesta de sol.
Sancha observó complacida a Vannozza, que estaba resplandeciente con su elaborado moño de bucles rubios, y se dijo que ni siquiera aparentaba los cincuenta años. Para ella, era un modelo. A Sancha la acompañarían su cuñada Lucrecia Borgia y su amiga Julia Farnesio, amante actual del pontífice. La princesa era consciente de que en Roma las llamaban las tres hembras del Vaticano.
Completaban la mesa dos cardenales, Juan Borgia Lanzol, primo de los hijos de Vannozza, y Alejandro de Farnesio, al que en Roma llamaban el cardenal «de las faldas» porque había recibido el capelo cardenalicio, sin ser ni siquiera sacerdote, gracias a las relaciones íntimas de su hermana Giulia la Bella con el papa.
Cuando llegó el último de los invitados, los músicos empezaron a tocar, Vannozza asignó a cada uno su lugar en la mesa y los criados trajeron jofainas de plata dorada con agua de rosas para que los asistentes se lavasen las manos, y copas de jengibre verde para acompañar las salsas. Después llegaron las fuentes de plata con perdices y dorados faisanes, y mientras unos criados se apresuraban a trinchar las aves, otros acercaban a los invitados unos barcos con velas desplegadas, también de plata labrada, que contenían las salsas, sal y especias. El vino era de la propiedad de Vannozza, y en un momento dado, esta levantó la copa reclamando un brindis circular entre sus hijos.
—Este brindis es en honor de mi hijo Juan, que con veintiún años es ya duque de Gandía, capitán general de los ejércitos del Vaticano y hombre agraciado cuyo brío de toro es comidilla y admiración de las más bellas damas romanas. —Esperó a que terminaran las risitas que había producido su comentario—. En un par de días saldrá hacia Nápoles, donde el rey Federico le concederá los títulos de duque de Benevento, Pontecorvo y Terracina.
—¡Y sus sustanciosas rentas! —añadió el cardenal Farnesio provocando nuevas risas.
Una vez que hubieron bebido, se levantó Juan Borgia, que según su costumbre vestía en seda negra, su jubón dejaba ver una camisa blanca con encajes y sobre el pecho lucía un collar de oro. Llevaba los guantes y la espada en el cinto y cubría su cabeza con un gran gorro también de seda negra con un medallón de oro. Su rostro lobuno mostraba una afilada barba y una sonrisa suficiente. Levantó su copa y su brindis, como correspondía, lo dedicó a César.
—Por mi hermano César, cardenal de Valencia, que en nombre de nuestro querido padre va a investir al nuevo rey de Nápoles. César hace el trabajo y el rey me concede a mí los ducados. —Hubo más risas—. Querido hermano —dijo mirando a César—, con mis nuevos ingresos os regalaré un buen caballo para que no tengáis que montar más en mula.
Algunos rieron; era costumbre que los cardenales montaran mulas y no caballos. César ni siquiera sonrió, y después de una ligera mueca se quedó mirando serio a su hermano mientras este celebraba su gracia con Sancha, que acostumbraba a reírle los chistes. Sin embargo, la princesa solo sonrió con discreción, pues aunque Juan era su amante actual, César lo había sido antes, sabía que las relaciones entre los hermanos eran tensas y no quería tomar partido.
Cuando César se levantó para brindar se mantuvo serio y en silencio unos momentos contemplando a los asistentes con su copa levantada. Vestía de negro y se tocaba con el capelo cardenalicio rojo. Lucía una barba más recortada que la de su hermano y Sancha pensó que su aspecto era viril, de fuerza contenida. Una fuerza mayor que la de Juan. Se le notaba seguro y sus ojos mostraban audacia e inteligencia. Al fin, cuando posó su mirada en Lucrecia, sus labios dibujaron una sonrisa tierna y dijo:
—Mi brindis va por mi hermana Lucrecia, que junto a Sancha y Julia es una de las tres mujeres más bellas de Italia. —Hizo una pausa para que los concurrentes aplaudieran su elogio—. Con la anulación de vuestro matrimonio recobráis la libertad y estoy seguro de que nuestro padre os encontrará un nuevo marido que os haga tan feliz como merecéis. ¡Brindo por vuestra felicidad!
Todos corearon sus deseos.
—Y seguro que será también una buena alianza política y un buen negocio para el papado —le susurró el cardenal Farnesio a su colega.
Lucrecia se levantó elevando su copa y se hizo el silencio. A sus diecisiete años mostraba una belleza serena con un rostro de nariz recta, ojos azules, mejillas sonrosadas y labios carnosos. Iba peinada con unos bucles rubios a la moda y una capa roja cubría un vestido blanco de sedas y vaporosas gasas.
—Dedico mi brindis a mi queridísimo hermano Jofré, príncipe de Esquilache —dijo con una sonrisa tan segura como llena de gracia—, que a sus dieciséis años deja de ser ya el dulce muchacho al que tanto he amado para convertirse en el hombre fuerte al que siempre querré.
Los invitados entrechocaron sus copas y al rato se levantó Jofré. Su rostro aún no mostraba barba, lucía un jubón granate y sus formas eran inseguras.
—Brindo por Vannozza dei Cattanei, nuestra madre —dijo con voz débil—. Por lo mucho que todos la queremos.
Y se sentó apresurado una vez que los invitados brindaron, sintiendo en él la mirada burlona de su fogosa esposa Sancha. El círculo de los brindis de familia se había cerrado.
Continuaron con varios platos de pasteles de carne y verduras, y la cena terminó con «el manjar blanco», llamado así por consistir en dulces elaborados a base de huevos, leche y azúcar. A estos los siguieron los vinos dulces y confites.
El ocaso estaba cercano y fue entonces cuando Sancha invitó a sus amigas Lucrecia y Julia a que la acompañaran. Llevaba días preparando la representación. Con una música suave de fondo recitó unos versos de su composición que presentaban la danza de las Gracias celebrando la primavera. Sancha instruyó a los músicos y cuando las jóvenes se despojaron de sus capas rojas, quedaron a la vista sus ligeros vestidos de vaporosas sedas y gasas que no dejaban ver por entero sus cuerpos desnudos, pero que insinuaban, semitransparentes, las formas femeninas. Para deleite de los presentes, que aplaudieron con entusiasmo, las tres danzaron en honor a la fuerza vital del solsticio al estilo de las Gracias de Sandro Botticelli en su cuadro La primavera, según una copia llegada a Roma.
Al poco de concluir la danza, los invitados presenciaron la puesta de sol y la tertulia continuó a la luz de las velas, con el calor de la música, los exquisitos vinos y la fragancia de la rosaleda. Sancha gozó de la charla, se sentía feliz y agradeció a su suegra con un beso y un fuerte abrazo aquella velada tan agradable.
Jofré y las mujeres se quedaron a dormir en el palacio y el resto de los invitados abandonaron la fiesta ya bien entrada la noche. Juan y César Borgia salieron juntos, los primeros. César montó en su mula, que conducía un palafrenero con un farol, y Juan, en su caballo. Sancha se despidió cariñosa de los invitados y cuando besó a su cuñado y amante Juan, ignoraba que aquel sería el último beso que le daría.
Al duque de Gandía le esperaban su escudero y un extraño personaje al que le dio la mano para ayudarle a montar a la grupa de su corcel. Aquel hombrecillo misterioso había sido visto con frecuencia en los últimos días acompañando a Juan Borgia, pero su identidad era desconocida porque siempre ocultaba su faz tras una máscara negra.