29

Dieron un portazo al salir y Joan se quedó solo en aquella lúgubre estancia, atado a la silla, oyendo el llanto cansado e intermitente de Ramón tras la puerta mientras se preguntaba por su amada lleno de angustia.

—¡Anna! —gritó.

Escuchó con atención sin oír siquiera un murmullo y a su zozobra se unió un temor terrible. ¿Estaría malherida, quizá muerta? Se debatió como un loco con sus ataduras, balanceando peligrosamente la silla al tiempo que musitaba unas oraciones. Pero le habían atado a conciencia y solo logró que las cuerdas se hundieran más en su carne.

—¡Anna! —aulló desgarrado.

Las llamas de los dos candiles de la mesa oscilaron, quizá por una tenue corriente de aire o por el propio aliento desesperado del librero, y las sombras de las columnas jónicas, algunas libres y otras emparedadas entre los muros de la casa, se movieron de forma siniestra. Joan comprendió entonces que aquel lugar había sido un templo romano cuyos restos se habían aprovechado para construir una casa; aún conservaba algún mueble, pero sin duda estaba abandonada. La idea de un templo le inspiró un nuevo temor al recordar la máscara solar de Juan Borgia y el toro del escudo de su familia. Mitra, pensó. ¡Un templo al dios Mitra! Había leído sobre aquella religión mística masculina y guerrera que en su momento rivalizó en la antigua Roma con el cristianismo. Se organizaba en sociedades secretas de varones, adoraban al sol y su dios se representaba matando a un toro. ¡Igual que los espectáculos taurinos que los Borgia ofrecían a los romanos! Joan había oído rumores de que en la Roma moderna, donde lo antiguo renacía de forma turbulenta, existían varias sociedades secretas paganas. Nada más apropiado para Juan Borgia y su máscara solar. ¿Habrían sacrificado a Anna conforme a un rito a Mitra? Trató de rechazar aquellos pensamientos diciéndose que serían puras estupideces de su mente extraviada. La angustia hacía que las ideas más absurdas le asaltaran una tras otra.

Él tenía la culpa de lo ocurrido por su desatinado sentido de la libertad y la dignidad. Si no se hubiera mostrado desdeñoso con aquel chico fatuo y arrogante cuando lo conoció en Barcelona… Si hubiera agachado la cabeza cuando el Borgia se pavoneaba en su librería… Si hubiera acudido de inmediato cuando le reclamó para combatir contra los Orsini…

Se había mostrado muy digno, había querido comportarse como un hombre libre, pero cuando el Borgia descargó contra él su poder, condujo sumiso a su esposa cual oveja al matadero, a los brazos de aquel miserable. Se mordió los labios con rabia. Él tenía la culpa.

—¡Anna! —gritó de nuevo.

Solo recibió respuesta en el llanto entrecortado de Ramón, que callaba por momentos, quizá para caer en un breve sueño de agotamiento. Joan rezó suplicando que estuviera viva y se dijo que si Dios le concedía tal don, dedicaría su vida a cuidarla, a que se recuperase del infierno que había vivido. Ya no le importaba su humillación, ni la de ella, la rabia se iba para dejar solo el temor a perderla. Renunciaría a la venganza, agacharía la cabeza frente a aquel joven tiránico y soberbio que era el inmerecido capitán general de los ejércitos del papa. ¡Pero que ella viviera! Al poco, uno de los candiles parpadeó antes de apagarse. Se había agotado el aceite. Joan se dijo que en breve, cuando ocurriera lo mismo con la otra lámpara, la oscuridad se sumaría a su angustia. Sentía un nudo en la garganta y contenía en su pecho un llanto que quería estallar. De rabia, de impotencia, de humillación, de ansiedad, de culpa y de una pena inmensa.

Todo era confuso para Anna. Quería abrir los ojos, pero sentía miedo. Temía que su tormento no hubiera terminado aún y que otro de aquellos bastardos esperara para caer sobre ella y poseerla. Un silencio prolongado le dio al fin la respuesta. «Sigo viva», pensó, pero un tremendo dolor extinguió su pensamiento. Todavía no había espacio en ella para la rabia, solo dolor, mucho dolor. Las imágenes llegaban a su mente deshilvanadas: deseos de vivir, también de morir, y dolor en su cuerpo y en su alma. Y aquel olor nauseabundo que lo impregnaba todo. Pasó un tiempo, no supo cuánto, y se echó a llorar. No deseaba otra cosa que llorar y hacerse toda ella lágrimas y desaparecer. Pero no ocurrió, y poco a poco, a través de sus ojos nublados, vio aquella habitación cuyo olor jamás olvidaría. Vio sus paredes desconchadas y aquel ventanuco al que había estado mirando para no ver a sus violadores y por el que había soñado que escapaba volando. De nuevo aquel tufo. Sentía asco y estaba a punto de vomitar.

Se preguntó qué había pasado. Lo sabía, pero necesitaba repetirse: «Anna, te han violado. Esos hijos de puta te han violado». Y en aquel momento llegaron la rabia y más ganas de llorar. Estaba cansada, muy cansada, y se acurrucó en el suelo en posición fetal. Quería dormir y olvidar. Entonces oyó, quizá por segunda o tercera vez, la voz de Joan que la llamaba, y la realidad acudió a ella sobresaltándola. «¡Mi hijo! ¡No le oigo! ¿Estará vivo?» Sin embargo, apenas era capaz de moverse, y se concentró intentando recuperar sus fuerzas. Oyó a Joan de nuevo, su voz resonaba en su cabeza y cuando al final logró incorporarse del suelo notó una especie de líquido que se escurría entre sus piernas; despedía también aquel olor inmundo. Hizo un esfuerzo para andar y al fin alcanzó la puerta.

Joan vio cómo la llama del segundo candil disminuía antes de apagarse junto a su esperanza, pero al fin percibió un leve ruido que provenía de detrás de la puerta entreabierta que tenía al frente y a su izquierda. Llamó de nuevo a su esposa y al escuchar otro ruido su corazón se aceleró ansioso. Al rato, aquella puerta dejó paso a una sombra en la que reconoció a su mujer, que se apoyaba trabajosamente en la jamba. Estaba despeinada y su aspecto, siempre pulcro, era ahora desordenado.

—¡Anna! ¿Estáis bien? —inquirió Joan sintiendo un alivio inmenso. Ella no respondió y él comprendió lo estúpida que había sido su pregunta—. Id primero a por Ramón —le dijo para animarla.

Ella lo hizo arrastrando los pies, como alelada, y al entrar en la otra habitación tuvo que buscar en la oscuridad. Al fin encontró al niño dormido en el suelo y después de recogerle con suavidad lo llevó torpemente junto a Joan. A continuación, sin proferir palabra, empezó a desatar sus ligaduras mientras él le hablaba, diciéndole que se recuperaría pronto, que la amaba con locura y que haría todo lo posible y lo imposible para que se sintiese bien de nuevo, para verla sonreír otra vez, y que volverían a ser felices los tres. Muy felices.

Anna sentía náuseas. Se notaba sangrar y aquel horrible olor la perseguía. Se esforzó en desatar los nudos, pero sus dedos estaban torpes. Por fin, cuando lo logró, Joan la abrazó y ella se acurrucó contra él. Él quiso depositar un beso en sus labios y, aunque se sentía muy débil, ella lo apartó con toda la energía que consiguió reunir. Aún notaba aquel olor, aquel asco. Entonces él la besó en la frente, todo se oscureció para ella y se desvaneció en sus brazos.

Joan esperó paciente a que se recuperase acariciándole la mejilla con suavidad, y cuando lo hizo, tomó al niño en brazos y a ella por la mano y anduvo hasta la puerta de salida, que habían dejado solo ajustada. El caballo y la mula los esperaban atados a un arbusto. Anna tuvo dificultades para montar, aunque su silla, preparada para sentarse de lado, le permitía una relativa comodidad. Joan montó a Ramón delante de él, a la jineta, tomó las riendas de la mula y, a paso lento, se dirigió hacia la librería.

En el extremo de la calle, a cierta distancia, donde apenas llegaba la luz de las antorchas, Joan distinguió a Miquel Corella montado en su caballo. Preocupado por Anna, ignoró al valenciano, quien tampoco hizo ademán de acercarse. En la puerta de la casa, llamó a su madre y a su hermana, y estas, a la partera, mientras Anna insistía en bañarse porque estaba sucia. Los aprendices sacaron agua del pozo del patio y las criadas la calentaron en la cocina, donde instalaron un barreño. La partera trajo ungüentos y medicinas, hizo salir a Joan de la estancia, inspeccionó a Anna a conciencia y la ayudó después en el baño. Al terminar, la curó, dejándola acostada en la cama.

—Le han hecho una salvajada —le dijo a Joan.

—¿Tardará mucho en sanar?

—Semanas, quizá pasen meses —contestó ella, y tocándose la sien con el dedo índice añadió—: Pero eso solo es el cuerpo.

—¿El cuerpo? —inquirió Joan.

—Sí, el cuerpo. Porque sus peores heridas se encuentran en sus sesos, o en el alma si preferís. Esas tardarán más en curar.

—Y ¿cuánto tarda en curarse el alma?

La mujer se encogió de hombros.

—No lo sé. Depende de cuán profunda sea la herida y de la medicina.

—¿Medicina?

—Sí. Amor.

—Lo tendrá todo —afirmó Joan tajante.

Al acostarse abrazó a su esposa y ella se acurrucó contra él sin hablar. No respondió a ninguna de las frases de consuelo que él le dedicaba y ambos se quedaron en silencio. Joan no podía hacer otra cosa que darle cariño. Lo haría con toda su alma.

Con Anna entre sus brazos, Joan recordó la presencia de Miquel Corella en las inmediaciones de su casa. El librero comprendió que sentía en su corazón un odio profundo a todo lo relacionado con los Borgia, incluido Miquel. No volvería a hablarle.

Sin embargo, fue don Michelotto quien lo hizo. Al día siguiente se presentó temprano en la librería, atendida por Niccolò, Joan y un aprendiz. Al verle, Joan le dio la espalda para no saludarle, pero Miquel Corella le tomó del brazo y le empujó hacia el salón pequeño mientras le decía:

—Quiero hablar contigo. —Volviéndose a Niccolò, que los observaba, le ordenó—: Pedidle a una criada que nos traiga una botella de vino y un par de vasos. Por favor.

Niccolò se quedó mirándolo unos instantes con sus perspicaces ojillos negros sin responder ni moverse. No estaba acostumbrado a semejantes órdenes. Sin embargo, decidió obedecer porque Miquel Corella les había protegido a él, a su primo y a la colonia de refugiados florentinos desde su llegada a Roma. Sin que Joan le hubiera confiado su angustia a raíz del secuestro de Ramón, había sido testigo de las idas y venidas en la casa, y se había formado una idea bastante aproximada de lo ocurrido. Lo lamentaba mucho y se dijo que no era momento de mostrarse rebelde.

—No bebo vino tan pronto —objetó el librero.

—Pues hoy lo harás. ¿Cómo está ella? —preguntó sentándose frente a Joan.

—Mal, muy mal.

Cuando la criada apareció con el vino y los vasos, don Michelotto le dijo que no dejase entrar a nadie en el salón; después se dirigió a Joan:

—Cuéntamelo todo. Quizá te parezca duro, pero por muy duro que sea, te aseguro que yo he visto cosas mucho peores.

Joan dudó, aunque al comprender que necesitaba deshacer el nudo que tenía en el corazón, empezó a relatar lo ocurrido. Primero hablaba vacilante, después, acelerado, y al llegar al momento en el que se llevaron a Anna, rompió en lágrimas. Miquel se mantuvo en silencio escuchando atentamente sin interrumpir, afirmando a veces solo con la cabeza para manifestar su comprensión, y cuando el relato terminó, le preguntó:

—Y ahora ¿qué vas a hacer?

Joan se encogió de hombros con los ojos aún llorosos. Miquel le observó unos instantes e incorporándose ligeramente en su silla para colocar las manos en los hombros de su amigo, le sacudió con rudeza.

—¡¿Qué vas a hacer?! —le gritó; la mirada del valenciano echaba chispas.

El catalán se sintió como un tarro al que agitaran, y en su interior se removió la bilis más amarga, todos sus propósitos de dedicar su vida solo al amor se esfumaron en un momento y escupió más que dijo:

—¡Le voy a matar!

—¿Qué has dicho?

—Que le mataré. —Su llanto se había convertido en una cólera fría—. Le mataré tarde o temprano por mucho que vos queráis impedirlo.

—¿Impedirlo? —repitió Miquel—. ¿Cómo sabes que quiero impedirlo?

—Porque don Michelotto es el perro de los Borgia. A eso habéis venido, ¿verdad? A sonsacarme para saber si puedo ser un peligro para el hijo de vuestro amo. ¿No es cierto? Y ahora que lo sabéis, ¿qué vais a hacer? ¿Me mataréis como hicisteis con el desgraciado secretario del cardenal Sforza?

—Lo lamento, Joan, porque te aprecio, pero esa es mi obligación.

El librero miró fijamente al capitán vaticano y puso la mano sobre la empuñadura de su daga. No se dejaría sorprender, vendería cara su vida.