28

Al caer la tarde, Joan, a caballo, y Anna, en una mula, llegaron frente a la posada. Él descendió de su montura para sujetar las bridas de los animales y ella, que se cubría con una capa y una capucha, esperó montada. Apenas habían hablado en toda la tarde y se quedaron en silencio viendo cómo las antorchas que señalaban las puertas de las posadas se encendían y el bullicio de la plaza se iba reduciendo conforme recogían los restos del mercado. La espera se hacía insufrible.

—¿Creéis que vendrán? —musitó ella al rato.

—Pienso que sí. Juan Borgia no renunciará a gozar de su victoria.

—¿Estará bien Ramón?

—En eso confío.

Y se sumieron de nuevo en aquel silencio angustioso. Desde la visita del escudero, Joan no había dejado de pensar en distintos planes, a cuál más descabellado, para sorprender al Borgia y rescatar a Ramón. Ninguno le ofrecía garantías de que el pequeño no terminara degollado a manos del Borgia o de su escudero. No se le ocurría nada que no arriesgase la vida del niño, al que había jurado proteger, o incluso la de Anna, y aun así se sentía un miserable mientras esperaba allí, sumiso, la humillación de su esposa.

Anna sentía una terrible opresión en el pecho, sufría por su hijo al tiempo que se censuraba. Todo aquello había ocurrido por su culpa. Los caballeros la requebraban y su amiga Sancha, la princesa de Esquilache, le había dicho que usara sus gracias para postrarlos a sus pies. Se había creído la mujer más hermosa y con mayor estilo de Roma; incluso había llegado a pensar, por un momento, que la librería era poco para ella y que merecía un lugar más alto. ¡Qué estúpida vanidad! Creía que los cumplidos recibidos después de recitar poemas en las reuniones de las señoras nobles la convertían en una de ellas. Había tardado en pararle los pies al duque de Gandía; pensó que el hombre más poderoso de Roma sería un caballero y jugó con él a ser una gran dama. Pero aquel individuo era un miserable. ¡Se arrepentía tanto de las veces que le correspondió con una sonrisa! Ella no era princesa como Sancha de Aragón y nunca lo sería. ¿Por qué había querido competir con su amiga por la admiración de los hombres? ¿Adónde la había llevado aquel juego? A poner en peligro la vida de su propio hijo y a convertirse en una mercancía de usar y tirar. ¡Cuánto lo lamentaba ahora!

Se puso a rezar para que le devolvieran a Ramón sano y salvo sin ensañarse demasiado con ella. No quería pensar en lo que vendría, solo le suplicaba a Dios misericordioso que le permitiera abrazar de nuevo a su hijo. Bajó un poco la cabeza, deseando ocultarla más aún en la capucha con la que se cubría. Le hubiera gustado desaparecer, dejar de existir. Se le escapó un sollozo.

Joan tomó la mano de su esposa para transmitirle su cariño y ella le sujetó con fuerza. Le tenía a él, se dijo, gracias a Dios, aún le tenía a él.

Al rato se acercó un hombre montado en un alazán, con antifaz y de negro; se identificó como aquel al que esperaban y les dijo que le siguiesen. Obedecieron. Poco después, Joan comprobó que un par de hombres también de negro y con antifaces los seguían a cierta distancia. Anduvieron hacia el oeste y después de cruzar varias calles llegaron a una zona en la que las ruinas de la vieja Roma asomaban entre la vegetación en forma de arcos, columnas y paredes. Allí, su guía despidió con un gesto a los que los seguían y los condujo hasta una casa medio escondida entre la vegetación. Tenía el aspecto de estar abandonada y había sido construida entre las ruinas aprovechando paredes, columnas y otros materiales. El hombre les dijo que descendieran y que entrasen en la casa mientras él se ocupaba de las monturas.

Dentro se encontraron en una sala en cuyo extremo opuesto se abrían dos puertas. En el centro se alzaba una mesa sobre la que descansaban vasos, botellas de vino y dos candiles que iluminaban la estancia. Sentados a ella, los esperaban dos hombres con vestimentas oscuras y antifaces de carnaval. Se oía llorar a un niño.

—¡Ramón! —exclamó Anna—. ¡Quiero verle!

—Primero el traidor debe dejar que le atemos —dijo uno de los individuos, que se cubría con una máscara con una especie de pico de pájaro de color y aspecto fálico.

Joan creyó identificar la voz del escudero, aunque no dijo nada y le ofreció sus puños para que lo maniatase. Sin embargo, prefirió atarlo sentado en una silla. Cuando el hombre quedó satisfecho con los nudos, abrió la puerta de la derecha; estaba oscuro y se oyó el llanto más alto. El individuo cogió a Ramón y lo acercó a Anna.

—¡Mamá! —chilló el niño.

Anna sintió un alivio infinito; por un momento notó que su corazón, encogido dentro de su pecho, se expandía. Tomó en brazos a su hijo hablándole bajito para que se calmara y, acariciándolo, se lo mostró a Joan. Parecía que el pequeño se encontraba bien. Pero de inmediato el hombre se lo reclamó y ella tuvo que dárselo para que lo encerrara en aquella habitación oscura. El niño empezó a llorar de nuevo y Anna contuvo un sollozo.

—¡Miserables, cobardes! —los increpó Joan.

El pájaro fálico se acercó a él. Levantó lentamente la mano y a continuación descargó sobre Joan tal bofetón que le derribó junto con la silla a la que estaba atado. Cayó con estrépito y Anna temió ya no solo por su hijo, sino por su esposo. Aquellos hombres le odiaban y quizá fueran a matarlo. La angustia la atenazaba; poco le importaba lo que le hiciesen a ella con tal de que los tres salieran vivos de aquel lugar.

—Incorpóralo —ordenó el que aún no había hablado y que lo observaba todo sentado en una silla—. Quiero verle la cara.

Se cubría con un gran antifaz dorado que representaba el sol. Anna le identificó de inmediato por su barba y por la voz: era Juan Borgia. El tipo de la máscara de pájaro, demostrando su fuerza, colocó de pie la silla con Joan atado a ella. Anna vio que un hilo de sangre se escurría de los labios de su esposo. Su faz reflejaba rabia, confusión, temor e impotencia. El individuo que parecía Juan Borgia contemplaba a su esposo sonriendo complacido. Después la miró a ella y le dijo levantándose de la silla:

—Señora, ha llegado vuestro momento. —Y le tendió la mano caballerosamente para que ella se la tomase, pero Anna, sintiendo un nudo en el estómago, la rechazó—. Si queréis salir de aquí los tres con vida, os aconsejo que os mostréis cariñosa, señora —la advirtió el hombre sol sin inmutarse y manteniendo su sonrisa y su mano tendida.

Ella lanzó una mirada a Joan, que, inmovilizado en la silla, apretaba las mandíbulas con rabia. Él vio pena, temor y vergüenza en aquellos ojos verdes que tanto amaba. Una lágrima se deslizaba por la mejilla de su esposa. Era como si le pidiese permiso, y él sintió que una mano de hierro le arrancaba las entrañas. No podía consentir, tampoco podía negarse. Estaban en poder de aquellos hombres; sus vidas y la de Ramón estaban en juego, podían hacer lo que quisieran con ellos. Cerró los ojos para no ver más y apretó con fuerza puños y dientes hasta sentir dolor, como si con ello pudiera hacer desaparecer aquella imagen insoportable.

Anna rechazó de nuevo la mano que Juan Borgia le ofrecía y él la agarró del brazo empujándola hacia la puerta de la segunda habitación. Mientras, se escuchaba el llanto de Ramón encerrado en la otra estancia. Ella se resistió aun sabiendo que no debía hacerlo y al fin cedió, refugiándose en el rezo para sumergir en él la vergüenza y ahogar sus pensamientos. De un golpe, el hijo del papa cerró tras ellos la puerta, aunque esta quedó entreabierta una pulgada.

—Ahora es cuando te hacen cornudo, librero —le dijo el tipo del pene en la máscara con su sonrisa asquerosa.

—Hijo de puta —masculló Joan con una rabia que solo las fuertes ligaduras podían contener.

El hombre rio, sin golpearle esta vez. Después calló para escuchar lo que ocurría en la otra habitación. A pesar del llanto del niño, Joan oyó unos murmullos, algún sollozo y, transcurrido un tiempo eterno, al hombre gimiendo de placer mientras gritaba obscenidades. Joan sentía una desesperación y una impotencia agónicas. Cuando al fin terminó, el individuo de la máscara solar salió sonriente ajustándose los calzones.

—Ahora te toca a ti, Pollas —le dijo al escudero.

—¿Qué tal ha ido? —preguntó el de la máscara de pájaro levantándose.

—Estupendo, se ha comportado más que bien.

El escudero entró en la habitación dando un enérgico portazo que hizo que la puerta chocara contra el marco y quedase entreabierta. Ahora se podían distinguir los gemidos de ella y las órdenes de él. El de la máscara solar se sentó frente a Joan y, mirándole a los ojos, empezó a hablarle.

Le contó todo tipo de obscenidades sobre su esposa, sonriente, observando su expresión. Le describió el cuerpo de su propia mujer, detalló todo lo que le había hecho y lo que Anna le había hecho a él, y dijo que ella no solo había colaborado, sino que lo había gozado todo. Joan creyó enloquecer, imaginándolo, aunque se esforzaba para aparentar una tranquilidad que no sentía. Aquel tipo repugnante mentía para causarle un mayor dolor; sabía que disfrutaba con su sufrimiento.

—Mentís, miserable —le dijo—. Mi mujer nunca ha cedido, la habéis violado.

Aquel individuo rio.

—Eso es lo que quieres creer. Pero te engañas.

Y continuó torturándole con su cháchara asquerosa. Al fin, después de otro tiempo eterno, el individuo pájaro salió de la habitación.

—¿Bien? —quiso saber el de la máscara solar.

—La mejor a la que me he beneficiado en mucho tiempo.

—Ya te lo decía yo —dijo Juan Borgia, y dándole un cachete a Joan añadió—: ¡Alegra esa cara, hombre! Tu mujer ha conocido hoy a dos hombres de verdad, le hacía falta. Hembras tan bien hechas no deberían tener a un traidor maricón como tú de marido. ¡Aprende, estúpido!

Joan no respondió. Se mantenía con los ojos cerrados en su silla, y cuando el hijo del papa comprendió que ya no le sacaría una sola palabra más, le dijo a su compinche:

—¡Vámonos!