A raíz del asalto sufrido en la librería, Joan decidió no alejarse demasiado de Anna e insistió en que no saliera a la calle. Ya no guardaba las armas en el armario, y los empleados que así lo deseaban podían tenerlas al alcance de la mano. Niccolò y los demás florentinos, que le estaban agradecidos por el refugio que les proporcionaba, habían sido decisivos para vencer a los enmascarados de negro, y le expresaron espontáneamente su fidelidad. Defenderían a la signora y la librería, que consideraban baluarte de su propia libertad, con su vida si hiciera falta.
Sin embargo, después de conocer lo ocurrido con el secretario del cardenal Sforza y de oír los comentarios de Miquel, a Joan le pareció que las precauciones tomadas eran insuficientes para proteger a su esposa y decidió acelerar su partida.
—Anna, debéis salir hacia Nápoles lo antes posible.
—¿Por qué tanta prisa?
—A no ser que queráis entregaros a Juan Borgia.
—Pero ¿qué decís? —inquirió ella escandalizada—. Jamás lo haría, prefiero el exilio.
—Os habéis convertido en un asunto de honor para él. Absurdo, pero así es.
Y le contó lo ocurrido la noche anterior con el secretario del cardenal Sforza.
—Esa gente no se detiene ante nada, Anna. ¡Imaginaos! ¡Con lo poderoso que es el cardenal Sforza! ¿Qué no harán con nosotros?
—De acuerdo, Joan. Dadme dos días para preparar el equipaje con las criadas y viajaré a Nápoles en la primera caravana segura que salga.
—Tomad solo lo imprescindible, Anna —repuso él. Su voz mostraba inquietud—. Yo os acompañaré y cuando os encontréis a salvo regresaré a Roma para vender la librería y reunirme con vos tan pronto como pueda.
Ramón tenía ya catorce meses y se movía con toda autonomía, con unos andares vacilantes a veces y acelerados otras cuando algo llamaba su atención y decidía investigarlo. No le gustaban nada las barreras que le ponían en las escaleras y en la puerta de la cocina y que reducían el ámbito de sus correrías al salón y las habitaciones del primer piso. Joan le miraba con cierta envidia cuando Anna lo levantaba con una sonrisa feliz y le hacía muecas mientras él reía moviendo brazos y piernas en el aire. Era muy gracioso y con sus andares y parloteo motivaba las risas tanto en el primer piso con las criadas y la familia como en la librería y los talleres, cuando Joan le tomaba de la mano para llevarle a explorar mundos nuevos y a saludar a los empleados. Ya pronunciaba algunas palabras y a Joan le daba un vuelco al corazón cuando le llamaba papá. ¡Le hubiera gustado tanto que fuera de verdad su hijo! Sin embargo, a veces le lanzaba aquella mirada que no tenía nada de infantil y que a Joan le hacía estremecer. Era la mirada acusadora de Ricardo Lucca, el anterior esposo de Anna, al que él mató. Había sido una acción de guerra que tuvo lugar cuando la galera de Joan abordó la carabela en la que Anna y Ricardo viajaban, un combate a vida o muerte, y todos habían absuelto a Joan de aquel hecho. Menos él mismo, que en ocasiones pensaba que quizá hubiera podido evitar el choque con su rival. Entonces el librero sentía que le había robado al napolitano la esposa, el hijo y la vida.
Joan temía otro ataque de un momento a otro, así que cuando Niccolò le dijo que en unos días Juan Borgia partiría hacia Nápoles para representar al papa en la coronación del nuevo monarca, respiró aliviado. Y pensó que quizá fuera conveniente retrasar el viaje de Anna hasta el regreso del duque de Gandía. No quería coincidir con él en Nápoles, allí sería tanto o más peligroso. Había tomado todas las precauciones posibles en Roma a sabiendas de que la fuerza de su enemigo era mucho mayor, y estaba decidido a impedir que este alcanzara su propósito aun a costa de su propia vida. Su esposa estaba relativamente segura en la librería y pensó que el hijo del papa no se atrevería a intentar otro asalto de inmediato. Si uno de sus hombres moría en el intento, de nada servirían los antifaces, y el escándalo sería tal que ni siquiera él podía permitírselo.
Sin embargo, el golpe llegó antes y por donde menos lo esperaba Joan.
Anna no salía de casa por temor a un mal encuentro, así que una criada se encargaba de que Ramón paseara cada día un rato al aire libre. Y el paseo de aquella mañana se truncó dramáticamente cuando un par de enmascarados le robaron al niño sin importarles las decenas de testigos que presenciaron el secuestro. Los gritos de la criada no lograron que nadie, en una calle repleta de gente, hiciera nada para impedir que aquellos sicarios de negro escaparan a caballo. Imaginaban quiénes eran y los temían.
Cuando la criada entró en la librería entre gritos y llantos diciendo que le habían robado al niño, Anna se puso pálida y Joan tuvo que sujetarla para evitar que cayera al suelo desfallecida. Él supo que Juan Borgia había ganado y se maldijo por ser tan estúpido de no haber previsto aquello.
—Yo no he tenido nada que ver con eso —le dijo Miquel Corella a Joan—. Evito involucrarme con cualquier asunto particular de ese muchacho. Solo atiendo a cuestiones militares o que atañen directamente al papa y a su familia en general.
Joan había acudido a su amigo en busca de cualquier información que pudiera darle sobre el paradero de Ramón. Había ido a caballo, al trote cuando las concurridas calles se lo permitían, y lo había encontrado en los cuarteles de la guardia vaticana.
—Ese secuestro tiene aspecto de ser obra de los secuaces de Juan Borgia —continuó el valenciano—. Lo siento, pero no os quedará más remedio que someteros a sus caprichos si queréis recuperar al niño. Ya te lo advertí, Joan. Era de esperar algo así.
—¿Creéis que serían capaces de matar a Ramón?
Por unos instantes, la posibilidad de la muerte del niño, el hijo de su rival, recordatorio permanente del duelo en el que le mató, se le antojó a Joan un mal menor. De inmediato desechó su pensamiento, sacudiendo la cabeza con repugnancia. Se avergonzaba de sí mismo, le había prometido a Anna querer a aquel niño como si fuera suyo y cuidar de él. Era la penitencia de amor que le perdonaba el pecado cometido al matar a Ricardo Lucca. Y la cumpliría a toda costa.
Sin embargo, cuando pensaba en el precio que tendrían que pagar por la liberación de Ramón, le entraban náuseas.
—Sí. Lo hará matar —repuso Miquel.
—¿Qué puedo hacer? —preguntó Joan angustiado.
El valenciano le miraba con las mandíbulas apretadas y sus ojos despedían chispas.
—Nada. Solo puedes someterte —dijo—. No sabemos dónde está el niño. Luego tu mujer y tú estáis en su poder.
—Y ¿si los acuso ante el papa?
—¡Qué ocurrencia! —exclamó Miquel después de reír de mala gana y de forma siniestra—. Alejandro VI es un hombre recto a su manera y no sabe nada ni de esta ni de la mayoría de las miserias de su hijo. En lo que respecta a Juan, no se entera ni de lo que tiene frente a sus narices; su exagerado amor de padre le ciega. Jamás te creería.
Joan apoyó los codos en la mesa y escondió la cara entre las manos. Don Michelotto apuró su vino de un trago y le dijo:
—Lo lamento. Ven a verme cuando esto termine.
Aquella tarde, el escudero de Juan Borgia se presentó en la librería y dijo que quería hablar a solas con la signora Anna.
—Tendrá que ser delante de mí —repuso Joan arrastrando las palabras. Pensaba que aquel individuo habría participado, cubierto con una máscara, en el asalto a su librería y que sería, con toda seguridad, uno de los secuestradores de Ramón.
El escudero se encogió de hombros y esperó a que los tres se encontraran en la intimidad del salón pequeño para transmitir su mensaje.
—Mi amo se ha enterado de lo ocurrido con vuestro hijo y está muy preocupado —dijo mostrando una sonrisa untosa—. Ha enviado a algunos de sus agentes a investigar y esta noche tendrá información sobre el paradero del niño.
—Y ¿cuándo lo sabremos nosotros? —preguntó Anna con angustia.
—De inmediato. Encontraréis a un hombre de negro enmascarado delante de la Posada del Toro en el Campo de' Fiori al atardecer. Seguidle y sabréis de vuestro hijo.
—¿A qué viene esta comedia? —estalló Joan—. ¡Vosotros sois los secuestradores! —Y le propinó un empujón al hombre que le hizo retroceder tres pasos hasta chocar contra una estantería.
El escudero perdió la sonrisa y su mano buscó la empuñadura de su espada.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó Anna interponiéndose entre ambos—. ¡Conteneos, Joan! Estamos en sus manos.
—¡Seré yo quien vaya! —dijo él.
El escudero negó con la cabeza; aquella sonrisa miserable había regresado a su rostro.
—No, la que tiene que ir es la signora Anna —dijo.
—No irá sola.
—A mi amo no le importará que la acompañéis —afirmó aquel individuo—. En realidad, es eso lo que quiere. Llevad vuestras monturas.