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La noticia del reconocimiento recibido por Joan tanto por parte del pontífice como del Gran Capitán se extendió con rapidez, y el retorno a la librería fue triunfal. Al amor y la calidez de la familia se sumaba la admiración de sus empleados y clientes. La toma de Ostia era una noticia inmejorable para el papa y sus catalani, y la concurrencia experimentó un considerable aumento. Los habituales le felicitaban y los nuevos le observaban con atención a la espera de una oportunidad para conversar. La librería era, más que nunca, el centro social de Roma.

Joan no mencionó a Anna aquella mirada de Juan Borgia ni la aprensión que le había producido, pero el temor a la siguiente visita del hijo del papa a su casa le impedía gozar plenamente de su triunfo. El duque de Gandía tardó unas semanas en presentarse; al fin lo hizo una mañana, cuando no había clientes. Joan, que llegaba de negociar un cargamento de cuero para la encuadernación, reconoció en la puerta al escudero del duque, que, junto a otro de sus secuaces, esperaba conversando al cuidado de los caballos. La tensión acumulada durante aquel tiempo le pudo y, lanzando una maldición, se precipitó dentro de la librería. ¿Cómo se atrevía aquel individuo a regresar a su casa después de intentar secuestrar a su esposa?

Niccolò le recibió con gesto incómodo, moviendo la cabeza en dirección a la puerta del salón pequeño. Se oían voces desde dentro.

—Dejadme salir —decía Anna enérgica.

—¿De verdad que deseáis salir? —Juan Borgia apoyaba su mano en el quicio de la puerta y le impedía el paso.

—Sí, duque, por favor —repuso ella ahora con voz amable—. Sed gentil y franqueadme la salida.

—¿No os gustaría más…? —empezó a decir el hijo del papa.

—¡Dejadla salir! —le ordenó Joan, al que la rabia le nublaba la vista; llegando por la espalda del Borgia, le cogió del hombro y le empujó contra la pared.

La cara del duque reflejó sorpresa primero y después ira.

—¡Cómo te atreves, librero de mierda! —dijo poniendo la mano en el pomo de su espada.

Pero no osó desenvainar porque la punta de la daga de Joan le pinchaba ya la nuez de Adán.

—Sé que eran vuestros hombres quienes quisieron secuestrar a mi mujer —le dijo Joan mientras aumentaba la presión sobre el cuello del duque—. ¡Miserable!

De inmediato, Anna se interpuso entre los dos forzando a su marido a guardar el arma. Una gota de sangre se mostraba en la garganta del hijo del papa.

—¡Por favor, caballeros, calmaos, no ocurre nada! —dijo—. Don Juan, disculpad a mi esposo, me quiere demasiado.

—Aquí solo hay un caballero —repuso el Borgia, acalorado, mientras recomponía su postura—. Él es un patán. Y me es indiferente lo que sea vuestro; sois vos la que debéis decidir si venís conmigo; y creedme que os conviene. Él no me importa nada.

Dijo lo último mirando a Joan con desprecio. Este apretó las mandíbulas y calló sosteniéndole la mirada a aquel cretino que se creía el mejor semental de Roma. Le temblaban las manos y trataba de contenerlas mientras se imaginaba desenfundando de nuevo su daga para clavársela a aquel miserable en el corazón. Sin embargo, sabía que era una quimera irrealizable, pues apuñalar al duque comportaría el mayor de los desastres para su familia.

—Sois un hombre muy agraciado y gentil, un caballero apuesto, un héroe triunfador en Ostia, duque —le dijo Anna con voz cariñosa, acariciando suavemente el antebrazo derecho del Borgia con la esperanza de calmarle o, en el peor de los casos, evitar que desenvainase su arma—. Cualquier mujer os preferiría a vos antes que a mi marido. Sin embargo, yo le amo a él. ¿Sabéis, señor, lo que es el amor? ¿El amor pleno, el amor de verdad? —inquirió ella con toda intención.

El portaestandarte papal se quedó mirándola con aquellos ojos lobunos hambrientos mientras vacilaba ante la pregunta.

—Os lo diré, señor —continuó ella con su dulce voz—. Es como un encantamiento por el cual, a pesar de ver y apreciar las virtudes de otros, solo se desea estar con una única persona y amarla. No existe nadie más. Y ese es mi caso con mi esposo. No hay en Roma hombre con más méritos que vos para ser amado por una mujer, pero me es imposible aceptar vuestra invitación. Le quiero a él.

El duque se mantuvo unos momentos en silencio, parecía que trataba de comprender lo que Anna le decía, sin lograrlo. Al final se irguió altivo y dijo:

—A mí no me importa todo eso. Yo siempre obtengo lo que quiero.

—Pues a mí tampoco me importa de quién seáis hijo —repuso Joan al tiempo que volvía a encararse con aquel individuo—. Esta es mi mujer y esta es mi casa. Salid de aquí y no volváis más.

—Pero esta es mi ciudad —dijo el Borgia con una sonrisa torva—. Y si aún no lo sabéis, pronto lo vais a comprobar, traidor.

Aquella amenaza alarmó a Anna, que le reprochó a Joan su comportamiento impulsivo.

—Yo tenía la situación bajo control —dijo—. Le hubiera parado con diplomacia, sin crear problemas. Os dije que confiarais en mí.

—¿Para qué? —contestó él acalorado—. Ya he visto de qué nos ha servido hasta ahora. Ni siquiera os atrevéis a salir a la calle por temor a esos hombres de negro.

Ella se quedó mirándolo con las lágrimas asomando en sus ojos, sin responder.

—Claro que confío en vos —dijo Joan al verla llorosa, ahora suave, cariñoso—. Pero individuos como ese son incontrolables. Le conozco, es un miserable.

Ella le lanzó una última mirada y le abandonó furiosa para subir al primer piso.

Joan vio que Niccolò le contemplaba en silencio. Lo había presenciado todo. Se acercó a hablarle, necesitaba un amigo.

—Me gustaría poder comentarle esto a Miquel Corella —le dijo Joan—, pero conozco su respuesta: que Anna se entregue a ese desgraciado. No me ayudará en nada.

—Ya os advertí lo que toda Roma sabe. Don Michelotto es fiel a los Borgia y lo será sin importarle si son injustos o incluso criminales. Es su sicario.

—¡Lo sé!

—Su fidelidad está por encima de la amistad que os profesa —continuó el florentino—. Le conozco bien. Recordad que fue él quien nos presentó.

—Jamás pensé que llegaría a lamentar la belleza de Anna. Ojalá no fuese tan atractiva.

—No os engañéis, Joan. Anna es una mujer muy hermosa, pero el verdadero interés de Juan Borgia ha dejado de ser ella; lo sois vos.

—¿Es que ahora le gustan los hombres? —preguntó Joan irónico.

—No es sexo, Joan, es orgullo, es vanidad. Y vos lo sabéis.

El librero guardó silencio a la espera de que Niccolò hablara. Intuía dónde quería ir a parar su amigo.

—Os odia, Joan. Juan Borgia os odia a vos mucho más de lo que desea a vuestra esposa.

—Le sería muy fácil hacer que me mataran. Y sin embargo, a pesar de vuestros temores, no lo ha hecho.

—La situación ha cambiado. No os quiere muerto, y menos ahora, que sois un héroe. Quiere que sufráis, os quiere humillar, quiere haceros cornudo con vuestra esposa.

—Pero…

—Ya os odiaba antes, pero ahora mucho más. Piensa que no quisisteis poneros bajo sus órdenes en la guerra de los Orsini, donde él fue derrotado y humillado. Sin embargo, os convertisteis con los españoles en el héroe de Ostia. Siente que le desafiáis, que le habéis traicionado.

—Y ¿qué debo hacer? —preguntó Joan indignado—. ¿Ir a verle con mi esposa de la mano, humillarme y pedirle que la posea? Eso es lo que me insinúa Miquel.

Niccolò se encogió de hombros. Estaba muy serio. La sonrisa que acostumbraba a reinar en su cara afilada no se había mostrado en toda la conversación.

—¡Nunca! —le gritó Joan sin esperar más respuesta—. ¿Me oís? ¡Nunca! Antes dejo que me mate.

—No estáis solo, Joan —le dijo el florentino con suavidad—. Pensad en vuestra familia.