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La inquietud que Joan sentía y su condición de emisario no le impidieron observar los recursos de los sitiados, tanto en hombres como en armamento. No le pareció que Menaut de Guerri estuviera sobrado ni de unos ni de otro.

El comandante de la fortaleza era un hombre de mediana edad, no muy alto aunque de gran corpulencia, de cara cuadrada, cejas gruesas y mirada dura. Daba sensación de fuerza. Recibió a Joan en el patio de armas del castillo y sin mayores ceremonias le pidió que le dijera lo que tenía que transmitirle. Joan le repitió palabra por palabra, en francés, el mensaje del Gran Capitán.

—Aunque les es más fácil a los franceses llamarme Menaut de Guerri, mi verdadero nombre es Menaldo de Aguirre. Y decidle a vuestro comandante que somos vizcaínos de España.

Aquellas palabras tranquilizaron a Joan. A no ser que se torciera mucho el encuentro, saldría vivo de la fortaleza.

—Pues si sois español, y puesto que os enfrentáis a un ejército español superior, pactad la entrega de la fortaleza sin derramamiento de sangre —le dijo Joan cambiando la lengua al castellano, puesto que Vizcaya pertenecía al reino de Castilla—. El general Fernández de Córdoba tiene fama de generoso y sin duda lo será, en nombre de los reyes, con vos.

Cuando Aguirre le hizo repetir varias palabras, Joan comprendió que apenas le entendía, y recordó que los marinos vizcaínos a los que había conocido en Barcelona hablaban una lengua que no se parecía en nada a las que él conocía y que debía de ser la misma que se hablaba en la fortaleza.

—Mi oficio es el de las armas —repuso Aguirre en francés, con una sonrisa triste, una vez que comprendió lo dicho—. Y dónde nacemos no tiene que ver con a quién servimos. Nuestro señor el rey de Francia considera que el papa le traicionó y nos ha encomendado que resistamos en esta fortaleza. Nuestro honor y nuestra lealtad nos obligan a defenderla. No puedo pactar. Tendréis que luchar si la queréis.

—No esperaba otra cosa de los defensores de Ostia —comentó el Gran Capitán al conocer la respuesta del vizcaíno—. Ya sabía que tendríamos que luchar, para eso nos hizo venir el papa. —Tras una pausa, miró a Joan con ojos críticos y le dijo—: Habéis cumplido bien, señor librero. A ver si es cierto lo que el embajador dice de vos. Revisad nuestra artillería y proponedme un plan de acción.

Joan se apresuró a cumplir el mandato del general y observó las piezas con las que contaba, comprobó su estado, calculó su potencia, las distancias, y evaluó los puntos que parecían más vulnerables en la fortificación. Después, fue con una propuesta a Gonzalo Fernández de Córdoba.

—Me gusta —dijo este una vez que le escuchó con atención—. Situad los cañones y culebrinas según vuestro plan.

Junto a uno de los oficiales del general, que portaba un documento de órdenes, Joan se dirigió al jefe artillero, que le recibió con hostilidad. Y lo mismo hicieron sus subordinados. Joan, que había vivido situaciones similares, empezó a dar instrucciones. Después de un par de respuestas groseras, se encaró al oficial jefe artillero.

—¿Veis aquel árbol? —le dijo señalándolo—. De él pende una soga y ese es el premio para quien desobedece al general. Si obstaculizáis mi trabajo, os propondré como candidato a bailar esa danza en la que los pies no tocan el suelo.

Las malas caras continuaron, pero Joan obtuvo la colaboración necesaria. Había piezas artilleras de varias procedencias y calibres; napolitanas, aragonesas y castellanas, y cuando ordenó disparar todas las piezas una a una, los soldados empezaron a moverse con presteza. Con ello evaluó tanto cañones y culebrinas como a los artilleros.

Decidió centrarse en obtener tiros de precisión con las cinco culebrinas de mayor calidad, que alcanzaban más distancia; ordenó reubicarlas y empezó a ensayar con ellas mientras dejaba que el resto de los artilleros disparasen los demás cañones a discreción, aunque siguiendo el plan aprobado por el Gran Capitán, sobre el lienzo sur de la muralla. Para las culebrinas se aseguró de que el peso de las balas fuera lo más parecido posible, y después de varios disparos de prueba, calculó la cantidad necesaria de pólvora y la repartió en saquitos del mismo peso exacto. Cuando estuvo satisfecho con la uniformidad de todos los elementos dio orden de empezar el bombardeo.

Al final de la tarde, la fortaleza era batida desde el sur por las piezas de Joan, que ya obtenía de las culebrinas tiros bastante precisos, y desde el noreste por las del embajador De la Vega. Al rato, el general, que continuamente revisaba las tropas, le dijo en tono festivo:

—No se os da nada mal la pólvora, señor librero. Continuad al mando.

Sus palabras llenaron a Joan de satisfacción y se empleó en su trabajo con mayor entusiasmo.

Aquella noche, reflexionando sobre el día y su primera impresión de Gonzalo Fernández de Córdoba, anotó en su libro: «El Gran Capitán sabe cómo tratar a sus soldados».

Después, como de costumbre, escribió una carta a Anna contándole lo ocurrido. No sabía cuándo la recibiría ella y ni siquiera si llegaría a su destino, pero le aliviaba hacerlo. Por unos instantes imaginaba que hablaba con su amada, sentía su presencia e incluso notaba su corazón batir al mismo ritmo que el de ella. La extrañaba mucho.

Durante el día siguiente, Joan mantuvo el bombardeo sobre los muros y torres del flanco sur de la fortaleza, y también sobre las defensas adelantadas a esta, las barbacanas. Trataba de desmochar sus almenas para impedir que los defensores se refugiasen en ellas y dispararan desde allí. Cuando llegó la noche no pudo evitar acercarse al campamento vaticano a pesar de las advertencias de su esposa y de ser consciente de que la muerte le llegaría antes de manos de los catalani que del enemigo. Necesitaba hablar con Miquel Corella y, sabiendo que el duque cenaba con el general y con el embajador español, fue en su busca. Lo encontró sentado junto a una fogata cenando con el gigantón extremeño Diego García de Paredes.

Ambos, habituales en la librería, le saludaron con afecto. El tamaño del gigante Diego y el del pequeño aunque nervudo Miquel ofrecían un contraste aparentemente cómico. Sin embargo, nadie osaba reírse. Porque si uno de ellos era terrible, el otro era aún peor.

Diego era un veterano de la guerra de Granada que había llegado a Roma después de una estancia en Nápoles como soldado de fortuna. Era muy puntilloso en cuestiones de honor y, en una disputa en el Vaticano, demostró una fuerza hercúlea al matar a cinco caballeros y herir seriamente a diez más valiéndose solo de una pesada barra de hierro. Miquel Corella, al que correspondía arrestarle, decidió que en lugar de castigo merecía ser admitido en la guardia vaticana. Al poco se convirtió en uno de los capitanes del papa.

Joan les relató la conversación habida con Menaldo de Aguirre.

—No trataste con un condotiero cualquiera, ese tiene fama de pirata, pero en realidad es un buen mercenario —afirmó don Michelotto.

—Y ¿qué le hace tan buen mercenario? —quiso saber Joan.

—Que es fiel a ultranza a su señor —dijo Diego—. Y cumple con su contrato hasta el final. Aunque le disguste o le cueste la vida.

Aquellas palabras le produjeron una gran prevención a Joan, que observó con desconfianza a sus compañeros. Ellos también cumplirían su contrato ejecutando lo que Juan Borgia les ordenara, aunque les disgustase. Se preguntó qué hacía allí junto a aquellos hombres que cualquier día podían convertirse en sus verdugos.