—Habláis francés y el almirante Vilamarí os recomienda en su carta como excelente artillero —le dijo Garcilaso de la Vega a Joan—. Os pido que os unáis a nuestras tropas.
Se encontraban en la librería, adonde el embajador español había acudido con la excusa de ver las novedades. Joan sospechaba que el embajador conocía la deuda de servicio a la corona que pesaba sobre su cabeza desde su licencia anticipada de la galera Santa Eulalia, pero nunca antes lo había mencionado. Ahora se lo reclamaba abiertamente y él no se podía negar, so pena de ser declarado desertor en España. Anna fue su inmediata preocupación. Presentía que pronto el duque de Gandía volvería a acosarla, y bajo ningún concepto quería dejarla sola a su merced en Roma.
—Acudiré si el rey me necesita —repuso Joan muy a su pesar—. Aunque quisiera saber contra quién lucharemos.
—Tenemos órdenes de liberar Ostia de franceses y entregársela al papa —le informó De la Vega—. Os haré saber cuándo os incorporaréis a mis tropas.
Joan pensó que Niccolò y Miquel habían adivinado bien el juego del rey Fernando y le pidió al florentino que obtuviera información. Le costaba creer que el embajador fuera a comandar las tropas españolas.
—De la Vega, desde Roma, se adelantará para establecer el sitio —le explicó Niccolò tras hablar con sus informadores—. Y después llegará con sus tropas el general Gonzalo Fernández de Córdoba, al que llaman Gran Capitán, para asumir el mando.
Joan se tranquilizó al pensar que el duque, como portaestandarte del papa, no podría mantenerse ausente de aquella acción. Quiso asegurarse en su siguiente encuentro con Miquel sacando el asunto en la conversación.
—Todo eso es cierto —le confirmó Miquel—. Alejandro VI quería que su hijo estuviera al mando junto al Gran Capitán y recogiera los honores de la victoria. Sin embargo, los españoles se negaron y el Gran Capitán será el máximo general.
—Quiero que sepáis que el embajador español me pidió que me uniera a sus fuerzas y que he aceptado.
Miquel le miró entre asombrado y molesto y Joan se apresuró a explicarle su obligación pendiente con los reyes de España; le recordó, además, que, a diferencia de cuando Juan Borgia le requirió, en esta ocasión el estado de salud de Anna le permitía combatir.
—Hay a quien eso le disgustará —le advirtió Miquel.
—Ya sé, pero el duque debe comprender que, aunque luche bajo órdenes del Gran Capitán, será en beneficio suyo y de su padre.
—Juan Borgia no te vio en Soriano, no termina de creer que estuvieras allí y considerará una traición que te unas al ejército español.
—No lo entiendo.
—No tienes por qué entenderlo —repuso Miquel—. Yo solo te advierto. Nos negaste tu ayuda contra los Orsini y acudes a la llamada del embajador español.
—No pude incorporarme antes a causa de la salud de Anna…
—No creo que al duque le importe mucho eso.
Aquella noche, Joan trató al detalle el asunto con su esposa, y ella le apoyó en su decisión, aunque se mostró preocupada. Una amenaza pendía sobre la familia y más aún sobre él. Ella le pidió que se mantuviera alejado de las tropas vaticanas; temía por su vida.
Un colorido ejército desfiló bajo el castillo de Sant'Angelo, desde donde el papa lo bendijo, y después cruzó Roma entre aclamaciones del gentío. La gran mayoría, con independencia del bando al que perteneciesen, deseaba la recuperación de Ostia; los romanos estaban hartos de la escasez que el bloqueo al comercio marítimo provocaba.
Juan Borgia encabezaba la marcha precedido de tambores y pífanos, sosteniendo orgulloso el estandarte vaticano. Montaba un espléndido caballo y lucía una hermosa y bruñida armadura milanesa; su pose era arrogante y se le notaba consciente de la admiración que levantaba, en especial entre las mujeres. Tras él iban sus capitanes, entre los que destacaban los hermanos Rodrigo y Miquel Corella, que parecían pequeños al lado de su amigo Diego García de Paredes. Iban sobre briosos corceles, cubiertos de armaduras y con las enseñas vaticanas y los estandartes con el toro de los Borgia en alto. Los seguían la caballería y los peones de infantería. Después, desfilaba el embajador español frente a la tropa que había conseguido reclutar, compuesta por españoles de Roma no alistados en el ejército pontificio y mercenarios alemanes e italianos. Sus capitanes enarbolaban las enseñas de los Reyes Católicos. Joan se situó detrás de ellos, junto a las tropas de caballería y por delante de los infantes. Desde allí les envió su último adiós a Anna y a los suyos, que habían acudido a contemplar el desfile. Cerraban la marcha los trenes de artillería, carros con pólvora, pertrechos y suministros y un destacamento de caballería vaticana que protegía la retaguardia.
El embajador Garcilaso de la Vega decidió establecer su campo en la orilla del Tíber opuesta a Ostia. Desde allí bombardearían la fortaleza sin temor a un ataque sorpresa por parte de los defensores del castillo. A Joan le asignó mando sobre tres cañones y sus correspondientes artilleros y este se apresuró a revisar la situación de las piezas y a familiarizarse con sus características. Observaba el edificio tratando de identificar los puntos donde dirigir los tiros. La fortaleza de Ostia, erigida sobre un pequeño promontorio a la orilla del río Tíber, había sido reconstruida diez años antes por el cardenal Della Rovere conforme a las nuevas artes de guerra, y por lo tanto era mucho más resistente a la artillería. El castillo constaba de tres grandes torreones redondos, el más poderoso y alto situado al norte, unidos entre ellos por fuertes murallas de piedra y ladrillo que formaban un triángulo. Su perímetro estaba protegido por una línea de barbacanas, fortificaciones adelantadas más bajas y gruesas, muy resistentes al tiro artillero. El Tíber discurría paralelo al lado oeste del enclave, en el que había un puerto. En la parte este se encontraba el pueblo, pegado a la fortaleza y defendido por unos muros y fosos algo menores que los de esta.
A los pocos días, las naves de los almirantes Vilamarí y Lazcano desembarcaron al Gran Capitán y sus tropas al sur de Ostia. Garcilaso de la Vega, junto con Juan Borgia y algunos de los capitanes de la guardia vaticana, entre los que se encontraban los hermanos Corella, acudió a recibirle. Joan acompañaba al embajador, aunque trataba de mantenerse lo más distante posible del duque de Gandía, que continuaba ignorándole. Esa actitud de alguien tan poderoso, además de incomodarle, le inquietaba. Solo con que el hijo del papa lo ordenase, él sería hombre muerto. Se dijo que debía estar alerta y siempre junto a las tropas españolas; no se lo pondría fácil a un posible sicario.
Encontraron al general dando instrucciones a sus oficiales para disponer el campamento y las tropas sobre el terreno. Garcilaso de la Vega presentó primero a Juan Borgia y a sus oficiales, a los que el Gran Capitán hizo pasar al interior de su tienda tratándolos con ceremonia y gentileza.
El de Córdoba cedió el mejor lugar del campamento al duque de Gandía y, después de intercambiar algunas impresiones sobre la estrategia que debían seguir en el asedio, recordó al hijo del papa y a los suyos que, aunque tendría en gran consideración sus opiniones, él era el general al mando. Después los despidió con toda cortesía.
Cuando se fueron, el embajador De la Vega presentó a sus oficiales, entre los que se encontraba Joan. Explicó que se trataba de una figura relevante de la cultura española en Roma, que hablaba bien el francés y que era de toda confianza. Además, según la carta de recomendación del almirante Vilamarí, se trataba de un excepcional artillero; ya le había asignado un mando sobre tres piezas de artillería.
El Gran Capitán había superado los cuarenta años, vestía un abrigo con cuello de armiño y lucía una melena bien cortada que caía por atrás hasta los hombros. Cubría su calvicie delantera con un gorro de terciopelo, mostraba una frente despejada y en su rostro, bien afeitado, destacaban unos vivaces ojos oscuros y una poderosa nariz aguileña. Miró a Joan de cabeza a pies con los brazos en jarras mientras dibujaba una sonrisa irónica en los labios al escuchar la entusiasta presentación que le hacía el embajador.
—Señor librero, ¿os atreveríais a ser mi portavoz para parlamentar con los franceses? —le retó, con su gracejo andaluz, sin más preámbulos.
—Naturalmente —repuso Joan tragando saliva.
—Requerirá que entréis en el recinto amurallado.
—Lo haré.
—Pues le diréis de mi parte al comandante, un tal Menaut de Guerri, que debe rendir la fortaleza al papa Alejandro VI en virtud del tratado de este con el rey francés en el que se acordaba que se la devolvería una vez que conquistase el reino de Nápoles.
Joan agradeció el encargo con una reverencia, como si se tratara de un gran honor, aunque era consciente del peligro que comportaba. No era infrecuente que, para demostrar la firme decisión de luchar hasta el final, los defensores de una fortaleza mataran al mensajero.
El Gran Capitán pareció dar por concluido el encuentro y, de repente, como si acabase de recordar algo, dijo:
—Yo ya cuento con buenos artilleros, aunque me pica la curiosidad de saber si sois tan bueno como se dice. Cumplid bien esta misión y os concederé un mando más importante para que podáis honrar los elogios que nuestro buen embajador os prodiga.
El Gran Capitán ordenó reubicar las unidades del ejército para estrechar el cerco de forma que nadie pudiera entrar ni salir del pueblo o de la fortaleza. Joan aprovechó aquel tiempo para escribirle a Anna una nota de despedida en la que le declaraba de nuevo su amor, y después de recitar unas oraciones se aprestó a entrar. Cuando el general estuvo satisfecho con el despliegue de las tropas, mandó que se hicieran señales al enemigo para una tregua de parlamento. Esta fue aceptada y Joan, desarmado, se dirigió a la puerta del pueblo, que cruzó para llegar a la fortaleza.