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Llegaron a Roma al atardecer del día siguiente a la batalla y, al entrar por el Vaticano, Joan supo de inmediato que la noticia los había adelantado. La ciudad papal se mantenía silenciosa y en un tenso orden; mientras cruzaban el puente de Sant'Angelo oyeron las campanas de las iglesias y estampidos de petardos y arcabuces.

—Démonos prisa —apremió Joan a sus acompañantes—. Los asaltos estarán empezando.

Ansiosos, pusieron los caballos al trote y al llegar al Campo de' Fiori vieron un numeroso grupo que celebraba la noticia frente al palacio Orsini. Agitaban pendones, vitoreaban y disparaban al aire. Tomaron de inmediato la Via dei Giubbonari y Joan respiró tranquilo al ver que la librería se encontraba intacta. No había barricadas en el exterior, pero todos aguardaban los acontecimientos con las armas en la mano. Joan y Niccolò fueron recibidos con alivio y gran alegría. La casa estaba de nuevo completa.

—La noticia se conoció hace unas horas y hemos oído vítores, redoble de tambores, disparos y repique de campanas —comentó Anna después de abrazar a Joan—. Estamos preparados.

—Nos mantendremos en alerta, seguramente muchos de los que nos atacaron la última vez se encuentren en el norte, en el campo de batalla. Esperaremos a ver qué ocurre cuando regresen. Mientras, montaremos las barricadas exteriores como precaución.

—Yo mandaba a los veteranos de infantería españoles; son pendencieros y broncos, pero soldados expertos, y al ver que aquello no tenía solución nos fuimos retirando sin romper la formación y siempre protegidos por las picas —explicaba Miquel Corella unos días después. Parecía que su reciente aventura no le había afectado demasiado. Joan y Niccolò le escuchaban atentamente, a puerta cerrada, en el salón pequeño de la librería—. Solo perdí a uno. La caballería de Fabrizio Colonna ni siquiera entró en combate.

—Vimos la batalla y presenciamos vuestra retirada ordenada —puntualizó Joan—. Como atestiguó el mensajero, Niccolò y yo acudimos con la intención de unirnos al ejército. Lamento que llegáramos tarde.

—Dudo que lo lamentes de verdad —repuso Miquel—. Os librasteis de un buen descalabro. Le diré a Juan Borgia que estuvisteis allí, aunque no creo que eso le satisfaga.

—Estuvimos allí —insistió Joan firme y enfático—. Si no pudimos presentarnos, fue a causa de la desbandada del ejército frente a los Orsini.

—Y ¿cómo ha reaccionado el papa? —preguntó Niccolò con la intención de cambiar de conversación.

—Está furioso y algo asustado —explicó Miquel—. Culpa del fracaso a todo el mundo menos a su hijo. El amor de padre le ciega. Culpa al duque de Urbino, que fue apresado, y ha decidido no pagar el rescate que por él piden los Orsini. A Fabrizio Colonna le acusa de separar a la caballería pesada del resto de las tropas sin que su hijo se lo hubiera ordenado. Sospecha que los Colonna fingen ser sus aliados, aunque en realidad desean su derrota. Y finalmente se queja del rey Fernando de España por negarle su ayuda, cree que se alegra de su desgracia.

—¿Qué esperaba del rey Fernando?

—Quería tropas, o al menos dinero tal como los franceses les dieron a los Orsini —contestó Miquel—. Pero no recibió nada.

—Y ¿qué va a ocurrir ahora? —quiso saber Joan.

—Ahora es cuando los reyes de España ayudarán al papa —contestó Niccolò con toda convicción.

—Y ¿por qué iban a ayudarle ahora si antes no quisieron?

—Porque le quieren humilde y sumiso —explicó Miquel—. Y como continúa siendo su aliado contra los franceses, no desean que sea derrotado del todo. No les gusta el papa, pero si los Orsini, que están aliados con Francia, controlaran Roma, sería mucho peor para España. Es el juego de los políticos. Temen tanto a sus amigos poderosos como a sus enemigos.

Niccolò afirmó con un leve movimiento de cabeza ante el gesto incrédulo de Joan.

—¿Qué le pasó a Juan Borgia? —quiso saber este.

—Yo no estaba con él —dijo Miquel—. Le hirieron en la cara y no en la espalda, eso sugiere que luchó, lo que no es de extrañar, porque los Borgia son valientes. Sin embargo, su herida es poco más que un rasguño. Dicen que huyó disfrazado de soldado.

—¿Creéis que se la autoinfligió para fingir una derrota honrosa?

—No lo sé —repuso Miquel encogiéndose de hombros—. Espero, por el bien de todos nosotros, que no sea así. Él es el confaloniero, el portaestandarte, el general de los ejércitos del papa.

Joan tenía sentimientos encontrados con respecto a Miquel Corella. Le había creído su amigo y le debía mucho. Pero sabía que su lealtad a Juan Borgia podía convertirle en su verdugo. Pensaba que si su señor le ordenaba que le diese muerte, el capitán vaticano cumpliría su macabro cometido por mucho que le disgustara. Era el perro fiel de los Borgia. Sin embargo, intuía que al valenciano no le complacía tener semejante jefe y sus últimas palabras parecían confirmar ese presentimiento. Joan decidió usar un poco del sentido político italiano que tan bien manejaba Niccolò y tantearle.

Así que en su siguiente visita a la librería quiso charlar con Miquel a solas y llevó la conversación hacia Sancha de Aragón y la relación de esta con el duque de Gandía.

—Mi esposa compadece a la princesa de Esquilache —le comentó a Miquel—. Sancha es una mujer enamorada del amor y ardiente, casada con un adolescente que no la complace y al que ella desprecia por su poco carácter.

—Mi oficio es el de las armas. Y el de la princesa es ese. Casarse con el marido que le designen y darle descendencia. Yo no me quejo, que no se queje ella. De eso vive.

—Sin embargo, tiene que ser duro semejante matrimonio para una mujer tan briosa.

—Eso no justifica su adulterio —le cortó Miquel—. En absoluto. Aunque la mujer es como es y es deber del marido cuidarla, mantenerla a raya y tener ojo avizor.

—Jofré es un niño incapaz de eso —afirmó Joan—. ¿No creéis que sus hermanos deberían ayudarle?

Miquel bufó incómodo.

—Juan Borgia puede poseer a cientos de mujeres y en realidad tiene muchas a la vez —repuso al rato—. ¿Por qué la mujer de su hermano? Eso es una traición. Puedes acostarte con la mujer de tu enemigo si ella se deja, o violarla si quieres y puedes, es ley de guerra. Pero a la mujer de un camarada de armas no se la toca. Y menos si es familia. Eso conduce a la destrucción del clan. —Miquel hizo una pausa en la que ambos quedaron pensativos—. Tu esposa es una de las mujeres más bellas de Roma. Y haces bien como hombre cuidándola y defendiéndola. Espero por tu bien que el duque se haya olvidado de ella.

Transcurrieron unas semanas de paz en la librería en las que la clientela fue aumentando paulatinamente conforme los asuntos del papa mejoraban. Anna volvía a reinar entre los clientes.

Tal como había anticipado Niccolò, España ayudó al pontífice y su embajador en Roma, Garcilaso de la Vega, asiduo además de la librería, hizo de intermediario entre el papa y sus enemigos, acordándose una paz ventajosa para Alejandro VI. En ella, los Orsini, que habían ganado la batalla de Soriano pero que sabían que perderían la guerra si España ayudaba al papa, aceptaron la autoridad del pontífice y como compensación a sus gastos le cedieron un par de sus fortalezas y pagaron cincuenta mil ducados. Sin embargo, lograron conservar la inmensa mayoría de sus posesiones y su ejército. Su poder quedó prácticamente intacto.

Joan tardó un tiempo en ver el aspecto de la herida de Juan Borgia, aunque hubiera deseado no verla jamás. Pensó que era más un rasguño que una verdadera cicatriz y que bien había podido hacérsela su propio barbero. Era un corte que caía vertical desde el pómulo izquierdo y que se perdía en la mejilla cubierta por una barba bien cuidada. Al entrar en la librería, dejó a su guardia en la puerta, conversó con varios de los clientes y saludó cortésmente a Anna clavándole su mirada de lobo hambriento. Sus formas de dueño de la ciudad no habían cambiado, se mostraba arrogante, y a Joan le pareció aún más acusado aquel aspecto suyo de fiera elegante. Ella le correspondió seria, sin sonreír.

Joan saludó al duque con frialdad. Este le dedicó una mirada oscura, siniestra y prolongada, y no le devolvió el saludo.

Aquella noche, el librero escribió en su libro: «El duque aún tiene hambre. Esto está lejos de terminar».