18

Con Juan Borgia alejado de la ciudad, la familia Serra disfrutó de unas Navidades tranquilas y felices. Las noticias que llegaban de la campaña contra los Orsini eran muy positivas y las fortalezas enemigas caían una tras otra.

Ese hecho, que antes hubiera alegrado a Joan, no lo hacía ya. Hubo un tiempo en el que él se sentía uno de los catalani. Pero ya no. Odiaba al duque de Gandía, a sus hombres de negro, e incluso al propio Miquel. Se decía que si a su regreso el duque insistía en el acoso, acabaría con él. Solo que primero pondría a su familia a salvo en algún lugar adonde no pudiera llegar la venganza del clan del papa.

—Tengo orden de no regresar sin vuestra respuesta —le dijo a Joan un mensajero que apareció por la librería a mediados de enero.

El librero observó la carta lacrada que le acababa de entregar. No tenía que abrirla para imaginar su contenido; aquel muchacho, que mostraba el cansancio y el barro de una larga jornada de viaje, venía de Bracciano, donde la fortaleza de los Orsini, a orillas del lago del mismo nombre, resistía desde hacía tiempo el asedio del ejército vaticano.

Joan desenfundó su daga y después de rasgar los sellos de Miquel Corella, reconoció su letra.

Estamos atrapados en un lodazal —leyó—. La racha de victorias de la que disfrutamos ha terminado y el duque está furioso. Necesita buenos artilleros para el asedio y le han informado de que tu esposa está de nuevo radiante, despachando en la librería. Te ordeno que cojas tus armas, montes tu caballo y acudas de inmediato a ofrecer tus servicios al duque. De lo contrario, más os vale a ti y a tu familia estar muy lejos de Roma cuando el ejército regrese. El mensajero te acompañará.

—Pasaréis la noche aquí y mañana os daré la respuesta —le dijo Joan al correo—. Un aprendiz cuidará de vos y de vuestro caballo. Comed y descansad.

Joan le mostró la carta a Niccolò.

—No puede estar más claro —dijo este serio y pensativo—. Ahora debo aconsejaros que, a pesar del peligro que representa, acudáis a Bracciano.

—La otra opción es el exilio —razonó Joan.

—No. No es una opción. No creo que el duque os perdonase, y os perseguiría tanto en Italia como en España.

—Eso temo —repuso el librero afirmando con la cabeza—. Ya había decidido ir.

—Dejadme que os acompañe. Dos se defienden mejor que uno.

Joan observó al florentino y evaluó su propuesta. Niccolò iría a la guerra para defenderle y aquella muestra de amistad le emocionó. Se sentiría mucho mejor teniéndole a su lado.

—¡Gracias, amigo! —dijo abrazándole.

A la mañana siguiente, Joan y Niccolò partieron a caballo, guiados por el mensajero, rumbo a Bracciano. Sus alforjas iban cargadas de comida, se protegían con un coselete y un casco y, aparte de dagas y espadas, portaban sus arcabuces.

A Joan le dolía abandonar a su esposa para acudir a una guerra en la que se exponía a un doble peligro. No hubiera deseado otra cosa que continuar a su lado gozando de su compañía, de su contacto. Sin embargo, se consolaba al saber que nadie la molestaría en su ausencia.

Por su parte, Anna odiaba la idea de separarse de su marido, pero cuando este le mostró la carta de don Michelotto tuvo que rendirse a la evidencia y, desconsolada y conteniendo las lágrimas, le despidió con un fuerte abrazo.

—Cuidaos —le dijo—. Sed prudente. Mis oraciones estarán en todo momento con vos.

Joan sintió que dejaba parte de sí en aquel abrazo que le hubiera gustado fuera eterno.

Aquel era un desapacible día de enero, el cielo estaba encapotado y los caminos, encharcados y llenos de barro. El viaje, que normalmente se podía hacer en unas horas, les llevaría todo el día.

—Todo iba bien hasta llegar a Bracciano —les explicó el correo—. Fueron cayendo en nuestro poder ocho fortalezas de los Orsini, una tras otra. Sin embargo, esta es más fuerte que las anteriores y, cuando le pusimos sitio, no hubo forma de impedir que a través del lago continuaran llegándoles suministros. Al no poder abrir una brecha en las murallas, el duque de Gandía y el de Urbino, al que el papa contrató para que ayudara a su hijo, decidieron trasladar un barco por tierra desde el Tíber hasta el lago y así cortar la vía de suministros. Pero los Orsini se enteraron, salieron de la fortaleza por sorpresa y lo destruyeron.

—Y ¿cuál es la situación ahora? —inquirió Joan.

—Bracciano no se rinde y estamos hartos de pasar frío y soportar la lluvia. El campamento es un lodazal. Dicen que sois un buen artillero. A ver si abrís una buena brecha en aquellos muros y entramos de una vez.

Al atardecer divisaron las aguas del lago y las redondeadas torres del castillo. Joan pudo distinguir en sus almenas las enseñas de los Orsini y, para mayor desafío, las de Francia.

—Hay algo extraño en el campamento —los advirtió el guía al divisarlo.

Y se desvió del camino para hablar con unos soldados que montaban guardia.

—El ejército se ha ido —les explicó a su regreso—. Aquí solo queda una pequeña tropa de retén. Los duques supieron que Carlo Orsini se acercaba por el norte con un ejército reclutado con dinero francés y decidieron salir a su encuentro.

Joan miró a Niccolò y le dijo:

—Creo que debemos ir en su busca. Cuanto antes me vea Juan Borgia, mejor.

Partieron al amanecer del día siguiente y bordearon el lago hacia su extremo norte. Había dejado de llover y gozaron del hermoso paisaje de olmos, sauces y otros árboles de hoja caduca a la orilla del lago, desnudos de sus hojas, y pinos y olivos en las colinas circundantes.

Antes del mediodía abandonaron la orilla del lago Bracciano para continuar hacia el lago Vico, situado más al norte.

—Nos separan pocas millas tanto de nuestras tropas como de las de los Orsini —los informó su guía después de hablar con un mensajero con el que se cruzaron al atardecer.

—La batalla es inminente —murmuró Niccolò.

—Pues partiremos con las primeras luces —dijo Joan—. Hay que encontrar a Miquel Corella antes de que los ejércitos se enfrenten.

Joan apenas durmió aquella noche; sentía su cuerpo entumecido y su manta y su capa eran incapaces de protegerle del frío y la humedad. Por suerte no llovió. Pensaba en Anna, en su calor y cariño, y también en lo que ocurriría al día siguiente. Tan pronto como la luz lo permitió montaron en sus caballos, que pusieron al trote donde el camino lo hacía posible. Comieron un mendrugo de pan por todo desayuno sin desmontar del caballo.

—Llegamos tarde —dijo el guía un par de horas después, al poco de entrar en una zona llamada Ciminos, antes de llegar a la población de Soriano.

Se encontraban en una elevación del camino y señaló al frente. Abajo, en la distancia, pudieron ver a los dos ejércitos que avanzaban uno contra el otro. Las enseñas de los Borgia, del Vaticano y del duque de Urbino ondeaban en un bando, y las de los Orsini y las de Francia, en el otro. Se podían oír los tambores, pífanos y cornetines de órdenes. El cielo mostraba grandes claros y en ocasiones el sol hacía brillar los cascos y las armaduras de los soldados.

—Ya no hay nada que hacer —dijo Niccolò—. Fuera de disfrutar del espectáculo.

—¡Todo este camino ha sido inútil! —se lamentó Joan.

—Subamos a aquella colina —propuso Niccolò—. Desde allí veremos mejor.

El choque se produjo momentos después. Sonaron los cornetines, los arcabuceros y ballesteros empezaron a disparar y a continuación cargó la infantería con sus largas picas.

—¡Mirad! —gritó el guía al rato—. ¡Ganan los nuestros! Los Orsini están cediendo, retroceden.

—Es cierto —advirtió Niccolò, que no compartía su entusiasmo—. Sin embargo, lo hacen de forma demasiado ordenada.

Las tropas de los Orsini se retiraban hacia una colina situada a sus espaldas, acosadas por las tropas del papa. Podían ver claramente los estandartes del duque de Urbino penetrar en las líneas del enemigo, que continuaba retrocediendo.

—Observad nuestra caballería pesada, los gendarmes —dijo Niccolò señalando hacia el campo—. ¡Abandonan la batalla!

—No, lo que pretenden es rodear a los Orsini y atacarlos por la retaguardia —explicó Joan, y después razonó—: Aunque muy seguros tienen que estar de la victoria para ejecutar ese movimiento; si el enemigo se abre paso por alguno de los flancos, no habrá quien proteja a nuestra infantería.

Las palabras de Joan parecieron anticipar los hechos. De repente, los gendarmes de los Orsini, con sus armaduras de acero, sus yelmos coronados de penachos y lanza al ristre, cargaron en masa, colina abajo, sobre la infantería del costado derecho. Los soldados trataron de protegerse con sus picas, pero fueron desbaratados en unos instantes. Juan Borgia envió a sus jinetes ligeros a taponar la herida, sin que estos pudieran hacer nada para detener a los gendarmes enemigos, verdaderas máquinas de matar acorazadas. Sonaron los cornetines y las tropas de los Orsini, que hasta aquel momento iban retrocediendo, pasaron a avanzar. En unos instantes, el duque de Urbino se vio rodeado. La caballería pesada de los Orsini continuaba haciendo estragos y al poco un grupo de soldados vaticanos dio media vuelta y huyó. A este le siguió otro, y otro más. Solo una unidad de lanceros que ondeaba las enseñas del papa mantuvo el orden, formando en cuadro, al tiempo que iba retirándose. Nadie los atacaba. El enemigo prefería acometer a los que huían, convertidos en presas fáciles para la caballería.

—¡Mirad a nuestros gendarmes! —señaló Joan—. Dan la batalla por perdida y se retiran sin combatir. ¡Qué infamia! ¡Son los responsables de la derrota!

—Su comandante es Fabrizio Colonna —recordó Niccolò—. Y los Colonna son aliados recientes del papa, cambiaron de bando con la retirada francesa. Creo que Juan Borgia se equivocó al poner a un antiguo enemigo al mando de los gendarmes.

El descalabro era evidente y las tropas vaticanas huían tratando de salvar sus vidas.

—Dios mío, ¡qué desastre! —exclamó el guía al ver cómo masacraban a sus compañeros—. ¡Qué traición!

—¡Volvamos a Roma! —exclamó Joan, que sentía una extraña mezcla de alegría y tristeza ante la derrota de los catalani—. ¡De inmediato!

Niccolò le miró interrogante.

—Con esta confusión no podremos encontrar ni a Juan Borgia ni a Miquel Corella —le explicó—. Y de hacerlo, no los hallaremos del humor adecuado. Es inútil que los busquemos, estarán huyendo como los demás. Sin embargo, cuando la noticia llegue a Roma, los Orsini de la ciudad se sublevarán. Y atacarán la librería de nuevo. ¡Anna, mi familia y nuestros camaradas están en peligro!