El alivio de haber escapado de algo terrible les duró poco a los Serra. Un temor vago, nunca sentido antes, flotaba en el ambiente, y aquella noche, en su alcoba, Anna lo concretó en palabras.
—Juan Borgia ha pasado de insolentarse conmigo a usar la fuerza —le dijo a su esposo mirándole a los ojos—. Está dispuesto a todo y no creo que este fracaso le detenga. Esos hombres eran catalani, nadie lo duda, gente suya. Hoy envió solo a cuatro. ¿Qué ocurrirá cuando sea una docena?
Joan tragó saliva. Aquella misma pregunta se la había hecho él durante todo el día. Hasta aquel momento su preocupación se había centrado en proteger a los suyos de los Orsini o de cualquier otra banda opuesta al papa. Sin embargo, aquella mañana había comprendido que el peligro los acechaba mucho más cerca.
—Creía que pertenecíamos al clan —continuó Anna pronunciando las palabras que él quería evitar—, pero hoy he visto que son nuestros enemigos.
—Nuestro único enemigo es Juan Borgia —repuso él—. Los demás, todos los que vienen a la librería, Sancha, Lucrecia y el propio Miquel Corella son nuestros amigos.
—No, no os hagáis ilusiones. Juan Borgia es el jefe y los demás obedecen. Los lidera, y si él es nuestro enemigo, los demás también lo son. Aunque excluyo a mis amigas, ellas no le deben obediencia al hijo del papa.
Joan se encogió de hombros. Desconocía los pormenores de las relaciones dentro de la familia Borgia.
—Pienso que el único que le puede detener es Miquel Corella —continuó Anna ante su silencio—. Es poderoso y tiene acceso al papa, al que su hijo está obligado a obedecer. Estoy segura de que si quiere, nos puede ayudar. Dice que es vuestro amigo. Pero ¿qué ha hecho hasta el momento aparte de buscar excusas? Nos ha abandonado a nuestra suerte.
—Sobreestimáis a Miquel Corella, no posee tanto poder.
—Pues en la librería la gente comenta lo contrario. Pienso que no quiere ayudarnos.
—De acuerdo —concedió Joan a regañadientes—. Hablaré de nuevo con él. Aunque debéis tranquilizaros. Dentro de un par de días, Juan Borgia saldrá de Roma al frente del ejército. Permaneced en la librería hasta entonces. Aquí estaréis segura.
Aquella misma tarde, Miquel Corella, enterado de lo ocurrido, se personó para interesarse por Anna.
—Está muy afectada por el intento de secuestro —le dijo Joan con semblante grave—. Imagino que vos sabéis quiénes eran esos enmascarados.
—No sé quiénes fueron —repuso el valenciano con tranquilidad—. Aunque puedo darte algunos nombres y no me equivocaré en mucho. En todo caso, unos chapuceros. No pudieron con dos mujeres.
—Eran de los nuestros. Sicarios de Juan Borgia.
Miquel Corella se encogió de hombros.
—Pues claro —dijo—. Ya te lo advertí. Cuanto más os resistáis, peor será. Si esos hombres hubieran logrado su propósito, todo habría terminado ya.
—¡Cómo podéis decir eso! —se indignó Joan—. Nosotros no cederemos y os pido que nos ayudéis. —Miraba fijamente al valenciano—. Hablad con el papa. Detened esa indignidad que mancha nuestro nombre, el de los que somos fieles al pontífice.
—No denunciaré ante el papa los actos de su propio hijo —respondió Miquel, al que la excitación de Joan no parecía afectarle—. Lo hice en Barcelona y no sirvió más que para unas cartas de reprimenda. No me haría ningún caso y su hijo lo consideraría una traición.
Joan sintió que la furia crecía en su interior y las palabras surgieron de su boca casi sin que pudiese evitarlo.
—Así que ¿no queréis ayudarnos?
—Te dije que no puedo y te lo repito —dijo Miquel ceñudo—. No estoy entre los amigos de Juan Borgia y a quién corteja él no es mi asunto.
—No solo corteja, sino que acosa. —El librero apretaba los puños con rabia—. Y de la forma más violenta. Le acuso del ataque sufrido por mi esposa y del sufrimiento de ella.
—Eso no se lo diré.
—Me es igual —repuso Joan—. Jamás le perdonaré la tensión que le causa, jamás. Decidle que la deje en paz o por mucho que yo viva y por mucho que él muera, siempre habrá una cuenta pendiente entre nosotros.
—¡Cállate, Joan! —ordenó el valenciano componiendo aquella expresión feroz que lo caracterizaba—. No puedo oír eso. —Le puso la mano en el hombro y, a pesar de su gesto agresivo, sus palabras sonaron suaves, casi cariñosas—. Te aprecio demasiado, muchacho. Y si vas diciendo eso en Roma, no durarás más allá de un par de días. —Hablaba con lentitud, mirándole a los ojos—. Yo mismo puedo ser el encargado de hacerte callar. Debo fidelidad al papa y a su familia, ya te lo dije. No me pongas a prueba.
Ambos se sostuvieron la mirada. Joan sabía que el valenciano no amenazaba en balde y trató de contenerse. Hizo ademán de despedirse, pero don Michelotto no daba por terminada la conversación.
—También he venido para asegurarme de que tienes tus armas y tu equipo listos para unirte al ejército —añadió el capitán vaticano—. Partimos mañana.
El librero se estremeció recordando las advertencias de Niccolò. Iba a morir en el campo de batalla y sería uno de los catalani quien le matara.
—¿Cómo puedo yo unirme a las tropas de Juan Borgia? —repuso—. Quiere a mi mujer y por lo tanto es mi enemigo. No. No iré.
—Debes ir.
—No, Miquel. Me quedaré junto a mi mujer, que está embarazada y me necesita.
—Déjate de bobadas. —Ahora don Michelotto alzaba la voz y Joan observó a Niccolò, que, simulando arreglar unos libros, escuchaba la conversación—. Aquí no hay espectadores, estás con nosotros o en nuestra contra. No hay excusas.
Joan vaciló. Miquel no bromeaba.
—Y ¿qué ocurre si no me presento? —quiso saber.
—Esa no es una opción. —La expresión del valenciano mostraba pesar—. Juan Borgia te declararía traidor; pienso que espera la menor excusa para hacerlo.
Joan se mantuvo callado, intuía cuáles serían las terribles consecuencias de que los catalani le consideraran un traidor. Miquel le observó unos momentos y después le dio una palmada amistosa en el hombro, sonriéndole.
—Déjate de historias. Te espero mañana en mi casa. El ejército partirá desde el Vaticano.
Y abandonó la librería. Joan le contempló notando una creciente sensación de asfixia. Estaba atrapado.
—No sé qué es peor —le confesó Joan a Niccolò cuando este se le acercó momentos después—. Obedecerle o no.
—Si os negáis, el Borgia os declarará traidor y eso será vuestra condena a muerte —reflexionó el florentino—. Y quizá tenga razón Miquel Corella: eso es lo que el hijo del papa desea. Por el contrario, si obedecéis, os hará matar en el campo de batalla aparentando un accidente.
En aquel momento, Joan vio que Anna bajaba a la librería desde el piso superior. Había esperado a que se fuera Miquel.
—No le digáis nada a mi esposa sobre esto último —le advirtió Joan al florentino—. De nada serviría preocuparla más.
—Buenas tardes, Niccolò —saludó Anna con una inclinación de cabeza a la que este respondió con una reverencia—. ¿Nos ayudará don Michelotto? —le preguntó ansiosa a su esposo. No le importaba hacerlo frente a Niccolò; compartía sus inquietudes con él.
Joan negó con la cabeza.
—No puede. Y, además, Juan Borgia ordena que me una a su ejército como artillero.
—No iréis, ¿verdad?
Joan hizo un gesto apesadumbrado.
—Si no voy, si desobedezco su orden, dirán que soy un traidor al clan.
—Temo por vuestra vida —murmuró Anna.
Él se encogió de hombros.
—¿Qué otra opción tenemos? Quizá esa sea la menos mala. De lo contrario, me ejecutarán, y si huyo, os lo harán pagar a vos y al resto de la familia.
Ella le miró con expresión desolada.
—No, no tenéis por qué incorporaros al ejército —intervino Niccolò con una sonrisa divertida rompiendo el largo silencio en el que se habían sumido los esposos.
Joan miró a su amigo. ¿Qué se le habría ocurrido?
—Hablad —le animó expectante.
—La signora Anna ha caído en una terrible crisis de ansiedad a causa del ataque sufrido en el mercado. —Niccolò calló y, ampliando su sonrisa, hizo un gesto con las manos para que sus patronos continuaran con la historia. Pero los Serra no dijeron nada, a la espera de que el florentino siguiera—. De resultas de ello acaba de sufrir un aborto, ha perdido mucha sangre, se debate entre la vida y la muerte y vos os quedaréis a su lado —prosiguió al rato Niccolò—. Nadie os podrá obligar a ir a la guerra.
Joan sonrió moviendo la cabeza, incrédulo.
—¡Qué buena idea! —dijo al fin—. Si algo respeta el papa es la familia. Nadie objetará a que me quede junto a mi esposa agonizante. Y menos Juan Borgia, que bien sabe lo que ocurrió en el mercado.
—¡Gracias, Niccolò! —dijo Anna dando un salto de alegría y acudiendo a abrazarle.
Joan observó con recelo la expresión feliz de Niccolò en brazos de su esposa, pero no dijo nada. Él también deseaba abrazar al florentino.
Cuando le comunicó a Miquel Corella que su esposa se debatía entre la vida y la muerte a causa del aborto provocado por el altercado en el Campo de' Fiori, el valenciano se mostró sorprendido y algo escéptico, aunque al final pareció acoger la historia con alivio.
—¿Hay algún médico que pueda testificarlo?
—Una conocida comadrona nos asistió —dijo Joan, que había organizado un espectáculo con sangre de pollo que la comadrona admitió como cierto a cambio de unas monedas.
—El duque de Gandía deberá ahora disculpar que no te unas a nuestro ejército —dijo Miquel pensativo—. De momento.
—Desde luego que no lo haré —repuso Joan tajante—. Nada del mundo me apartaría de ella en estas circunstancias.
—Lo entiendo. Hablaré en tu favor. No se le puede pedir a un hombre que abandone a su esposa a las puertas de la muerte.
Joan mantuvo su expresión compungida evitando que un suspiro de alivio le delatara.