Después de su conversación con Niccolò, Joan empezó a mirar a Miquel Corella con otros ojos. Las palabras del florentino no habían sido una completa sorpresa, pues al librero no se le escapaba el respeto, incluso el temor, con el que muchos trataban a su amigo valenciano. Sin embargo, jamás le había considerado un sicario, un asesino frío e insensible. Le era difícil encajar las distintas caras, algunas contradictorias, de aquel personaje. Sabía que era un hombre de profunda religiosidad, fiel devoto de la Virgen María, de misa diaria y lector asiduo de libros piadosos, lo que contrastaba con su tabique nasal roto varias veces y con aquellas facciones de toro dispuesto a embestir que mostraba al enojarse y que aterrorizaban a la gente.
Joan no podía evitar sentir cariño por aquel hombre, siempre dispuesto a degustar un buen libro y habitual de su librería. Era imprescindible para un caballero ofrecer una imagen culta y mostrar algún conocimiento de los clásicos. Sin embargo, don Michelotto no acudía solo porque fuera de buen tono dejarse ver entre libros, sino por un interés genuino. El valenciano no se limitaba a moverse por la librería y los salones; cruzaba con Joan el almacén de la trastienda e iba a los talleres de encuadernación e imprenta. Allí comentaba con Antonio, el maestro impresor, su trabajo con la Divina comedia y con Giorgio los preparativos para su encuadernación. En ocasiones parecía uno más del equipo.
Joan le comunicó el embarazo de Anna como cierto, pues fuera de la pareja solo serían partícipes del engaño Niccolò, María y Eulalia.
—¡Qué buena noticia! —celebró el valenciano—. ¡Trae una botella de vino!
Joan así lo hizo y brindaron por ello.
—Espero que seas tú el responsable —añadió Miquel con una sonrisa intencionada.
—No tengáis la más mínima duda —repuso Joan, molesto, arrastrando las palabras.
El valenciano rio al ver la expresión de Joan.
—Es una broma, hombre.
—Pues a mí no me hace ninguna gracia —le confió bajando la voz—. Juan Borgia sigue acosando a mi esposa y os pido, por la amistad que nos une, que le digáis que está embarazada y que la deje tranquila.
—El duque es mi señor —respondió Miquel, ahora reflexivo—. Y ya te dije que no tenemos la intimidad necesaria. Además, no creo que le guste que yo vaya diciéndole qué mujeres buscar.
—¡Ayudadme, por favor!
—Ya te di mi opinión hace tiempo. Veo que has decidido resistir el asedio y me temo que el Borgia considera cuestión de honor tomar esa fortaleza. —Miquel se encogió de hombros—. Yo no te puedo ayudar. Es tu esposa quien se lo debe decir; quizá logre enternecerle si muestra algunas lágrimas en los ojos.
—Estoy embarazada, señor —le dijo Anna al duque, mostrando una cintura algo más gruesa. Eulalia y María habían trabajado la tarde anterior ensanchando ligeramente el vestido y preparando de forma conveniente el relleno—. Haréis mejor uso de vuestro tiempo dedicándole vuestras atenciones a alguna doncella. Por favor, dejad de acosarme, os lo suplico. Vuestra presión me hace muy infeliz y eso no le conviene a mi estado.
—Pues dadme de una vez lo que os requiero, antes de que se os estropee más la figura —repuso él cortante.
Los ojos verdes de ella chocaron con la mirada oscura y fría de él. Anna sintió una rabia inmensa. Hubiera querido abofetear a aquel hombre, pero no se atrevía. Temía que la pagara con su esposo, que dejase caer su poder sobre su casa, sobre los suyos. Hasta aquel momento, aun mostrándose insultante con su marido, se había mantenido cortés con ella, pretendía seducirla. Aquel cambio de actitud, la brutalidad de su respuesta dejaban clara la naturaleza de aquel individuo y de sus intenciones.
—Sois despiadado —le dijo con un sollozo.
—Si sufrís, es porque queréis —contestó él sin que las lágrimas le conmovieran—. Es mucho el tiempo que he empleado ya con vos. Pero tarde o temprano seréis mía. En vuestras manos está que esto termine pronto.
—Olvidaos de mí de una vez por todas —repuso ella alzando la barbilla.
Juan Borgia le lanzó una mirada turbia y se fue sin despedirse.
—Le es indiferente su embarazo —le dijo Joan a Miquel con amargura—. No le importa presionarla. Disfruta con ello.
Miquel se encogió de hombros.
—Así es como es.
—Es un miserable indigno —estalló Joan—. Un ser ruin y asqueroso. Me gustaría matarle con mis propias manos. Si no fuera porque…
—¡Contén tu lengua! —le cortó Miquel—. Juan Borgia es mi señor y no puedo permitir que en mi presencia se le insulte. Y menos que se le amenace. Que nunca más te oiga decir algo parecido.
Don Michelotto tenía aquella mirada feroz que atemorizaba.
—Pero cuando estuve en vuestra casa no parecía que le apreciarais demasiado, dijisteis que…
—Yo no dije nada —le interrumpió de nuevo—. Además, las confidencias que un amigo te hace cuando lleva bastante vino encima se deben olvidar. Juan Borgia es mi señor y mi deber es defenderle a él y su honra.
Joan le miró desconsolado.
—Sin embargo, tu esposa tendrá pronto una tregua —continuó Miquel, ahora con tono amable y una sonrisa.
El librero no dijo nada y quedó a la espera de las palabras del valenciano.
—Estamos preparando una acción bélica de envergadura y pasaremos mucho tiempo fuera de Roma. Anna quedará tranquila.
—No puedo esperar a que llegue ese momento.
—Bueno, también debo darte otra noticia relacionada con ello. —Su rostro había perdido la sonrisa.
—¿Cuál?
—Tengo un encargo para ti.
—¿Qué es?
—Juan Borgia se ha enterado de que eres un buen artillero y quiere que te unas a nosotros en esa campaña.
Joan sintió un rechazo inmediato por aquella propuesta. El acoso a su esposa por parte del jefe del clan de los catalani hacía que su antigua fidelidad a estos hubiera mudado a resentimiento. Los catalani ya no eran sus amigos. Sin embargo, dependía de ellos, y fue cauto al responder.
—Sé cuánto os debo, Miquel, pero Anna está embarazada y no quisiera abandonarla.
—Un embarazo no es una enfermedad. Estaremos de vuelta antes del parto.
—Es mi primer hijo y quiero estar con ella.
—Tú ya tienes un hijo.
—Bien sabéis que es del anterior marido de mi mujer, el barón napolitano Ricardo Lucca.
—Al que tú mataste.
Joan no respondió y se quedó mirando al valenciano con los labios apretados. Aquel comentario era inoportuno y le incomodaba profundamente. Miquel Corella sostuvo su mirada y después hizo un gesto con la mano, como borrando en el aire sus palabras anteriores; ante el silencio del librero, dijo:
—Piénsalo, Joan. No entenderemos que te niegues. Y el duque de Gandía menos que nadie.
Miquel Corella no dijo más ni esperó respuesta de su amigo, que se mantuvo silencioso. Se despidió y antes de salir a la calle añadió:
—No tienes opción. Debes unirte al ejército.
Joan se quedó en el umbral de la librería, viendo cómo don Michelotto se alejaba.
—Sabía que se preparaba una guerra —oyó que decían quedo a sus espaldas. Era Niccolò, que parecía conocer las noticias antes de que se produjeran—. Irán contra la familia Orsini.
El florentino se mostraba serio y preocupado.
—Os van a presionar para que os unáis a esa expedición —continuó—. Y cuando aceptéis, en uno de los combates, una bala perdida os reventará la cabeza. O quizá sea un tajo en la garganta. El duque de Gandía os hará matar.
—¿Cómo sabéis eso?
—Tengo muchos amigos y conocidos. Hablo mucho, pero escucho más, recojo noticias, rumores, suposiciones… Y el resto lo deduzco yo.
Niccolò calló para mirar intensamente con sus oscuros ojillos a Joan.
—Y ¿sabéis lo peor de todo esto?
—¿Qué puede ser peor?
—Que si notáis una soga en vuestra garganta será la de Miquel Corella.
—¿Miquel? No, no puede ser.
—Él aún no lo sabe, pero el duque le ordenará que os ejecute sin que nadie se entere. Como el propio don Michelotto os dijo, él es un soldado. Y por mucho que le pese, obedecerá.