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Cuando Joan entró en el Castel Nuovo para la cita concedida por el gobernador, se sorprendió al encontrarse con que Antonello le esperaba. El napolitano había organizado el emotivo encuentro de Anna y Joan con sus hijos, que trabajaban en su librería, y el hermano de ella, el día anterior, en su casa.

—¿Qué hacéis aquí?

—Vilamarí me ha encargado que te conduzca a su presencia.

—Y ¿qué tenéis que ver vos con el gobernador?

—Ahora lo sabrás.

Vilamarí aguardaba sentado detrás de una mesa y les ofreció asiento.

—Os agradezco, señor, mi rescate y el de mi esposa —le dijo Joan después de los saludos de rigor.

—Te agradezco el agradecimiento, pero no hace falta —repuso el gobernador—. Ahora estamos en paz.

—¿En paz?

—Te debía dos vidas; la de tu padre y la mía, que salvaste en batalla.

Joan quedó pensativo.

—Así que fuisteis consciente de la muerte de mi padre y del daño que nos causasteis… —dijo al fin mirándole a los ojos.

—Conocí tu caso cuando mataste a uno de mis hombres y negocié tu castigo con mosén Bartomeu Sastre. Él me lo contó todo.

—Y ¿no os pesó en vuestra conciencia?

Bernat de Vilamarí se removió incómodo en su asiento y se tomó un tiempo antes de responder.

—Yo te arranqué las raíces, pero te di alas. —Hablaba con solemnidad—. El desarraigo duele, pero es necesario para el verdadero desarrollo del ser humano. Por eso las mujeres paren con dolor y sus hijos nacen llorando. La raíz es el cordón umbilical que hay que cortar para poder crecer, para poder volar, para desarrollar el potencial que cada uno tenemos. De haber continuado en Llafranc, serías un pobre pescador analfabeto atado a tus raíces. Te arranqué de tu aldea, pero te di el mundo.

Joan reflexionó; guardaba la imagen de su aldea como la de un paraíso del que aquel hombre, cual ángel punitivo con espada de fuego, le había desterrado sin tener culpa. Negó con la cabeza.

—Lamento lo ocurrido en tu aldea —continuó Vilamarí—, pero mis hombres pasaban hambre y no había otra forma de alimentarlos.

El gobernador movió su brazo derecho dando énfasis a sus palabras, su chaquetilla se abrió y Joan pudo ver el medallón que colgaba sobre su camisa. Un círculo de oro que enmarcaba un triángulo isósceles. Era el medallón de Innico d'Avalos.

—¡El medallón del gobernador de Ischia! —exclamó Joan atónito.

—Cuando el almirante fue nombrado gobernador de Nápoles, Constanza d'Avalos consideró que serviría mejor a nuestra causa cediéndole el liderazgo a alguien más poderoso que es también de los nuestros —le informó Antonello.

Aquella era la respuesta a la presencia de Antonello allí y a la misteriosa afirmación de Genís al decir que el viejo almirante tenía más de un motivo para rescatarle. Sin embargo, no podía entender que aquel hombre ocupara el lugar de Innico.

—¿De los nuestros? —repuso Joan—. ¡Pero si es un esclavista!

—Hace mucho del asalto de tu aldea —intervino Vilamarí—. En la larga negociación con Bartomeu, tu protector en Barcelona, llegamos a congeniar, y comprendí que nuestras ideas no estaban tan lejanas. Por otra parte, Innico d'Avalos fue mi amigo por muchos años, tomamos la isla de Ischia juntos, juntos negociamos su entrega a España y en su puerto tuve que refugiarme muchas veces. De tanto conversar llegamos a coincidir.

—Sin embargo, ¡continuasteis pirateando! —exclamó Joan.

—Pirata es el que actúa en beneficio propio —repuso Vilamarí tranquilo, aunque sin rebatir la afirmación—. Yo siempre hice lo que tenía que hacer por el bien de mis hombres y el poder de mis naves. Y, por lo tanto, a favor del rey de España.

—¿Sabía el rey que pirateabais?

—El rey atendía las reclamaciones de los afectados en tiempos de paz, cuando las había, y me amenazaba. En más de una ocasión tuve que devolver una captura —respondió Vilamarí después de sonreír—. Pero enviaba poco dinero para la flota y exigía su parte en nuestros botines. En la paz, si no encontrábamos trabajo de mercenarios, nos moríamos de hambre. Y en la guerra nos quería listos para el combate.

—Hasta para hacer el bien es preciso tener antes poder —intervino Antonello.

—Y ¿aprobáis esos medios para obtenerlo? —inquirió Joan.

—Niccolò dei Machiavelli, vuestro amigo florentino, dice en sus escritos que un buen fin justifica los medios —dijo Vilamarí, y miró a Antonello, que afirmó con la cabeza.

—¡No estoy de acuerdo! —exclamó Joan—. Un buen fin no puede justificar actos criminales.

A su mente acudían las terribles imágenes de aquella mañana que supuso el fin de su paraíso en Llafranc. Oyó de nuevo el arcabuzazo y vio caer a su padre herido de muerte.

—Aún te seduce Platón, ¿verdad? —le preguntó Antonello.

Vilamarí intervino sin darle a Joan tiempo a responder.

—Nuestro amigo Joan Serra de Llafranc mantiene una postura firme sobre el asunto —le dijo a Antonello mientras se arrellanaba en su sillón con una sonrisa que anticipaba el placer de una larga charla—. Creo que debemos debatir ese tema.