Joan y Anna contemplaron la puesta de sol sobre el horizonte de España desde la carroza de la galera. El día se despedía con nubes rosas, blancas y azulonas entre las que jugaba la luz dorada del atardecer. Y después, cuando el astro se escondió en la lejana cadena de montes, el ocaso se tiñó de rojos.
—Fuego —murmuró Joan, a pesar de la belleza del crepúsculo—. O quizá sangre.
El chapuzón que se habían dado en el mar los había librado del olor a agua fétida de la charca del Canyet y del humo de la hoguera. Genís les dio ropas limpias y se sentían nuevos, como si acabaran de nacer. Se cogían de la mano con ternura y en ocasiones Joan asía la de su esposa con fuerza, para convencerse de que no soñaba. No tenían palabras para describir aquella felicidad y se refugiaban en el silencio.
—En estos momentos seríamos apenas un montón de cenizas —dijo Anna al rato—. Prometedme que viviremos esta nueva vida que el Señor nos concede siendo felices y haciendo que nuestros hijos lo sean.
Joan miró a su esposa sopesando aquellas palabras. Le recordaban demasiado a una promesa que le había hecho a su padre muchos años antes.
—Eso no se puede prometer —objetó él. Una sonrisa bailaba en sus labios—. La felicidad no depende plenamente de uno mismo.
—Y ¿la libertad sí?
Él quedó en silencio. La respuesta para ambas era no, y también sí.
—Es lo mismo —insistió ella—. Si un día prometisteis que seríais libre, hoy me tenéis que prometer que seréis feliz.
Joan se resistió juguetón, aplazando, con diversas objeciones, aquella promesa que sabía iba a hacer.
Durante aquella travesía, Joan y Genís tuvieron tiempo sobrado de renovar su amistad con largas conversaciones.
—Bartomeu se convirtió en nuestro contacto en Barcelona y tu hermano Gabriel y los Elois fueron los responsables del motín que obligó a que las tropas se quedaran en la ciudad —le explicó Genís—. Por eso no encontramos resistencia en el Canyet y nos resultó fácil rescataros. Eres un hombre afortunado no solo por tu familia, sino por tus amigos.
—Te estaré eternamente agradecido —repuso Joan—. Eres uno de esos amigos por los que soy tan afortunado. Sin embargo, es muy costoso traer una galera de Nápoles y llevarla de vuelta. A pesar de tu nueva posición como segundo en la flota del sobrino de Vilamarí, no pudiste tomar la decisión solo. ¿Quiénes te apoyan y financian? ¿Son mis amigos de Nápoles, Constanza d'Avalos y Antonello?
—Antonello nos advirtió de lo que ocurría. —Genís sonreía—. Pero no hizo falta su dinero.
—No será…
—Sí, es el gobernador de Nápoles, el antiguo almirante Vilamarí. Ya te dije que nunca abandona a los suyos.
—Así que me considera uno de los suyos… —musitó Joan pensativo mientras trataba de reponerse de la sorpresa.
—Sí, y por más de un motivo.
Genís no quiso aclarar su misteriosa afirmación.
Mientras Joan mantenía sus largas conversaciones con Genís, Anna acostumbraba contemplar el mar desde la proa de la nave. En aquel lugar evitaba en buena medida el tufo intenso de la embarcación y podía deslizar su mirada por el inmenso horizonte azul. Respirar profundamente el aire del mar le producía un placer indescriptible. ¡Había pasado tanto tiempo confinada en aquella lúgubre mazmorra!
—Es hermosa la libertad —oyó que le decía una voz áspera—. ¿No es cierto, señora?
—La libertad y también la vida, don Miquel —repuso ella después de superar el sobresalto que la inesperada aparición del valenciano le produjo.
Su aspecto avejentado, su cojeo y sus cicatrices eran testimonio de una vida azarosa de mil combates, prisión y tortura. Ella solo había soportado la cárcel unos meses y Miquel había resistido largos años en condiciones mucho peores que las suyas. Se precisaba un extraordinario tesón y voluntad para sobrevivir en semejantes circunstancias.
Anna había considerado a aquel hombre como un amigo, su protector en Roma, hasta su violación, de la que le hizo en parte responsable. Después había sido testigo de cómo asesinaba al hermano de Sancha, al que Lucrecia tanto amaba, y aquel día sintió pánico cuando estuvo a punto de morir a sus manos. Era un monstruo detestable al que a partir de entonces trató con distante frialdad y solo cuando se veía obligada a hacerlo. Sin embargo, su aspecto ahora la movía a la compasión y se dijo que se le podía coger cariño incluso a un monstruo. Miquel Corella era como era, pero ella nunca olvidaría aquel instante en el que apareció entre las llamas para salvarles la vida.
Anna mencionó intencionadamente la vida al responder a don Michelotto y con ello quería hacerle un velado reproche a él, que tantas vidas había extinguido. El valenciano no se dio por enterado.
—Es cierto, es hermosa la vida —repitió.
Y se quedó apoyado en la borda contemplando pensativo el horizonte. Quizá recordara algunas de tantas veces en las que le rondó la muerte.
—Gracias por salvar la nuestra —dijo Anna sonriéndole al tiempo que apoyaba su mano en su brazo para dar un mayor énfasis a sus palabras.
Era la primera vez que le tocaba y él le devolvió una sonrisa que mostraba varios huecos en su boca. Sorprendida, Anna creyó ver que los ojos de don Michelotto se humedecían por la emoción.
Joan también charló con Miquel Corella largo y tendido.
—Después de la muerte de César, nuestro amigo Niccolò dei Machiavelli me reclamó. Fui el primer sorprendido cuando el papa me concedió la libertad; pienso que algo debió de obtener de Florencia a cambio.
Joan afirmó con la cabeza. El propio Niccolò le había escrito contándoselo y se dijo que quizá al florentino le remordieran la conciencia las traiciones y que rescató a su amigo para acallarla.
—Estuve adiestrando a las milicias populares florentinas —continuó Miquel—. Trabajé junto a Niccolò hasta que cayó la república. Y ahora tengo un nuevo señor. Un hombre de honor que cuida de los suyos.
—¿No será el mismo que os envía?
—Sí. Lo es —afirmó con su sonrisa mellada.