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Anna olía la madera que se quemaba, oía el crepitar del fuego y notó una gota que resbalaba por sus sienes.

—Será un momento corto —le dijo a su esposo—. Iremos juntos a la otra vida.

—Os amo —murmuró Joan, y ella respondió, con el corazón encogido, que también.

Joan sujetó con fuerza las manos de su mujer y se puso a rezar el padrenuestro a media voz. Anna le acompañó en la oración. No sabía si el sudor era provocado por el creciente calor o por su zozobra. Pedía en silencio que el humo los asfixiara antes de ser alcanzados por las llamas. Sus manos también sudaban y apretaron un poco más las de su esposo, que le correspondió. Pronto las llamas los alcanzarían, solo unos instantes los separaban de la muerte. El calor crecía y costaba respirar. Trató de recordar las caras de sus hijos, de llenar su mente con los momentos felices vividos, pero no lo lograba, una gran angustia la atenazaba. En unos momentos sentiría el fuego en su carne, se acercaba por instantes, y el fin llegaría con un terrible dolor. Se dijo que no gritaría, que iba a aguantar como pudiera, no quería que Joan la oyese.

En aquel momento sonó un gran estampido y Anna vio una multitud aullante que surgía de los cañaverales del lado del mar. Aquellos hombres se cubrían con turbantes, blandían lanzas y espadas y corrían hacia ellos chapoteando en las charcas. Anna comprendió que el ruido procedía de un disparo de arcabuz, pues varios portaban aquellas armas.

Joan escuchó sorprendido la detonación y los aullidos a su espalda al tiempo que notaba que la presión de la mano de Anna disminuía. No podía ver quiénes gritaban. Su extrañeza le hizo detener el rezo y su mirada fue a la expresión estupefacta del verdugo, que se encontraba a pocos pasos. El hombre dejó caer al suelo la antorcha encendida que aún sostenía.

—¡Sarracenos! —exclamó el sicario—. ¡Que Dios nos proteja!

Y dándose la vuelta se puso a correr en dirección opuesta al mar, hacia los que presenciaban la ejecución. De inmediato, su ayudante le imitó y lo mismo hicieron los que aguardaban en la gradería para arrojar los cadáveres a las llamas. Los frailes dejaron de cantar mientras los soldados se agrupaban alrededor del capitán, que los situó cubriendo al gobernador y al resto de las autoridades y funcionarios del Santo Oficio. Sin embargo, su número era menor que de costumbre, solo un pelotón de una veintena de lanceros a pie y seis jinetes, contando al capitán, a dos alguaciles, a Felip y a sus guardaespaldas. Los arcabuceros, los ballesteros y el resto de la tropa se habían quedado en la ciudad para contener a la multitud.

Joan veía las espaldas de los sarracenos, que una vez rebasada la pira detuvieron su carrera para continuar avanzando, al paso, hacia los soldados; vestían al estilo musulmán e iban armados con espadas, lanzas, un buen número de arcabuces con mechas encendidas y ballestas.

Las llamas prendían ya en la leña a sus pies y se dijo que aquel insólito suceso no cambiaría su destino, aquellos hombres buscaban saquear y les era indiferente que ellos muriesen en la hoguera. Sin embargo, de pronto el corazón le dio un vuelco. La escena le era extrañamente familiar. ¿A qué le recordaba? Le vinieron a la mente las trágicas imágenes del asalto a su aldea en el que su padre murió y los piratas secuestraron a su madre y su hermana. Y después rememoró cuando el almirante Vilamarí le obligaba a él, años después, a vestirse de sarraceno y participar en ataques y saqueos a villorrios semejantes al suyo en la costa de Sicilia. ¿Serían aquellos verdaderos sarracenos o…? No se atrevía a concebir tan absurda esperanza.

Podía ver las llamas elevándose frente a él y cómo una cortina de aire ardiente y humo borraba las imágenes de los soldados, que se habían situado en posición de guardia para defenderse de los sarracenos. Entonces notó la madera moviéndose y el crujir de la tarima del lado de Anna.

—¡Miquel! —exclamó su esposa.

—Buenas tardes, signora Anna —respondió una voz familiar.

Un instante después, Joan vio al sarraceno que se había encaramado a la pira a sus espaldas y que, con unos hábiles tajos de daga, los libraba de sus ataduras. Llevaba turbante, tendría unos sesenta años, una gran cicatriz cruzaba su cara, cojeaba y se movía con dificultad.

—¿Don Michelotto? —inquirió Joan.

—No es momento de saludos —repuso el hombre—. ¡Salgamos de aquí!

Las llamas y el humo los rodeaban, faltaba el aire y el calor sofocaba. Anna empezó a toser. Joan vio un extremo donde el fuego no había prendido aún del todo y, cogiendo a Anna del brazo, la encaminó en aquella dirección. Ella saltó primero y cayó entre unas ramas que empezaban a arder y de inmediato la siguieron Joan y el sarraceno. Los maderos estaban en llamas, la caída los llenó de magulladuras y el fuego prendió en los extremos de los largos sambenitos que el matrimonio vestía.

—¡Corred! —le dijo Joan a su esposa mientras las llamas devoraban su vestido con rapidez.

Y tirando de ella la condujo hasta una de las charcas, a la que se lanzaron. Las fétidas aguas les proporcionaron un alivio indecible y, libres del fuego, los Serra se abrazaron sin poder creer aún lo que estaba ocurriendo.

El fiscal de la Inquisición maldijo al ver que los piratas superaban en número a sus soldados al tiempo que trataba de comprender qué ocurría. Aquello era muy extraño. ¿Qué buscaban aquellos hombres en aquel descampado? No había nada que robar y le parecía absurdo que en lugar de caer sobre civiles indefensos, tal como acostumbraban, los piratas, aun superándoles en número, atacaran a un grupo armado.

Los sarracenos, una vez sobrepasada la hoguera, dejaron de correr para continuar acercándose al paso. Felip maldijo de nuevo. ¿Qué ocurría en realidad? Las llamas crecían y sin embargo pudo ver desde su montura cómo uno de aquellos individuos se encaramaba a la pira.

—¡Los están liberando! —rugió.

La rabia hizo enrojecer su carnosa cara mientras sus ojos inyectados en sangre contemplaban incrédulos cómo Joan y Anna saltaban entre las llamas escapando a la muerte.

—¡Los condenados escapan! —gritó a la tropa—. ¡Al ataque!

Pero los soldados continuaron protegiéndose con las lanzas y escudos sin moverse. Entonces, Felip, lleno de coraje, desenvainó la espada, la alzó con gesto de mando, miró a los ojos a sus dos guardaespaldas y a los alguaciles de la Inquisición, que también iban montados, y les dijo:

—Van a pie. Será fácil capturar de nuevo a esos herejes. —Y sin esperar respuesta ordenó—: ¡Seguidme! ¡Por la Santa Inquisición!

Felip espoleó a su caballo contra los supuestos moros y cargó gritando. Solo había avanzado unos cuantos pasos cuando oyó tronar un nuevo estampido al tiempo que notaba un impacto ardiente en sus tripas que le derribó de su montura y le hizo caer de espaldas, con los brazos abiertos. Nadie le había seguido y, al verle abatido, los lanceros retrocedieron varios pasos, lo que provocó pánico entre los que se refugiaban a sus espaldas, y todos, frailes, autoridades y soldados, terminaron huyendo a todo correr hacia la ciudad.

El inquisidor Mercader vio cómo caía el fiscal, se encogió de hombros y murmuró:

—Será la voluntad del Señor. —Y corriendo para alejarse de allí lo antes posible, añadió—: Bendito sea Su nombre.

Joan observó al muchacho que había disparado; estaba pálido y se dijo que sería su primera acción de guerra. Aquello le traía recuerdos antiguos. Se veía a sí mismo, muchos años antes, en un asalto similar disparando sobre un hombre. Solo que aquel defendía a su familia y no merecía morir, mientras que el miserable fiscal de la Inquisición sí.

Entonces Miquel Corella sopló un silbato ordenando a los suyos que se replegaran.

—Un momento —le dijo Joan.

No podía irse sin más y se dirigió al lugar donde había caído Felip.

—Todos a la galera —ordenó Miquel—. Vos también, señora —le dijo a Anna poniéndola bajo la protección de uno de sus hombres—. Yo me encargo de que vuestro marido regrese sano y salvo.

El fiscal de la Inquisición estaba tumbado en el suelo boca arriba y a través de un agujero en su abultado vientre, de donde brotaba sangre en abundancia, se veían sus vísceras. Aquel tipo de herida era mortal de necesidad y muy dolorosa.

—Mátame, remença, mátame —le dijo a Joan al verle. Estaba lleno de odio—. Maldito seas. Ahora puedes vengarte.

Joan le miró con indiferencia, disimulando la alegría que sentía. Le complacía ver a su enemigo en aquel estado, pero aquella satisfacción no se podía comparar con la increíble dicha que experimentaba por su liberación y la de su esposa. Sabía que no había esperanza para Felip y se decía que la Providencia había intervenido de forma milagrosa para hacer justicia.

—No —dijo.

Prefería que el matón muriera víctima de sus propios actos, no quería cargar con su muerte, aunque fuera un acto de piedad. Si el Señor había decidido que aquel malvado muriese con grandes sufrimientos, él no iba a cambiar su designio.

—¡Mátame, hijo de puta! —insistió con un rugido de dolor.

—No.

Miquel Corella apareció por detrás y sin ningún reparo le quitó a Felip una cadena de oro, un anillo del mismo metal y la bolsa. El herido sufría a cada movimiento.

—¡Humm! —exclamó Miquel cuando contó las monedas—. ¡Cuatro libras de oro y varios sueldos! Te pagaba bien la Inquisición.

Felip le contemplaba con mirada vidriosa.

—Me quedo todo esto a cambio del servicio que te voy a hacer —le dijo con aquella mirada que hacía estremecer a la gente.

Y con la habilidad natural que le caracterizaba, don Michelotto sacó una soga fina que llevaba en el cinto, se la puso a Felip en el cuello cuidando de no mancharse de sangre y, usando su daga enfundada como pomo, empezó a agarrotar al fiscal de la Inquisición. A este se le hincharon las venas de las sienes, sus ojos se abrieron desorbitados y boqueó en busca de aire antes de morir.

—¡Ya está! —le dijo a Joan cuando terminó—. Ya nos podemos ir. Ha sido más trabajoso que apuñalarle, pero más elegante.

Tuvo que tirar del librero, que no podía apartar su vista del abultado cuerpo tendido con los ojos abiertos sobre un charco de sangre. ¡Cómo había cambiado la fortuna de ambos en solo unos instantes! Miquel cogió el caballo de Felip, montaron ambos y se dirigieron al trote hacia la playa a través de los cañaverales.

—¿Por qué le matasteis? —le increpó Joan al valenciano de camino al mar—. ¿Por qué no dejasteis que muriera sufriendo, tal como merecía?

—Fue un acto de piedad bien cobrado. —La voz de Miquel sonaba risueña—. Además, robar a un muerto no es pecado.

El librero se dijo que aquel hombre nunca dejaría de sorprenderle.

Una galera con los estandartes verdes del islam se mantenía a corta distancia de la costa con la popa mirando a la arena. Los soldados cargaron los mosquetes y ballestas en la chalupa y Miquel embarcó en ella junto a los marinos, que remaron hasta el costado de la nave. Estaba tan cerca de la playa que Joan y Anna prefirieron chapotear, como la mayoría de los soldados, hasta las escalas de cuerda que colgaban de las bordas cercanas a popa.

—El mar, la libertad —repetía Anna como tratando de convencerse de que todo aquello era real.

—¡Aprisa! —los azuzaba el capitán desde la nave.

Se sumergieron para librarse del agua de la charca y treparon con rapidez a la galera por las escalas. Una vez a bordo, Joan reconoció al capitán: era su amigo Genís Solsona.

—¿Habéis venido desde Nápoles solo para rescatarme? —preguntó incrédulo Joan mientras se abrazaban.

—Sí —le dijo sonriente.

Cuando la caballería del rey, alertada por los huidos, llegó a la playa del Canyet, vieron que la nave sarracena se encontraba ya a distancia de la costa. Se sobresaltaron al oír el cañonazo que esta les lanzaba y se encogieron de temor a la espera de que la bala impactara. Pero no llegó a hacerlo; solo era una salva de despedida disparada por Joan.