El fiscal de la Inquisición se sintió aliviado en el momento en el que las sólidas hojas de madera claveteadas de hierro del Portal de Sant Daniel se cerraron a las espaldas de la comitiva. Sin desmontar de su caballo reordenó la procesión. Ahora podrían marchar con el paso solemne que correspondía al acto; los tambores y las letanías volvieron a oírse y se reanudó el desfile hacia el Canyet.
Sabía que todas las puertas de Barcelona estaban custodiadas por destacamentos armados, en especial el Portal de Sant Daniel, donde se concentraba casi la totalidad del ejército real, que en aquellos momentos contenía a la turba enfurecida. No se abrirían hasta su regreso, una vez terminada la ejecución. Podían estar tranquilos. Por unos momentos había temido que el gentío, en especial los Elois, se abalanzaran sobre ellos para rescatar a Joan y su mujer. La cofradía del metal era tan poderosa y poseía tanto orgullo gremial que la veía capaz de atacarlos a ellos, a los intocables, a la Inquisición.
Odiaba a Joan desde que se le enfrentó, siendo solo un mocoso, cuando ambos eran aprendices de encuadernador en la librería de los Corró. Poca gente se había atrevido a desafiarle en su vida, y menos desde que ostentaba cargos en el Santo Oficio. Todos sus enemigos habían terminado mal; Joan era aquel a quien más detestaba y el único que faltaba en su colección.
Cuando le condenaron a galeras, Felip creyó que estaba acabado, pero al verlo regresar como héroe de Italia y en una buena posición social, sintió un gran coraje. Y más cuando le plantó cara de nuevo. Había decidido ir presionando lentamente sobre él y su familia, quería que le temiera. Mucho. Jugar con él al gato y al ratón. Y gozó al ver que, con el tiempo, su enemigo había ido perdiendo poco a poco su arrogancia. La Inquisición aterrorizaba y Joan, si era humano, tenía que sentir miedo. Sin embargo, todo juego tenía un final, el gato debía acabar con el ratón, y la trampa fue Anna. Debía reconocer que Joan le había sorprendido, incluso admirado, al rescatar a su esposa de forma tan audaz.
Desde lo alto de su caballo veía los tristes andares del librero y de su mujer vestidos con sus sambenitos y sus altos capirotes, unidos por sogas al cuello, descalzos y con una vela apagada en la mano. Disfrutaría al ver morir a su enemigo retorciéndose entre las llamas mientras oía los chillidos agónicos de su esposa, a los que sin duda se unirían los suyos. Después se haría el silencio y Felip respiraría gozoso la fragancia de la carne asada.
Joan caminaba contemplando la espalda de Anna, acariciándola con la mirada. A pesar de que en la cárcel le habían cortado su larga cabellera, el capirote aún permitía ver los mechones de su antaño frondosa melena azabache. Bajo el burdo sambenito amarillo con sus cruces rojas adivinaba el movimiento de las caderas de su esposa. Estaba más delgada, pero él aún la deseaba y se imaginó la dicha, que nunca más sentiría, de poder amarla otra vez como mujer.
Al rato llegaron al inhóspito paraje del Canyet, donde se alzaba la cruz de piedra llamada de la Llacuna que marcaba el lugar de las ejecuciones. El lugar estaba cercano al mar, rodeado de grandes charcas llenas de cañaverales, lo sobrevolaban nubes de mosquitos y despedía un olor nauseabundo por la descomposición de las basuras que la ciudad arrojaba allí. Al lado de la cruz habían montado, como de costumbre, una gradería desde la que se lanzarían los cuerpos de los ejecutados al fuego. La pira consistía en un entarimado rodeado de leña donde se alzaban dos postes en los que atarían a Joan y Anna; los soldados amontonaron allí la madera que transportaban.
La comitiva se situó en la parte seca del pantano, del lado opuesto al mar. Los frailes dominicos se colocaron a la izquierda cantando sus letanías con las capuchas caladas, los eclesiásticos y autoridades al centro y la tropa formó a la derecha. Por primera vez desde que la nueva Inquisición entró en Barcelona, la ejecución en la hoguera se haría sin otro público que algún campesino de las cercanías y los pocos soldados que habían transportado la leña. El gobernador había logrado encerrar en la ciudad tanto a los habituales de aquellos espectáculos como a los que, como los Elois, se mostraban contrarios a la ejecución.
—Anna —le dijo Joan a su esposa tan pronto como la comitiva se detuvo—, no puedo soportar la idea de que sufráis el fuego en vuestras carnes. Os suplico por última vez que aceptéis la confesión y os reconciliéis con la Iglesia. Quizá nos concedan el garrote antes del fuego.
Ella le miró con intensidad.
—Prefiero morir con dignidad, Joan. Lo siento, conocéis bien mi parecer. Además, nos condenaron a ser quemados vivos. Pienso que aunque nos humilláramos no nos concederían la gracia del garrote. ¿Queréis darle ese último triunfo a Felip?
Joan suspiró para abrazarla después. Había tratado de persuadirla infinidad de veces en sus conversaciones en la cárcel a través de la grieta de la pared. Aquel había sido su intento postrero. Lo que les esperaba era atroz y sin embargo él tampoco quería suplicarle a su enemigo.
Cuando todo estuvo dispuesto, el inquisidor se acercó junto con Felip a los prisioneros para ofrecerles la última oportunidad de reconciliarse con la Iglesia. Uno a uno fueron aceptando.
—No pecamos por lo que hicimos, ni contra Dios ni contra los hombres —les dijo Anna cuando llegó su turno incluso antes de que el inquisidor pudiera ofrecerle la gracia—. Tenemos la conciencia tranquila.
—Así es —ratificó Joan—. Aceptaremos la confesión, pero no queremos reconciliarnos.
El obispo de Tortosa miró a Joan a los ojos, después a Anna, no dijo nada y fue a darle instrucciones al alguacil. Tampoco Felip habló, aunque observaba a Joan con una sonrisa insolente. El librero no se inmutó; había dejado de importarle aquel individuo.
Los reos se quedaron de pie delante de la pira y uno a uno se apartaron para reconciliarse con la Iglesia junto a dos soldados, un cura, el verdugo y su ayudante, vestidos los últimos de negro y con antifaz. El sacerdote les tomaba su última confesión, pedían perdón y quedaban en paz con la Inquisición. Acto seguido se arrodillaban y el verdugo les quitaba la soga que llevaban al cuello para ponerles una cuerda más fina, hacía un torniquete con ella y los agarrotaba con todas sus fuerzas. El reo se desplomaba y el verdugo continuaba con su labor hasta asegurarse de la muerte de su víctima. Entonces, el cuerpo inerte estaba listo para la hoguera y los soldados lo subían a la grada, donde los dejarían junto a los monigotes de cáñamo que representaban a los condenados ausentes a la espera de que la pira ardiera con plenitud para arrojarlos al fuego.
Después de la confesión, Joan y Anna quedaron frente a frente mirándose a los ojos. Él sujetó la cuerda que ella aún llevaba en el cuello; debía matarla antes de que los ataran al poste y fuese demasiado tarde.
—No permitiré que muráis quemada, Anna —le dijo, y sus ojos se llenaron de lágrimas—. Tengo que evitarlo, debo quitaros la vida ahora mismo.
—No lo hagáis, Joan. —Ella le miraba dulce y contenía el llanto.
—Morid en mis manos y os ahorraré un sufrimiento horrible.
—No, Joan. Quiero estar con vos hasta el último instante. No quiero dejaros solo.
Joan la contempló con ternura. Por mucho que le horrorizase lo que le esperaba a su esposa, no iba a hacer nada contra su voluntad, y supo que aun si ella le hubiera suplicado que pusiese fin a su vida, él habría sido incapaz. Estaban condenados a las llamas.
—¡Dios mío, no puedo! —dijo él, y soltó la soga para abrazarla con un sollozo—. Me falta el valor. Perdonadme.
—Os amo, Joan —dijo ella gozando intensamente del calor del cuerpo de su esposo.
Aquel era su último abrazo.
Los frailes empezaron a cantar el Miserere mei, Deus mientras los esposos deseaban que aquel placentero abrazo se hiciera eterno. Sin embargo, fue trágicamente corto. Los soldados lo deshicieron a la fuerza para conducirlos a la pira. Se separaron después de oponer una leve resistencia y ambos anduvieron erguidos y con la cabeza alta hacia su destino. Los soldados los entregaron al verdugo y a su ayudante, quienes se encargaron de hacerles subir a la tarima.
—Atadnos en el mismo poste, os lo suplico —le pidió Joan, a media voz, al que mandaba.
El hombre se quedó mirándole sin responder y el librero notó el brillo de sus ojos bajo el antifaz. En ellos vio la muerte. Aquel individuo acababa de ejecutar con sus propias manos a tres hombres y a cuatro mujeres y, aunque Joan sabía que gozaba de cierta autonomía al disponer la ejecución, dudaba que fuera a mostrar misericordia.
—Y dejad que nuestras manos se toquen —insistió—. Por favor.
El verdugo hizo un imperceptible gesto de afirmación y Joan suspiró aliviado.
—Gracias —le dijo—. Que Dios os bendiga.
Estarían unidos hasta el último segundo. Había temido que los colocaran en postes enfrentados y ver cómo las llamas consumían a su esposa.
Anna le dirigió una última mirada cuando los separaron. A pesar de los años de matrimonio y de aquellas últimas semanas de cautiverio, lo veía aún hermoso. Su barba y cabellos, bien cuidados por lo general, estaban desaliñados, y su tez, pálida a causa del encierro en la oscuridad, pero sus ojos mantenían aquella mirada de gran felino, firme y segura, que sus fuertes cejas y su nariz algo aplastada remarcaban. Después de treinta años continuaba amándole intensamente. El verdugo la ató de cara al mar, cuya línea azul y perfecta podía ver entre los cañaverales aquella tarde de principios de verano. Sentía la dureza del poste en su espalda, pero una vez que terminaron de atarla, comprobó que las cuerdas le permitían una movilidad que aprovechó para buscar las manos de su esposo. Cuando las encontró, primero una y después otra, a los lados del grueso poste, notó un placentero alivio. Sentía el calor de Joan y la caricia de sus manos.
¡Tenía tanto que decirle! Nada nuevo, lo mismo que se habían dicho tantas veces a través del confesionario, la grieta que les había permitido comunicarse los días de cautiverio a través de la pared. Deseaba darle otra vez las gracias, por sus hijos, por aquellos años de felicidad, por su amor. Y por encima de todo, por su valor al tratar de rescatarla. Sabía que Joan moría por ella y aquello la llenaba de una tristeza agridulce. ¡Se había sentido tan feliz en aquellos instantes en los que, corriendo por las oscuras calles de Barcelona y viendo el mar en la noche, habían creído que escaparían de la Inquisición! Joan guardaba silencio y ella tampoco deseaba hablar. ¡Se habían dicho todo aquello tantas veces! Y dejó que sus manos dialogaran con las de Joan acariciándose; aquel delicioso contacto era más elocuente que cualquier palabra.
Desde arriba del entarimado, atado al poste de espaldas a su esposa, Joan contempló a los que esperaban verlos arder y recordó las terribles escenas de la muerte de los Corró. La suya sería peor. Sería como la de Francina, solo que ellos no llevaban bozal. Esta vez no había público; solo los verían morir los eclesiásticos, los soldados y las autoridades.
Sabía que Felip había evitado ponerles bozal porque le traía sin cuidado lo que pudieran gritar. Al contrario, estaba deseando oírlos, y Joan rezó para tener fuerza suficiente y poder reprimir los gritos de dolor. El pelirrojo estaba montado en su caballo a cierta distancia, mirándole sonriente, gozando de su victoria final. Joan le sostuvo la mirada unos instantes y luego la desvió. No desperdiciaría sus últimos momentos con aquel matón. Observó los cuerpos de los ejecutados y los cuatro monigotes de cáñamo apilados en la gradería para ser arrojados a la hoguera y pensó que para ese entonces su propio cuerpo estaría ya envuelto en llamas. Cerró los ojos y se concentró en el contacto suave de las manos de su esposa.
Desde la distancia, el inquisidor dio la orden, el ayudante le pasó al verdugo la antorcha y este recorrió los bordes de la gran pila de leña encendiendo los montones de paja junto a pequeñas ramas secas situadas en lugares estratégicos para que la hoguera prendiese pronto. Los frailes reiniciaron sus cantos lúgubres. Los Serra empezaron a oler el humo y a notar, aún distante, el calor del fuego.