El ruido del cerrojo y las exclamaciones en voz baja de sus compañeras de infortunio, preguntándose qué ocurría, despertaron a Anna, que dormitaba tumbada en un jergón de paja en el suelo.
«¿Qué querrán ahora?», se preguntó.
Era difícil saber la hora. A aquella mazmorra no llegaba la luz del día, ni siquiera el sonido de las campanas, y su única referencia de tiempo eran las dos comidas diarias que recibían. Suponía que era de noche porque la última había sido la cena. Entonces oyó que una voz masculina pronunciaba su nombre. ¿La requerían los inquisidores en plena noche? Era muy extraño. ¿Qué pretendían? Se incorporó, aunque se mantuvo cautelosa a distancia. No quería alejarse del resto de las prisioneras.
—¿Qué queréis? —quiso saber inquieta.
Aquel individuo avanzó un paso iluminando la entrada de la celda y repitió su nombre. Al identificar la voz, Anna se dijo que sus sentidos la engañaban y con el corazón en un puño se dio a conocer. El hombre expuso su rostro a la luz y, sin apenas creer lo que sus ojos veían, Anna reconoció a su esposo. Se aproximó a él despacio, aún no se hacía a la idea de que Joan estuviera allí, y pudo ver una sonrisa feliz en el rostro de su marido cuando la vio. Él le abrió los brazos y ella le correspondió acogiéndose tiernamente en ellos.
—¿Qué hacéis aquí? —le murmuró al oído—. ¿Estáis loco?
—Os he venido a buscar —le dijo Joan—. ¡Vámonos aprisa! ¡No hay tiempo! ¡Nos espera una barca en el puerto!
Sintió que la esperanza iluminaba la oscuridad en la que había vivido sumida las últimas semanas y, emocionada al tiempo que sorprendida, con el corazón encogido pero feliz, se aferró a la mano que su esposo le tendió cuando deshicieron su abrazo.
Agarrotada por su largo cautiverio, Anna se movía con lentitud. Cuando empezaron a subir las escaleras, Joan observó, con un sobresalto, que el carcelero había desaparecido. Comprendió el trágico error cometido al no rematarlo. Aunque había matado a varios hombres antes, jamás lo había hecho a sangre fría ni a nadie indefenso. No podía ni quería.
—¡Salid todos! —gritó—. ¡Ahora podéis escapar, las puertas de la calle están abiertas!
Mentía para aumentar la confusión y empezó a empujar a algunos indecisos que habían salido de las mazmorras y titubeaban, escaleras arriba. Pero había mujeres y hombres de edad entre los prisioneros y algunos se desplazaban con parsimonia. Cuando Anna y Joan alcanzaron el patio, los soldados de guardia trataban de acorralar a los prisioneros evitando que se acercaran a la puerta y gritaban. Joan se dijo que todos los habitantes del palacio despertarían y en unos instantes caerían sobre ellos.
Los prisioneros se dirigían al portón de entrada y Joan, tirando de Anna, cruzó el patio, aún oscuro, en dirección opuesta, hacia la escalera que subía al primer piso. Al llegar a esta vio alarmado que varios hombres bajaban por ella para unirse a los soldados, y Joan cubrió con su cuerpo a Anna, arrimándola contra la pared, al tiempo que desenvainaba la espada. La escalera también estaba oscura y los hombres se cruzaron con ellos sin detenerse.
—Hay que ir al piso de arriba; si nos quedamos aquí, nos cogerán —le susurró a su esposa, y empezaron a ascender por la escalera.
Había luz en el primer piso, alguien llevaba un candil, y Joan se apresuró a subir los escalones que faltaban. Dos hombres más se precipitaban escaleras abajo justo cuando a ellos les faltaban un par de escalones para alcanzar el piso. El primero de ellos se detuvo y poniendo su mano en el pecho de Joan, le interrogó:
—Y vos ¿quién sois?
—Joan Serra —repuso el librero cogiéndole del brazo y lanzándolo escaleras abajo.
Sin mediar palabra hirió con su espada al segundo hombre en la pierna. Este lanzó un aullido de dolor mientras se desplomaba por las escaleras y Joan aprovechó para tirar de Anna y alcanzar, al fin, el primer piso. Allí se encontraba un fraile dominico que sujetaba un candil. Le acompañaba un hombre armado.
—¡Seguidme! —le gritó a Anna.
Y se abalanzó blandiendo su espada contra ambos. El fraile chilló dejando caer su linterna mientras el otro reculaba al tiempo que desenfundaba su espada.
—¡A ellos! —gritaba el hombre de armas—. ¡Aquí hay fugitivos!
Llegaban soldados con luces y brillos de acero. La habitación de la entrada al puente se encontraba en el pasillo que aquel hombre bloqueaba y Joan comprendió que los rodearían en cuestión de instantes.
—¡Abrid paso! —le gritó al soldado dando un salto hacia delante y lanzándole una estocada.
El hombre pudo detener el espadazo con su arma, aunque se vio obligado a retroceder. Joan aprovechó para continuar golpeándole.
—¡Seguidme! —le dijo a Anna.
Vio a los hombres que subían por las escaleras por detrás de su esposa y acosó con toda su rabia y desesperación a su rival, que continuó retrocediendo, y así llegaron frente al despacho que se comunicaba con el puente del Rey Martí. Empujó la puerta, esta se abrió con un leve chirrido y, viendo su candil aún con luz sobre la mesa, suspiró aliviado; nadie había entrado allí. Con un rápido movimiento hizo pasar a Anna y se apresuró a atrancar la puerta con una barra de madera.
Aprovechó aquel instante para volver a abrazarla y susurrarle:
—¡Sois libre! Pero tendremos que darnos prisa.
Ella le miró con una sonrisa tierna.
—¡Gracias, Joan! —Y añadió preocupada—: Aunque no creo que pueda correr mucho.
—¡Venid! —Y Joan tomó el candil para conducirla al boquete que se abría en la pared.
Los soldados golpeaban la puerta gritando:
—¡Abrid en nombre del Santo Oficio!
Pero ellos ya cruzaban el puente sobre la calle que los llevaba a la catedral. Joan pensó que los soldados se habrían olvidado de la existencia del puente, les creerían atrapados en la habitación y hasta que no derribaran la puerta no comprenderían que habían escapado. Aunque escasa, tenían ventaja.
Después de cruzar el puente, sus apresurados pasos sobre las losas de la catedral resonaron en las paredes y bóvedas del enorme templo silencioso, iluminado solo por su candil. Joan tiraba de Anna con toda la delicadeza que podía, pero ella jadeaba. Las semanas de encierro le habían entumecido los músculos. Bajaron las escaleras del primer piso para encontrarse con una puerta cerrada. Joan, iluminándose con el candil, buscó en su bolsa la llave correspondiente. Había estudiado la forma de cada una de las llaves de la catedral por si por un accidente se quedaban sin luz. Le temblaban las manos y Anna tuvo que sujetar el candil. Al fin halló la llave correcta, accedieron a la planta baja del templo y a paso rápido alcanzaron la puerta del claustro. Allí Joan tuvo que buscar de nuevo entre las llaves que llevaba en la bolsa. Al cruzar la puerta volvió a cerrarla con cuidado, pero no habían dado ni dos pasos en el gran claustro, cuyos arcos góticos se recortaban a la luz de las estrellas junto a la silueta de las palmeras, cuando un gran estrépito los sobresaltó.
—¿Qué pasa? —inquirió Anna alarmada.
—Son las ocas de la catedral —contestó Joan—. Viven en el estanque y el jardín del centro del claustro. Son agresivas como perros y alertan de cualquier intruso.
Joan desenfundó su espada, pero las aves no se acercaron y pudieron cruzar sin incidentes la distancia que los separaba de la puerta de la Pasión.
Se oían los gritos de los sacristanes, que, alertados por las ocas, buscaban a los intrusos. Joan usó otra de sus llaves en aquella última puerta y, al cruzarla, se encontraron en el exterior. Estaban en la parte trasera de la catedral, al lado de la curva que formaba el deambulatorio del ábside. Un hermoso cielo estrellado con una luna menguante los cubría y Anna reconoció de inmediato el lugar y la calle que tenían al frente.
—¡La calle Paradís!
En efecto, cruzando un corto tramo se encontraba la calle que, después de zigzaguear en dos ángulos casi rectos, desembocaba justo en la esquina que formaba su librería con la calle Especiers. Dos calles más allá se oían gritos y ellos se apresuraron a esconderse en la acogedora oscuridad de la calleja.
—Despídete de ella —le dijo Joan a Anna al llegar a la librería.
Ella acarició la pared y el portón mientras él introducía por la gatera su bolsa de cuero con las llaves de la catedral. Lluís se las devolvería a su hermano Gabriel en la primera ocasión segura que tuviese.
—Ya me despedí, de la librería y de todo, el día que me prendieron —murmuró ella.
—Hay que apresurarse —insistió Joan—. Nos espera una barca en la playa que ha de llevarnos a Valencia, y allí embarcaremos hacia Nápoles. Partirá antes del amanecer.
—¡Que Dios nos ayude! —exclamó Anna, que parecía recuperar fuerzas por momentos.
Cruzaron la plaza de Sant Jaume hasta la calle de la Ciutat y allí, protegidos por las sombras, empezaron a andar y correr a tramos, según la visibilidad y las fuerzas de Anna. Siguieron hasta el final de Regomir, doblaron a la izquierda por la calle de la Mercè, entraron en la plaza de Vi y al fin alcanzaron la de les Falsies. En aquella zona, la muralla del mar estaba rota y la arena cubría casi toda la plaza, en cuyo centro se perfilaba la silueta de la horca con la siniestra sombra de un cuerpo colgando de ella. Aquel era el primer lugar de Barcelona que Joan había visto al llegar de niño y sería el último que viera al huir de adulto.
Al fondo, la oscura masa del mar, que estrellas y luna iluminaban tenues, se movía lanzando olas rumorosas a la playa. Una barca se balanceaba muy cerca de la orilla con un farol que describía círculos de luz conforme el movimiento de las aguas.
—¡Es esa barca! —exclamó Joan.
Y corrieron hacia la orilla felices. Jadeaban, pero pronto estarían a salvo, y en unas semanas abrazarían a sus hijos en Nápoles.
—¡Gracias a Dios! —dijo ella.
Anduvieron por la playa cogidos de la mano, la arena los frenaba, y al poco pisaban la parte que mojaba el mar.
—¡La libertad! —exclamó Joan al notar el chapoteo de sus pies en una larga ola que retrocedía.
Anna sintió una felicidad indescriptible al sentir el frío del agua en los pies. Allí, a poca distancia, casi al alcance de la mano se balanceaba entre olas oscuras con reflejos de plata la chalupa, su salvación. Pero en aquel momento el sonido mortecino de cascos de caballos en la arena se impuso sobre el de las olas del mar y Anna lanzó un grito sobresaltado.
—¡Corred! —gritó Joan.
Y cogidos de la mano, chapotearon desesperadamente, con el agua por las rodillas, hacia la embarcación.
—¡Alto en nombre del Santo Oficio! —gritó alguien muy cerca.
Un caballo se interpuso entre ellos y la libertad levantando agua y espuma de las olas. Y después otro. Joan soltó la mano de Anna y desenfundó su espada.
—¡Abrid paso! —les gritó a aquellos jinetes que le ocultaban la vista de la nave en la que flotaba su salvación.
Un golpe de mar le empujó hacia atrás cubriéndole de agua hasta el cuello y oyó un grito a sus espaldas. La ola había derribado a Anna y la arrastraba hacia la orilla. Entonces Joan vio entre los bloques de piedra esparcidos por la playa, restos de la muralla del mar, las sombras de varios soldados que, blandiendo lanzas y protegidos por escudos, corrían hacia ellos. Sin soltar su espada retrocedió para ayudar a Anna, que, impedida por su vestido mojado, trataba de incorporarse.
—¡Tirad el arma! —le ordenó uno de los jinetes.
Los caballos avanzaban sobre ellos desde el mar y los soldados corrían por la playa apuntándoles con sus lanzas. Joan pudo levantar a Anna, que dejó ir un suave lamento, y la abrazó mientras las olas golpeaban sus rodillas.
—Os amo —le dijo él. Notaba las puntas de las lanzas clavándose en su carne.
—Y yo a vos. —Ella se apretaba contra el cuerpo de su marido con todas sus fuerzas.
—¡Tirad el arma!
Todo era ya inútil, se dijo Joan. Y lanzó su espada lo más lejos que pudo en el mar. Aquel mar que, por unos instantes, había sido la libertad. Los soldados le arrancaron a Anna de sus brazos y le obligaron a andar hacia la playa a punta de lanza.
De la oscuridad salió un jinete y detrás de él un hombre con un farol. A su luz, Joan vio que el jinete era Felip Girgós. Se le notaba satisfecho.
—Sabía que intentarías escapar por mar, remença —le dijo con voz engolada—. Y que lo harías por aquí, donde el muro está roto. Te he cazado como a un pato. Para cazar a un pato macho, se pone como señuelo a un pato hembra. ¿Lo sabías?
Joan lanzó una última mirada a la barca que los tenía que salvar y que huía, izando velas. Con ella iba su esperanza. Después se giró hacia Anna, vio que desfallecía por el cansancio y la emoción, y trató de sostenerla en sus brazos. Luchó desesperadamente, gruñendo de coraje, pero los soldados se lo impidieron a golpes. Y no pudo volver a tocarla.