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La noche había caído ya sobre Barcelona, Joan se encontraba en la catedral, oscura y silenciosa, y su corazón batía acelerado. Solo la tenue luz de una candela iluminaba el altar mayor, y desde donde él se hallaba, en el primer piso, vislumbraba entre las sombras las enormes columnas y los estilizados arcos góticos que elevaban el templo hacia un cielo tenebroso. Aquella tarde, sin que nadie le viera, había usado las llaves de su hermano para abrir la puerta de acceso al primer piso, y allí, donde los sacristanes no sospechaban que alguien pudiera ocultarse, había aguardado hasta que cerraron la catedral por la noche. Esperó a que terminase de oscurecer frente a la puerta por la que se accedía al puente del Rey Martí. Llevaba espada, daga y las llaves de su hermano en una bolsa de cuero al cinto, y un capazo de esparto en el que acarreaba un juego de llaves maestras, otro de palancas, una piqueta y un candil. Cuando supuso que la calle estaría también desierta inició su trabajo. La cerradura estaba oxidada de años, de nada le sirvieron los juegos de llaves maestras, y se puso a descerrajar la puerta con las palancas, iluminado por la luz del candil. Sudaba, la tensión le presionaba en las sienes y notaba un nudo en el estómago. ¡Tenía que salvar a Anna! Sabía que aquello era una locura, era una fuga imposible, pero no tenía más opción que salvarla a ella o condenarse él.

Trataba de trabajar en silencio, pero los inevitables crujidos se le antojaban como estampidos de arcabuz que las paredes del monumental edificio le devolvían en eco. A medianoche un grupo de frailes acudiría a rezar los maitines y, aunque se encontraba un piso por encima, le descubrirían al menor ruido. Tenía poco tiempo y con cada chasquido notaba su corazón encogerse.

—Todo saldrá bien —se repetía una y otra vez para animarse—. La rescataré.

Pensaba en el momento en que la volvería a abrazar. Aunque fuera por un instante, sentiría de nuevo el placer de su calor y la tibia humedad de sus besos. Sabía que el fracaso era mucho más probable que el éxito y que si caía prisionero, irían juntos a la muerte. En ese caso, la persuadiría para que fingiera arrepentimiento y evitar así que la quemaran viva. No se hacía ilusiones, conocía bien a Anna y quizá no fuera capaz de convencerla. Si no lo lograba, aguardaría al último momento, a que estuvieran frente a la pira, y entonces la estrangularía con sus propias manos, o con un trozo de cuerda. No iba a dejar que su amada sufriera aquel terrible tormento.

Al fin la puerta cedió abriéndose con un siniestro chirrido justo cuando Joan oía que los frailes entraban en la catedral. Esperó unos momentos con el corazón en un puño preguntándose si el ruido los habría alertado. Pero al ver que continuaban con su rutina e iniciaban los rezos resopló aliviado. Cruzó al otro extremo del puente, eran unos pocos pasos, en realidad el ancho de una calle estrecha, acarreando sus bártulos, y después cerró la puerta del lado de la catedral para evitar que oyeran ruidos. Se encontraba sobre el puente y se preguntaba si aquella estructura de piedra en desuso durante casi cien años aguantaría su peso; el aspecto exterior no era muy sólido y en cualquier momento podía precipitarse al vacío. Debía darse prisa.

Topó con una pared que le cortaba el paso. Como había supuesto, los inquisidores, al remodelar el palacio, habían hecho tapiar el acceso desde la catedral. Joan ignoraba con qué se encontraría al otro lado de aquel muro, pero debía trabajar en silencio. Pensaba que si era capaz de evitar ruidos, sorprendería a los vigilantes, confiados. Nadie había tratado de asaltar la cárcel de la Inquisición desde que esta había empezado a operar veintisiete años antes. En todo caso, los guardias vigilarían los accesos desde la calle, pues todos se habían olvidado, a pesar de verlo cada día, del puente del Rey Martí.

La pared estaba hecha de ladrillos unidos con argamasa de poca calidad, y Joan, hurgando en sus bordes, trabajosamente, consiguió sacar primero un ladrillo y luego otro. Cada pequeño ruido parecía, en el silencio de la noche, un estruendo. El librero trabajaba jadeante, ansioso, ignorando si, alertados por los sonidos, los guardias le esperarían al otro lado. Al poco, mientras se afanaba en ampliar el agujero, cayó el yeso del otro lado y Joan contuvo el aliento. Había traspasado la pared. Tomó el candil que mantenía en una esquina, lo introdujo por el orificio y solo vio oscuridad a través del muro. Suspiró aliviado y fue ampliando el hueco cuidadosamente.

Cuando pudo pasar la cabeza y un brazo, introdujo el candil de nuevo y vio una habitación tipo despacho semejante a aquella en la que se había entrevistado con Felip. Quizá fuera la contigua. Al fin la abertura fue lo suficientemente grande para que pasara su cuerpo y entró en la estancia. La puerta no tenía la llave echada y al abrirla pudo ver que daba al pasillo que ya conocía y este, a las escaleras que descendían hacia el patio central porticado del edificio. Dejó en la habitación el candil y el capazo con las herramientas, pero se llevó el manojo de llaves maestras y una de las palanquetas de hierro. La tenue luz de la noche iluminaba lo suficiente a través del patio y bajó a la planta baja sigilosamente, palpando las paredes.

En un extremo, al final del pasillo que comunicaba la calle con el patio, se encontraba el cuerpo de guardia; dos soldados adormilados custodiaban desde el interior del edificio, a la luz mortecina de un candil, el portón de entrada, que estaba cerrado. Joan se deslizó entre las tinieblas hacia la puerta que daba a las escaleras de las mazmorras, cuidando de que no sonaran las llaves que llevaba colgadas en una bolsa de cuero. Abrió la puerta sin problemas, pues tampoco tenía la llave echada, y se detuvo al producir un leve chirrido. Aguardó unos instantes con el corazón encogido, vio una luz tenue que provenía del sótano y bajó las escaleras en silencio. Un candil iluminaba la sala y el carcelero estaba sentado en un banco, dormitando, apoyado en la pared. El casco le debía de incomodar, pues estaba sobre el asiento, y Joan no perdió tiempo. Se abalanzó sobre él, le propinó un par de golpes en la cabeza con la palanqueta de hierro y el hombre se desplomó lanzando un suave gemido. El librero se detuvo a escuchar, no oyó nada, desenfundó su daga, sabía que debía rematar al soldado, pero en lugar de eso le tanteó con el pie. No se movió. Quizá estuviera ya muerto o malherido; en todo caso estaba inconsciente y, por el momento, no representaba peligro.

Las mazmorras se cerraban con unos portones con rejas en la parte central por las que pasaban la comida y se hablaba a los presos. Joan dudó si llamar a su esposa a través de las rejas, pero al ver las llaves colgadas de unos ganchos en la pared decidió abrir las mazmorras una tras otra.

—Anna Serra —llamó al abrir la primera.

Nada salió de aquel agujero oscuro, ni siquiera una voz, ni un gemido.

—¡Anna Serra! —insistió entrando en la mazmorra.

—¿Quién es? —respondió la voz adormilada de un hombre.

—¡Salid! —le dijo Joan—. Estáis libres. ¡Huid a la calle! ¡Escapad de la muerte!

Y se apresuró a abrir el calabozo contiguo. Anna no podía encontrarse en el anterior. La Inquisición encerraba a varios presos por celda, pero nunca juntaba hombres con mujeres. Llamó de nuevo a su esposa en el siguiente calabozo con idéntico resultado. Aun así, volvió a animar a los prisioneros para que huyeran.

Cuando en la tercera celda unas mujeres le dijeron que tampoco se encontraba allí, su tensión se convirtió en angustia. ¿Dónde estaba su mujer? Solo quedaban dos calabozos por abrir. ¿La tendrían encerrada en otro lugar? Nervioso, buscó la llave que correspondía a la cerradura. Le temblaban las manos, los prisioneros estarían subiendo ya a la planta baja y los guardias descubrirían la fuga. En la siguiente celda había otro grupo de mujeres y ninguna era ella. Animó de nuevo a la huida, quería provocar la confusión. Al fin, al abrir el último de los calabozos, una voz femenina respondió a su pregunta desde la oscuridad.