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La Inquisición apareció de improviso tan pronto como la librería abrió sus puertas. El matrimonio Serra estaba aún en el primer piso y supo lo que ocurría por los gritos de «paso a la Santa Inquisición» y los golpes. Hacía solo unos días que Joan, imponiéndose a los muchachos, había hecho una limpieza completa de cualquier elemento de la imprenta del sótano, que por lo común se mantenía desmontada, como si se tratara de piezas de repuesto de la oficial, situada en la planta. Se había asegurado de que no quedara almacenado ningún libro prohibido, se quemaron todas las pruebas de imprenta y lo más comprometedor, los tipos, había sido enterrado en un lugar seguro en una de las rutas comerciales de los agentes de Bartomeu. La Inquisición no tendría pruebas, pero tampoco las necesitaba; Felip Girgós se había cansado de su juego. El hermoso sueño de los Serra había llegado a su fin, la pesadilla llamaba a su puerta y en esta ocasión no podrían escapar a ella. Anna y Joan se abrazaron para sentir por última vez el placer del contacto de sus cuerpos; intuían lo que ocurriría.

—Os amo, Anna —le dijo él—. Me habéis hecho muy feliz.

—Y yo os amo a vos —contestó ella—. ¡Qué tiempos tan hermosos hemos vivido juntos!

Joan la apretó un poco más contra su pecho y no dijo nada, pero la vio, esplendorosa con su traje español, bailando «la alta y la baja» en la calle, en la fiesta de la inauguración de la librería en Roma.

Se oían ya las botas de los soldados golpeando la escalera cuando él respondió:

—Lo recuerdo todo, cada detalle. Nunca lo olvidaré.

—Yo tampoco —dijo ella.

Aquellos hombres los separaron a la fuerza y entonces Joan vio que no solo el alguacil violaba la intimidad de su hogar, sino también el propio fiscal, Felip.

—Anna Roig de Serra —gritó el alguacil—. ¡Sois presa de la Santa Inquisición!

Y los soldados la asieron para llevársela escaleras abajo.

—Y ¿yo? —preguntó, asombrado, Joan.

—No tengo causa contra vos —le respondió el alguacil.

—Pero ¿por qué ella?

El alguacil descendió por las escaleras sin responder y Joan se encontró cara a cara con Felip.

—¿Por qué ella? —le interrogó buscando su mirada.

—Por hereje —contestó él sonriendo—. Y por tu culpa.

Joan, confuso, siguió a la comitiva con sus hijos, Lluís y el personal de la librería hasta la plaza del Rey, donde las puertas del palacio real, sede de la Inquisición, se cerraron tragándose a Anna.

Joan esperaba ser él el detenido, quizá también sus hijos mayores y alguno de sus empleados, pero nunca Anna. ¿Qué estaba ocurriendo?

—No debía de tener pruebas contra la librería —dijo su viejo amigo Bartomeu cuando acudió a verle. Joan le recibió en el primer piso de la casa, el mismo lugar del que se habían llevado a Anna.

—No necesitaba pruebas —replicó Joan—. Hubiera podido obtener confesiones con la tortura.

—No estaría seguro de que fuerais a confesar ni con tortura —continuó Bartomeu—. Además, la acusación de herejía es peor que la de traficar con libros prohibidos. Y tú eres difícil de encausar como hereje; sabe que eres cristiano viejo y que a pesar de la muerte de Gualbes, el suprior y los frailes de Santa Anna te hubieran defendido como a uno de los suyos. En cambio, Anna es hija de conversos.

Los días transcurrieron sin saber de Anna ni en qué situación se encontraba su caso. Los procedimientos eran secretos y los testigos de la acusación, anónimos. Lo único que Joan sabía era lo que Felip le había dicho; pasaban los días sin noticias y desesperaba. Intentó sobornar a los carceleros, pero estos se embolsaban el dinero y solo le decían que la prisionera se encontraba bien sin dar más detalles. Bartomeu tampoco obtuvo información alguna a pesar de entrevistarse con el gobernador y el obispo; ni siquiera ellos podían hacer nada, ya que el obispo había delegado sus poderes en la Inquisición. Y esta se mostraba opaca, siniestramente silenciosa.

Joan enloquecía. No sabía qué más podía hacer y ni siquiera el consuelo de su hermano Gabriel, que acudía a visitarle y le invitaba a comer a su casa, de Lluís y de otros amigos le ayudaba. Tampoco quería hablar con sus hijos Ramón y Tomás, que aun sin comprender por completo la tragedia que se avecinaba habían tratado de disculparse. Ver sus semblantes contritos aumentaba la rabia de Joan. Apenas se ocupaba de sus dos hijos menores, que quedaron al cuidado de las criadas, de la esposa de Gabriel y de la de Lluís, cuya familia vivía también en la librería.

Se desentendió del negocio por completo, frecuentaba las tabernas del puerto para evitar que sus hijos le vieran beber en casa y desahogaba su angustia en riñas en las que, a pesar de sus cuarenta y dos años, batía a muchachos corpulentos. Era aquella rabia antigua que, espoleada por la impotencia, surgía de nuevo de su interior. Amaba a Anna con desesperación.

En ocasiones, derrumbado sobre una mesa frente a un vaso de vino, notaba la fuerte mano de su hermano Gabriel, que acudía a buscarle. Joan había abandonado su aspecto y su antes cuidada barba se asemejaba ahora a la ensortijada de su hermano, al estilo de los Elois. Otras veces eran Bartomeu y Lluís quienes iban en su busca, y pronto hubo que recogerle de la cárcel de la ciudad, en la plaza del Blat. El alguacil y la milicia ciudadana conocían su caso, se sentían enternecidos y, ayudados por pequeños sobornos, le trataban con cariño. Después de varios de aquellos incidentes se acostumbraron a llevarle a casa de Bartomeu para que se le pasara la embriaguez y se adecentase. Así, sus hijos y sobrinos no le veían en aquel estado.

—Algún día matarás a alguien y te ahorcarán —le decía Bartomeu.

—No me importa que me ahorquen —contestaba Joan, aún bajo los efectos del alcohol—. Solo me importa Anna.

—¿No comprendes que estás cayendo en la trampa de Felip? —insistía el mercader—. Él goza al verte en este estado de degradación, mucho más que si te tuviera en la cárcel o incluso muerto. Tu antiguo enemigo te está venciendo.

—No —repuso Joan—. No me está venciendo: ya me ha vencido. No me queda ni la dignidad.

Felip recibió a Joan en su lujoso despacho, situado en el primer piso de la sede de la Inquisición, que disfrutaba de ventanales sobre la calle. Le esperaba sentado detrás de una mesa y no le ofreció asiento. Joan permaneció de pie.

—Tu esposa ya ha sido juzgada y condenada por judaizante, es una conversa relapsa —le dijo Felip—. Esperaremos unas semanas para tener a más herejes y entonces montaremos un auto de fe. Después, arderá en la hoguera.

A pesar de que Joan esperaba algo parecido, la noticia le golpeó como un puñetazo.

—¡No, no es cierto! —exclamó—. No profesa la religión judía. ¿Qué os ha hecho creer eso?

—Lo de siempre —explicó el fiscal—. Se cocina con aceite de oliva en lugar de grasa de cerdo, se cambian los manteles de las mesas o la ropa de cama el viernes en lugar del sábado… Apenas coméis cerdo y…

Joan se preguntó cómo podía conocer Felip sus hábitos caseros, pues sus criadas les eran fieles. Sin embargo, se dijo que aquello no tenía importancia. Aquel individuo sabía cómo obtener información. Quizá lo había hecho con amenazas o usando a alguna criada de otra casa para hacer que las suyas hablaran ingenuamente.

—Esas son costumbres inocentes que se han mantenido por generaciones, no tienen que ver con la religión que se profesa —repuso Joan—. Ella no cree en el judaísmo.

—Tienes razón —convino Felip sonriente—. Lo hemos comprobado. Nuestro teólogo calificador nos dice que lo suyo se aproxima más a la herejía deísta. Cree en Dios, pero duda de las profecías y de los milagros. Eso la podría hacer desconfiar de las Sagradas Escrituras. Ese es uno de los males que le ha traído tanto mirar hacia la antigüedad y las lecturas prohibidas. La culpa es tuya por dejarla participar en esos debates libertinos que las señoras organizaban en vuestra librería. Arrogancia intelectual; excesiva libertad.

—Entonces, lo del aceite, los manteles y las sábanas no tiene nada que ver con su religión —afirmó Joan.

—Es cierto. Pero continúa siendo una hereje y por ello irá a la hoguera. Y nos conviene decir que se la condena por conversa relapsa; el pueblo entiende lo que es el judaísmo, no el deísmo.

—Quémame a mí en lugar de a ella —le propuso Joan—. El auto de fe aún no ha tenido lugar. Puedes cambiar la sentencia. Imponle un castigo leve a ella y condéname a mí. Confesaré lo que quieras. ¿No es a mí a quien buscas?

Felip lo miró sorprendido, pero de inmediato su expresión cambió a pensativa.

—Y ¿de qué te puedo acusar?

Joan vaciló unos instantes, sabía que se estaba metiendo en la boca del lobo. Pero quería salvar a Anna a toda costa; aquel individuo la haría ejecutar solo porque le odiaba a él. Quizá su muerte le aplacara; él no deseaba vivir sin ella. Decidió arriesgarse.

—Tú me interrogaste frente a la Inquisición sobre libros prohibidos. Y ¿si confesara que os mentí?

—Serías un perjuro y te enviaría a la hoguera.

Joan calló.

—Te puedo arrancar esa confesión con la tortura —dijo el fiscal.

—Sí, pero para torturar precisarás el permiso de los inquisidores y si no confieso, quedarás en ridículo.

—Ya había pensado en eso —reconoció Felip—. Eres un ciudadano respetado, las relaciones del Santo Oficio con la ciudad son malas y los consejeros enviarían otra queja al rey. A mí no me importa, pero a Lluís Mercader, el nuevo inquisidor, sí. Además, para terminar contigo hay aún mucho tiempo. —Sonrió de nuevo—. Prefiero ver tu cara cuando tu querida esposa hereje se queme en la hoguera. Viva.

—¿Viva? —exclamó Joan horrorizado—. ¿No aplicaréis la caridad del garrote antes de echar su cuerpo al fuego?

—No. Condenaremos a Anna Roig de Serra a ser quemada viva. La ataremos a un poste y la verás retorcerse y chillar cuando las llamas prendan en sus ropas, en su pelo, en su carne… Ni siquiera dejaré que embadurnen su cuerpo con brea. Morirá lentamente.

—Pero ¿por qué esa crueldad? —inquirió Joan con un hilo de voz.

—Porque ella se mostró arrogante frente al tribunal —repuso Felip solemne—. Y se niega a retractarse de su error. Solo a los que se arrepienten se les quema muertos.

Aquello era muy propio de Anna, se dijo Joan. Siempre había sido firme en sus ideas e incluso más testaruda que él. No le extrañaba que, sabiendo que iba a ser ejecutada sin remedio, se sometiera a la tortura del fuego antes que inclinar la cabeza frente a los inquisidores. Joan recordaba cuánto había admirado Anna la actitud firme y valiente de Francina cuando la condenaron por bruja. Entonces dijo que, de encontrarse en su caso, ella haría lo mismo.

Joan había visto cómo quemaban a herejes vivos. Aún se estremecía al recordar los gritos y cómo se sacudían entre las llamas, atados al poste. Era horrible y no podía soportar las tremendas imágenes que le venían a la mente. Veía a Anna agonizando en la pira.

—Tú puedes hacer que la estrangulen antes del fuego —musitó Joan.

—Sí puedo.

—Hazlo, te lo suplico. —Y Joan se arrodilló frente a su enemigo—. Te daré lo que quieras.

Felip dio una palmada sobre la mesa y se echó a reír.

—Ya tengo lo que quiero —dijo contemplándole con desprecio—. No la miraré a ella cuando arda viva, sino a ti.

Con aquel último golpe, Joan se quedó sin fuerzas, arrodillado y abatido. Y Felip, después de observarle atentamente, de guardar aquel momento de triunfo en su memoria, le dijo desdeñoso:

—Levántate y sal de aquí, infeliz. Ya no eres rival para mí.