Aquel domingo, cuando la familia Serra acudía a la misa de la hora tercia en Santa Anna con varios de sus empleados, vieron que la gente se apiñaba frente a algo clavado en el portalón que daba acceso a la plazoleta interior del recinto monacal. Joan sorprendió una mirada extraña entre sus hijos y se acercó a ver qué era. Se trataba de un cartel impreso del tamaño de dos hojas, y Joan reconoció de inmediato los tipos: eran los de su imprenta clandestina, aquellos que cuando no usaba mantenía en una caja enterrada bajo el suelo del sótano. Sintió que sus piernas flojeaban. El texto era una proclama contra la Inquisición y el papa cuidadosamente razonada y escrita por alguien que sabía más que sus hijos. La gente comentaba en voz alta y alguien gritó un «muera la Inquisición» y muchos le corearon; la mayor parte de la ciudadanía, incluidos los órganos de gobierno de la ciudad y del principado, continuaban odiando al Santo Oficio. Joan agarró del brazo a Ramón para llevarlo a un lugar discreto.
—¿Habéis colgado vosotros esos carteles? —le interrogó.
El muchacho afirmó con la cabeza.
—La noche pasada, nadie nos vio.
—¿En cuántas iglesias?
—En todas —repuso Tomás, que los había seguido.
—Pero ¿es que estáis locos? —inquirió Joan—. Aún no sabéis a lo que nos enfrentamos.
—Alguien debe hacerlo, padre —afirmó Ramón con mirada acusadora—. Si vos no os atrevéis, lo haremos nosotros.
Joan le propinó un sonoro bofetón.
—No me desafíes —le dijo—. No vuelvas a hacerlo.
Ramón le miró con rencor.
—Conmigo sí que os atrevéis, ¿verdad? —le dijo apretando las mandíbulas—. Pero con ellos no.
Joan tragó saliva y le sostuvo el desafío de su mirada.
—Cobarde —oyó que Tomás murmuraba a sus espaldas, muy bajo, entre dientes.
Joan sintió que las lágrimas acudían a sus ojos y fingió no haberle oído.
Por un tiempo, después de instalarse en Barcelona, Joan se había sentido inmune al arma más terrible de la Inquisición: el miedo. Él había participado en batallas por tierra y mar, y les había dado su merecido al canalla de Juan Borgia, a los proxenetas de la taberna del puerto, e incluso al propio fiscal de la Inquisición. No se consideraba un hombre temeroso.
Pero poco a poco empezó a notar que el miedo calaba en su corazón, a pesar de la relativa protección que el prior de Santa Anna le proporcionaba con su influencia sobre fray Joan Enguera, al que el rey nombró inquisidor general de los reinos de Aragón en 1507. Felip no cejaba en su acoso. Durante aquellos años le llamó a declarar tres veces sobre los libros prohibidos que circulaban por el principado y él negó cualquier implicación. También la librería sufrió un par de registros, pero la fortuna y lo acertado del escondite donde guardaban los tipos usados en las impresiones clandestinas los mantuvo a salvo.
Felip, aunque evitaba entrar en la librería, le interceptaba en la calle, siempre con sus matones presentes, en los momentos más inesperados y con las preguntas más incómodas. Le vigilaba y quería que él supiera que lo hacía. Gozaba acosándole; era el juego del gato con el ratón. Y Joan lo sabía.
Ante esa situación, los Serra habían decidido espaciar en el tiempo las impresiones prohibidas en Barcelona y que las más comprometidas se hicieran en ciudades con mayor seguridad. María y Pedro, con el apoyo incondicional de Joan y Anna, que les suministraban recursos económicos y materiales, abrieron su primera librería en Valencia, la ciudad más activa económica y culturalmente de los reinos de Aragón. El éxito acompañó su empresa y de allí partió en 1511 el hijo mayor de María, Andreu, hacia Sevilla, donde con su esposa valenciana abrió su librería. Sevilla era el puerto de las Indias y vivía una gran expansión económica y cultural, y como gran parte de los libros que se vendían eran en latín, se pudo nutrir ampliamente de las imprentas de Valencia y Barcelona y del comercio internacional que Joan coordinaba con sus amigos libreros de Italia. Así, la imprenta sevillana se centró en la producción de textos en castellano. Andreu, que contaba ya con veintisiete años, demostró que había aprovechado bien su tiempo de aprendiz en Roma, de oficial en Barcelona y maestro en Valencia cosechando, para orgullo de los Serra y de su padre adoptivo, Pedro Juglar, un sonado éxito como librero en Sevilla.
Al año siguiente, Pedro y María se mudaron a Zaragoza, ciudad natal del esposo, para abrir otra librería en la capital del reino de Aragón. Junto a ellos viajaban sus cinco hijos en común, la mayor de los cuales, Isabel, contaba ya con catorce años. Por aquel entonces, la librería de Valencia era tan potente como la de Barcelona y quedó a cargo del segundo de los hijos de María, Martí.
—Hemos hecho un buen trabajo durante estos diez años —le comentaba Anna satisfecha.
Sin embargo, Joan se despertaba sobresaltado por la noche soñando con que la Inquisición asaltaba su librería como había hecho con la de los Corró y que él y su familia eran conducidos a la hoguera. Y la pesadilla de Roma se repetía. En ella veía a Felip riéndose, gozando de su victoria final, mientras ellos eran atados a la pira. Y cada día contemplaba el edificio de la vieja librería de sus antiguos patronos en la acera contraria de su calle, tétrico, carcomido por la lepra del abandono, hundiéndose un poco más. Y él notaba que iba derrumbándose lentamente como aquella casa.
Una mañana se miró al espejo y vio a un cobarde en él. Aquella impresión terrible le hizo reflexionar; temía por su vida, pero aquel era el menor de sus temores. Estaba arriesgando a Anna y a sus hijos; si Felip encontrara pruebas, la Inquisición caería también sobre ellos sin piedad.
Escribió en su libro: «¿Estoy sacrificando a mi familia por culpa de mis quimeras platónicas? O ¿simplemente me he convertido en un cobarde?».
Al día siguiente de la aparición de los carteles en las puertas de las iglesias, Felip, montado sobre su caballo y protegido por sus matones, le cortó el paso a Joan.
—Sé que has sido tú, remença —le dijo bruscamente—. No sé dónde imprimes las biblias y todo lo demás, pero con esa proclama has traspasado todos los límites. Ya me he cansado de jugar contigo. Ahora iré en serio.
Joan le miró erguido y altivo. Disimulaba su temor.
—Vete al diablo —le contestó.
Empezó a sentir un miedo que le calaba hasta los huesos, que no le permitía vivir. Y al fin decidió confesárselo a su esposa y contarle la última amenaza del fiscal.
—No es la primera vez que os quiere intimidar —le respondió ella con respecto a Felip—. Lo ha hecho desde que llegamos.
—Siento que esta vez va en serio —repuso él—. Ya no contamos con la protección del prior y de fray Joan Enguera y el asunto de los carteles es muy grave.
—Es la vida que elegimos vivir —le respondió ella acariciándole el pelo—. La vida de los libros y de la libertad. Comporta riesgos, pero nos llena y nos hace felices. Vivimos conforme a lo que creemos.
—He vivido una vida plena gracias a vos y a la librería —reconoció Joan—. Pero desde nuestro regreso mi temor por la Inquisición ha ido creciendo. Sé cuánto me odia ese Felip, que aguardaba una equivocación, y creo que esos carteles tendrán consecuencias terribles. Temo en especial por vos y por nuestros hijos; no tengo derecho a arrastraros a semejante peligro a causa de mis quimeras. Vivo intranquilo y he dejado de ser feliz.
Anna le acunó en sus brazos, con ternura, y poco a poco él fue sintiendo que su cuerpo agarrotado se distendía, que el amor fundía el miedo.
—Es la vida que elegimos vivir —insistió después de un largo silencio durante el que le estuvo dando su calor—. No fuisteis solo vos, la decisión fue conjunta. Recordad que fui yo quien os convenció para regresar a Barcelona. No carguéis sobre vuestras espaldas con mi responsabilidad. Es injusto para vos y para mí. Busquemos de nuevo la felicidad, hemos de encontrarla. Estamos juntos en la vida, unidos por propia voluntad, y lo estaremos en la muerte si así lo quiere Dios.
Joan escribió en su libro la última frase de Anna: «Estamos juntos en la vida, unidos por propia voluntad, y lo estaremos en la muerte si así lo quiere Dios».
La leía una y otra vez, y se sentía confortado por su amor; estaban juntos. Pero pronto comprendió que sus temores no se disiparían por mucho que leyera aquella frase. Era muy hermosa, pero en su final contenía una trágica profecía.