Cuando el aprendiz enviado por Gabriel dio la noticia de que Joan estaba bajo la protección de los Elois y a salvo, hubo un estallido de júbilo en la librería. Habían introducido el cadáver de Abdalá en el taller de encuadernación, donde habían instalado el velatorio y rezaban por su alma, aunque no sabían exactamente qué hacer con él, puesto que no podía ser enterrado en un cementerio cristiano. Anna decidió ir personalmente a casa de Bartomeu y pedirle ayuda para Joan. Sabía que su seguridad era temporal y limitada. Lo hizo acompañada de Pedro y al mercader le afectó tanto la noticia de la muerte de Abdalá que rompió en llanto.
—No puedo imaginar a alguien que representara tan bien nuestros ideales —dijo Bartomeu—. Supo vivir y morir de acuerdo con ellos. Siento un gran dolor al tiempo que un gran orgullo por haber sido su amigo.
—Dijo que el libro de su vida no podía tener mejor final —le explicó Anna también llorosa—. Y así lo creemos quienes le conocimos y admiramos. Los jóvenes de la casa están más consternados aún que nosotros. Fue un gran maestro.
—Conozco una zona en Montjuic que se dice fue un antiguo cementerio musulmán. Allí se entierra a los cautivos de esa religión. Trataremos de sepultarle cumpliendo en lo posible con sus creencias.
—Hablemos ahora de Joan —dijo Pedro—. Está a salvo, aunque solo de momento; si cae en manos de la Inquisición, Dios sabe lo que puede ocurrir.
—En manos de la Inquisición o del rey —especificó Bartomeu—. El gobernador tiene orden del monarca de apoyar en todo a los inquisidores.
—¡Tiene que hacerse justicia! —exclamó Anna—. Su reacción fue lógica, quería a Abdalá como a un padre y vio cómo ese miserable le asesinaba.
—Ese Felip es un canalla —afirmó Bartomeu con rabia—. Pero es un protegido de la Inquisición. Gracias a ella siempre se ha librado de pagar por sus crímenes.
—La Inquisición no debiera intervenir —repuso Anna—. Lo sucedido no tiene nada que ver con la religión, no estamos hablando de herejía o brujería.
—¿Creéis que los inquisidores le van a reprochar a su matón que le quitara la vida a un musulmán? —dijo Bartomeu con una sonrisa triste.
Anna y Pedro se quedaron mirándole en silencio sin responder a su pregunta.
—Sin embargo, la mayor parte de la ciudad odia a la Inquisición —añadió el mercader—. Nos favorecen tres cosas en este asunto. La primera es que los esbirros de los inquisidores no pudieran prenderle. La segunda es que tiene el apoyo de los Elois. Y la tercera es que este es un asunto civil que nada tiene que ver con la religión. —Después sonrió—. Tenemos por delante un buen pleito. Barcelona ayudará a vuestro esposo, Anna. Estamos deseando pararles los pies como sea a esos fanáticos del Santo Oficio. Con suerte, lo haremos en el caso de Joan.
A continuación fueron a la calle Tallers a visitar a Joan, que abrazó con ternura a Anna y con gran afecto a Pedro y a Bartomeu. Se quedaron a cenar con Gabriel y Águeda y en la mesa recordaron con nostalgia anécdotas y dichos de Abdalá. El maestro había dejado una profunda huella y todos coincidían en la fortuna que habían tenido al conocerle.
—Cuando llegue el momento, me gustaría escribir la última hoja de mi libro con la hermosa caligrafía con la que Abdalá terminó el suyo —murmuró Joan.
Los demás estuvieron de acuerdo.
Bartomeu llevó el caso de Joan al Consejo de Ciento en nombre de los Serra y de la cofradía de los Elois, y Barcelona asumió como propio el pleito de Joan. Los conflictos entre la ciudad y la Inquisición no habían cesado en los dieciocho años que esta llevaba operando dentro de sus murallas, y cuando Bartomeu se entrevistó con el gobernador en nombre del Consejo de Ciento, este hizo un gesto de cansancio.
—Fue un asesinato a sangre fría —le dijo Bartomeu—. Abdalá era una persona muy querida y su muerte nada tiene que ver con la religión, es un crimen civil. La ciudad pide que el fiscal de la Inquisición sea castigado.
—Pero ¿qué decís? —repuso el gobernador—. ¡Solo era un esclavo musulmán!
El pleito se prolongó durante semanas, en las que el gobernador, que no deseaba que el Consejo de Ciento elevara el asunto al rey Fernando, presionó a ambas partes para encontrar una solución. Coincidió con que el inquisidor Sotomayor estaba en Castilla y Bartomeu hizo intervenir al prior Gualbes de Santa Anna. El religioso se implicó de inmediato en la defensa de Joan, al que consideraba un huérfano criado gracias a la caridad de su convento. Y fue él quien personalmente obtuvo, para alivio de todos, un acuerdo con su amigo el segundo inquisidor, fray Joan Enguera.
—Vos, Joan, pagaréis una multa de veinte libras por agredir a Felip a causa de un asunto que se ha reconocido como personal y que nada tiene que ver con las funciones de este en la Inquisición —le comunicó el mercader.
—¿Pagar veinte libras? —repuso el librero—. Pagaría con gusto doscientas por darle otra paliza. Sin embargo, no es justo. ¿Se va a librar de castigo por el asesinato de Abdalá?
—Tendrá que pagarte veinte libras, el precio en el que se ha tasado el valor de Abdalá.
—¿Veinte libras? —se escandalizó Joan—. ¿Veinte libras y se le perdona semejante crimen?
—Tenía ochenta años, Joan. Nosotros lo vemos desde el cariño que le teníamos, pero la ciudad lo debe tasar a precio de mercado. Y son muy generosos. Nadie compraría un esclavo de esa edad.
Joan se cubrió la cara con las manos y negó con la cabeza.
—Entiendo cómo te sientes, Joan —le dijo Bartomeu—, pero piensa que Felip tampoco está conforme, ya lo verás. Está rabioso. Sin embargo, en ausencia del primer inquisidor, fray Joan Enguera, influido por Gualbes, ha tomado la decisión de considerar el asunto fuera del ámbito de la Inquisición. Puedes irte a tu casa. Somos muy afortunados. Eres hombre libre.
«¿Hombre libre yo? —anotó Joan en su libro aquella misma noche en el dormitorio de su casa—. ¡Cuánto me gustaría! Abdalá, el esclavo, sí que lo era.»
Felip regresó a sus antiguos hábitos, entre los que figuraba el acoso a la librería. Aunque ahora se le notaba aún más la rabia y el despecho. Entraba con malos modales, miraba de forma descarada a Anna y se movía por el local como si fuera su casa. En las primeras ocasiones no coincidió con Joan, que apretaba los puños airado cuando le informaban de sus visitas.
Cuando Felip entró aquella tarde a la librería y vio a Joan, vaciló un momento en el umbral y le hizo un gesto a uno de sus hombres para que le acompañara. Miró al librero de la cabeza a los pies y sin saludar empezó a remover distintos libros inspeccionándolos y dejándolos después en desorden.
—Este lugar huele a libros herejes —dijo.
Y continuó tomando libros de los estantes para dejarlos después en cualquier sitio. Iba hacia el salón. Joan le hizo una seña a Pedro, que se dirigió al guardaespaldas para mostrarle las coloridas páginas de un hermoso volumen miniado.
—¿Habíais visto antes algo tan bello? —le dijo enseñándole una imagen de la Creación pintada a doble página.
El hombre observó la obra admirado mientras Joan seguía a Felip al salón. El pelirrojo, confiado, cogió otro libro y después de hojearlo lo dejó en una mesa. Y cuando iba a tomar el siguiente se apercibió de la presencia de Joan, que le sonreía mostrándole los dientes. No le dio tiempo a reaccionar; sin mediar palabra, el librero se abalanzó sobre él y agarrándole del jubón con la mano derecha le empujó contra un estante de libros al tiempo que con su izquierda desenfundaba la daga y se la colocaba en el cuello.
—Como te vuelva a ver en mi librería, te degüello —le dijo arrastrando las palabras.
—¿Cómo te atreves a amenazarme? —repuso Felip entrecortado. Sentía el filo del arma pinchándole la garganta—. ¡Soy el fiscal de la Inquisición!
—¡Me es igual quién seas! Esta es mi casa y no volverás a entrar.
—¡Te denunciaré por amenazarme!
—Este es un asunto civil y no religioso. Necesitas testigos. ¿Los tienes? Solo te digo que si vuelves a entrar aquí, no saldrás con vida. No me importa lo que me ocurra después.
Se estuvieron retando con la mirada un largo rato y Joan sintió la satisfacción de ver el miedo en los oscuros ojos de su enemigo.
—Está bien —dijo al fin Felip—. No volveré a entrar en tu librería. En realidad no lo necesito, tengo quien lo haga por mí.
El pelirrojo apartó con la mano el filo del arma, aunque Joan la situó de nuevo en su garganta. A pesar de lo intimidante de la situación, Felip continuó en tono amenazante:
—Pero ten por seguro que seguirás siendo mi presa y tarde o temprano caerás en mi red. —Ahora era el fiscal quien sonreía siniestro—. Aunque no entre personalmente en tu librería, no te dejaré tranquilo. Buscaré el argumento preciso para poder acusarte al inquisidor; quién sabe, herejía, brujería, sodomía, bigamia…, cualquier motivo será bueno. Pero no ahora…, pasará tiempo. Cada noche, al acostarte, pensarás si vendré a buscarte a la mañana siguiente para llevarte al inquisidor. No tengo ninguna prisa, será lento pero seguro.
—Ah, ¿sí? —Joan apretaba los dientes. Sabía que su enemigo trataría por todos los medios de cumplir con su amenaza.
Volvió a presionar el filo de su daga contra el cuello del fiscal y su mano derecha soltó el jubón, del que le sujetaba, para de inmediato agarrarle los testículos retorciéndoselos con todas sus fuerzas. Felip soltó un aullido de dolor.
El soldado apartó la vista del libro e hizo ademán de ir hacia el salón.
—¿Qué ha sido eso?
—Nada, es una exclamación de sorpresa. En el salón tenemos libros maravillosos —le explicó Pedro dispuesto a detenerle por la fuerza si hacía falta.
—Ahora sí que tienes motivo para denunciarme al inquisidor —le dijo Joan a su enemigo cuando este recuperó el aliento—. Anda, ve a tu jefe y dile si te atreves que el librero te ha retorcido los huevos.
—Lamentarás el día en que me conociste.
—Hace mucho que lo lamento —repuso Joan—. Ahora te toca a ti lamentar haberme conocido a mí.
Al poco salía Felip, pálido, y su guarda quiso saber el motivo del grito.
—No era nada —dijo.
El fiscal de la Inquisición no iba a contar aquello; no quería ser el hazmerreír de la tropa y sabía que fray Joan Enguera no le apreciaba tanto como el inquisidor Sotomayor, que continuaba en Castilla. Decidió callar de momento, pero nunca se olvidaría de aquello. Se apresuró a salir a la calle. Desde allí se giró e, irguiendo su corpachón, le dijo a Joan, que le había seguido hasta la puerta de la librería:
—Juro que te acordarás de mí.