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—Huid de inmediato. —Pedro zarandeó a Joan, al que el desconsuelo mantenía inmovilizado frente al cuerpo de su maestro—. Los soldados de la Inquisición caerán sobre nosotros de un momento a otro.

—Por favor, Joan, corred —le suplicó Anna.

El librero despertó como de un sueño. El cuerpo inerte de Abdalá estaba sobre el banco y más allá, en el suelo, inmóvil y tendido con los brazos en cruz, se encontraba Felip sangrando.

—¿Está muerto? —quiso saber señalando al fiscal de la Inquisición.

—No lo parece —repuso Pedro—. Pero si os demoráis, vos seréis el muerto. Los soldados están al llegar.

—Tomad este caballo —le ofreció uno de los aprendices.

—¡No! —dijo Pedro—. Es de la Inquisición, no queremos que se os acuse además de robo. El robo de una propiedad de la Inquisición puede penarse más incluso que la paliza, si ese individuo sobrevive a ella. ¡Huid a pie, mezclaos con la gente! La Inquisición apenas tiene caballos y haré que tarden en recuperar estos.

—¡Mi espada! —pidió Joan.

Un oficial dijo que iba a por ella, mientras Anna le componía con rapidez las ropas y le cubría con su sombrero. Después le besó, aún estaba llorosa y Joan contempló aquellos ojos suyos, tan dulces para él. No sabían cuándo podrían verse de nuevo, ni siquiera si tendrían la fortuna de volver a encontrarse. En unos instantes su mundo se había trastocado.

—Os amo —le dijo Joan. Y ella afirmó con la cabeza tratando de sonreírle.

—Yo también —murmuró—. Pero huid, por el amor de Dios.

Cogió al vuelo la espada enfundada que le lanzó el oficial, miró por última vez el cuerpo de su maestro y, a paso rápido, apartando a los curiosos, se dirigió a la plaza de Sant Jaume. Mientras se sujetaba el arma al cinto se decía que la usaría antes de dejarse prender. Si le cogían los soldados de la Inquisición, podía pasarse la vida en prisión sin que ni siquiera le juzgaran. Le encerrarían en una mazmorra durante años solo para escarmentar a la ciudadanía y recordar que los inquisidores y sus secuaces eran intocables. El gobernador y los soldados del rey, como siempre, apoyarían a los inquisidores, y los de la ciudad nada podrían hacer.

Los guardaespaldas de Felip llegaron a todo correr a la sede de la Inquisición, en la plaza del Rey, situada a escasa distancia de la librería, y de inmediato dieron la alarma.

—¡Ayuda! —gritaban—. ¡El librero Serra ha agredido al fiscal y una multitud hostil nos ha impedido auxiliarle cuando descabalgamos! ¡Nos golpearon y robaron los caballos!

Fueron llevados ante el inquisidor.

—¡Eso es inadmisible! —rugió el fraile—. Enviad un destacamento completo a la librería y un mensajero al gobernador para que saque sus tropas a la calle. No dejaremos que el populacho crea que se puede atacar impunemente a uno de los nuestros. ¿Dónde se encuentra el fiscal?

—Quedó en el suelo tendido frente a la librería y no pudimos ayudarle. Ni siquiera sabemos si está vivo.

—Sargento, rescatad al fiscal y traed aquí a ese librero —ordenó el fraile—. Debe recibir castigo. Actuad, sin embargo, con prudencia; la masa amotinada es peligrosa. Salid al menos con veinte hombres y bien armados. Esperad a los soldados del rey si es menester.

El trabajo de la tropa de la Inquisición consistía en detener a los sospechosos y custodiar a los presos y condenados. Por lo tanto, solo la componían destacamentos de infantería. Uno de ellos, armado con lanzas, escudos y espadas, acompañado de alguaciles y notarios, se dirigió con los dos jinetes descabalgados al lugar del suceso. Cuando llegaron encontraron a Felip Girgós aún tumbado; Pedro, que le vigilaba desde la librería, se dijo que se hacía el muerto para que no le golpearan más. Aun así, precisó la ayuda de sus hombres para levantar su corpachón del suelo, tenía un labio partido, distintas contusiones en la cara, sangraba por una brecha de la cabeza y se lamentaba de dolor en el pecho y la espalda. Miró en la dirección por donde Joan había escapado y les dijo a sus guardaespaldas:

—¡Deprisa! —Su voz sonaba a lamento—. Montad y perseguid al librero. Debe de haber cruzado la plaza.

—¡Vaya, qué mala suerte! —dijo Pedro—. Los caballos no están aquí.

—¿Qué hicisteis con ellos? —chilló el sargento—. ¿Quién se ha atrevido a robar los caballos de la Inquisición?

—Al ver que los jinetes se habían ido —repuso Pedro— y que el señor fiscal no los podía usar, les pedí a unos aprendices que los tomaran de las riendas y los llevaran a vuestro cuartel en el palacio real. Quise evitar que alguien los robara.

—¿Cómo es eso? Deberíamos haberlos visto.

—Bueno —repuso Pedro disimulando una sonrisa—, quizá tomaron un camino más largo.

—¡Maldita sea! —gruñó Felip—. ¡Mandad a los soldados a por el librero! —Después dejó ir un lamento y tuvo que sentarse en el suelo con ayuda de uno de sus guardaespaldas.

—Un momento —dijo Pedro señalando a Felip—. Ese hombre ha asesinado a otro, él es quien debe ser detenido.

—No digáis bobadas —le espetó el sargento que comandaba la tropa—. ¡Era un esclavo infiel!

Y cuando trató de salir en persecución de Joan, su hombro chocó con Andreu, el hijo mayor de María, ya oficial de imprenta, que a punto estuvo de derribarle.

—Era un ser humano —le espetó el joven Andreu al sargento—. Y mil veces mejor que ese asesino pelirrojo.

—¡Abrid paso a la Inquisición! —gritó el sargento.

Pero un grupo de gente que cortaba la salida de la calle Especiers a la plaza de Sant Jaume se lo impedía.

—¡Un paso atrás! —ordenó el sargento—. ¡Lanzas al ristre!

Y avanzaron con sus lanzas amenazando a los empleados de la librería y vecinos, que al fin se vieron obligados a abrir el paso.

—¡Por allí va! —les indicó un hombre señalando con el dedo el extremo opuesto de la plaza.

Y los soldados salieron en persecución de Joan mientras Felip se incorporaba de nuevo ayudado por sus guardaespaldas. Cuando estuvo en pie levantó su puño contra la librería.

—¡Os acordaréis! —dijo—. ¡Juro que os habéis de acordar!

—¡Asesino! —le increpó Anna. El personal de la librería coreó la palabra y Andreu y sus amigos se acercaron amenazándolos.

—Vayámonos de aquí —le aconsejó al fiscal uno de sus hombres.

Y renqueante y con una mueca de dolor en la cara, apoyándose en sus dos matones, Felip Girgós emprendió el camino hacia el palacio real.

Joan oía gritos a sus espaldas, pero se esforzó en andar de forma pausada hasta cruzar la plaza y entrar en la calle del Call. Volvió entonces la cabeza y vio un gentío discutiendo y forcejando frente a la librería. Había recorrido un buen tramo de la calle cuando, al girarse de nuevo, vio que varios soldados lograban acceder a la plaza y se ponían a correr en su dirección.

—¡Detened a ese hombre! —dijo el que iba delante.

Dobló un recodo de la calle que impedía que le vieran desde la plaza y empezó a correr hacia la calle de la Bochia.

Mientras, pensaba dónde se podría refugiar. Estaba muy cerca de la plaza de la Trinitat y allí se encontraba la iglesia del mismo nombre, sede de la cofradía de libreros. Sin embargo, aquel lugar sagrado no le serviría de amparo contra la Inquisición, ni nada podían hacer los libreros de querer ayudarle. Aunque en ningún caso, por mucho que lo desearan, le auxiliarían. Muchos descendían de conversos y solo el nombre del Santo Oficio les producía temblores de pánico. Su amigo librero Lluís, aun siendo cristiano viejo, tampoco podría ocultarle. Felip Girgós conocía su amistad y la casa de Lluís sería una de las primeras en ser registrada, igual que la de su hermano Gabriel. Por el mismo motivo tampoco podía acudir a Bartomeu, que aun perteneciendo al Consejo de Ciento no tenía autoridad para frenar a los inquisidores. Ni siquiera podía refugiarse en el convento de Santa Anna, nada podrían hacer tampoco los frailes. ¿Adónde iría?