12

Anna respiró aliviada al ver llegar a Joan acompañado de Niccolò y los aprendices. Venían bromeando, pero de inmediato vio que su esposo se apoyaba en el florentino al andar y que su rostro mostraba una mueca de dolor según el movimiento.

—¿Qué ha ocurrido?

—Nada, un mal encuentro —dijo él forzando la sonrisa—. No será nada.

Anna se hizo cargo de la situación y con la ayuda de Niccolò, Joan subió a su habitación, donde un médico vecino le atendió al rato. Dijo que la herida de la espalda era superficial, se aseguró de que estuviera bien desinfectada y comprobó que el golpe recibido en el hombro izquierdo no había roto ningún hueso. Joan había sido muy afortunado y podría hacer vida normal.

—¿Tenían vuestros asaltantes relación con Juan Borgia? —inquirió Anna, inquieta, cuando se quedaron solos en el dormitorio.

Anna era consciente de la preocupación que Joan sentía con respecto al hijo del papa, una inquietud que ella empezaba a compartir. Le habían halagado la atención y la solicitud con la que aquel muchacho bien parecido, arrogante y poderoso la trataba, y le había correspondido con simpatía. Demasiada, quizá. Creía haber manejado con gracia y desenvoltura las insinuaciones cada vez más explícitas del duque, aunque ahora lo dudaba.

El enfrentamiento entre los dos hombres lo cambiaba todo; temía por la vida de su esposo. En la librería hablaba con mucha gente y todos coincidían en la nefasta reputación del Borgia.

—No. Eran simples bandidos —repuso él. Ella le miró suspicaz—. Eran bandidos —insistió—. Os lo aseguro.

—¿Cómo es que regresasteis tan tarde, solo y sin caballo?

—Miquel Corella me ofreció una montura y la rechacé. Lo siento, fui un imprudente.

—¡Por el amor de Dios, Joan! —le recriminó ella con ternura—. Sabéis cuánto os quiero y cuánto os necesita la familia.

—Lo lamento —respondió él. Momentos antes, creyendo que iba a morir, había pensado emocionado en los suyos—. Lo lamento mucho. Perdonadme.

Anna vio que los ojos de Joan se humedecían de sentimiento y él suspiró cuando ella le abrazó amorosa. No necesitaba preguntarle para saber que la visita al Vaticano no había dado el fruto esperado.

—¿Os encontráis con ánimos para cenar con la familia grande? —inquirió ella cuando se tranquilizó sobre el estado de su esposo.

—Por supuesto —contestó él con una sonrisa que no necesitó forzar.

La familia grande, como la llamaba Anna, consistía en la familia pequeña —la formada por el matrimonio y su hijo Ramón—, Eulalia, la madre de Joan, su hermana María y sus dos hijos, Andreu, de once años, y Martí, de nueve. Eulalia había tomado como propia la labor de organizar las dos casas; aunque la librería ocupaba la planta baja de ambos edificios, en el primer piso se mantenían separadas. La familia pequeña ocupaba uno de los primeros pisos y el resto, el otro.

Anna se llevaba bien con su familia política. Era consciente de que la solicitud de Eulalia y la ayuda de María le permitían librarse de las tareas domésticas, con las que habría tenido que cargar a pesar de tener criadas, y dedicarse a la librería.

Joan bendijo la mesa y tanto los adultos como los niños mayores rezaron en silencio unos instantes. A continuación, las criadas sirvieron la cena. Eulalia prolongó su plegaria dando gracias. Se había recuperado de la herida sufrida en el asalto a la librería y se sentía muy feliz. Allí estaba su familia, con la única ausencia de su hijo Gabriel, que vivía con los suyos en Barcelona.

Contemplaba con amor a Joan, a su nuera, junto al pequeño Ramón, y a María, con sus hijos. Hacía poco más de un año ignoraba el paradero de los suyos y se preguntaba angustiada por su destino. Se encontraba desterrada en el lejano pueblecito de Liguria donde los piratas la habían vendido como esclava y estaba convencida de que nunca más vería a su familia. Ni siquiera conocía la existencia de sus nietos. No se cansaba de agradecer a la Providencia su reencuentro. Y para colmo de bendiciones, la mesa estaba provista a pesar de los tiempos de guerra: había sopa de caldo, verduras hervidas, carne de cerdo y pan horneado en el día. Tampoco faltaba el vino, aunque diluido en agua para los nietos mayores. Y además disponía de criadas, a las que trataba como a hijas.

María era una mujer de veintiséis años que al fin veía crecer a sus hijos en libertad. Los recuerdos de la esclavitud y de los abusos sufridos eran cada vez más lejanos; por primera vez en su vida estaba enamorada de un hombre que la respetaba y se sentía muy feliz. Era un sargento aragonés de la guardia vaticana llamado Pedro Juglar, que no solo hacía honor a su apellido como buen guitarrista, sino que sabía leer y algo de latín. Frecuentaba la librería y acababa de pedir permiso a Joan para cortejar a su hermana.

Al librero le caía muy bien el aragonés, del que se había informado debidamente a través de Miquel Corella, pero, en cumplimiento de su deber de cabeza de familia, respondió muy serio que lo consultaría con su madre y su hermana. Estas celebraron la noticia junto a Anna con grandes muestras de alegría. Pedro conocía el desgraciado pasado de María, lo aceptaba diciendo que sus pensamientos estaban en el presente y en el futuro y que cuidaría de Andreu y Martí, los hijos de ella, como si fueran propios. El cortejo seguía su proceso y todos esperaban con ilusión el momento en el que Pedro fuera uno más de la familia.

María y Eulalia contaron las últimas novedades del mercado y de los vecinos, los chicos, lo ocurrido en la escuela, y Anna imitó a un par de clientes de la librería e hizo reír a los demás. Todo estaba bien, mejor que bien, se decía Eulalia, excepto el extraño silencio en el que su hijo se había encerrado aquella noche. Le observó de nuevo, ausente, y se dijo que ojalá se tratara solo de las preocupaciones políticas, típicas en los hombres.

Ramón, que ya antes había tomado algo de papilla, se quedó dormido mientras su madre lo amamantaba. Después de depositarlo en la cuna, Anna llamó a Joan al lecho.

—Voy en un momento —repuso él desde su escritorio.

Anna sabía que cuando su esposo estaba preocupado escribía en su libro. Joan se esforzaba, tras pensar bien lo que iba a escribir, en trazar hermosas letras, no muy grandes, ya que el libro tampoco lo era, pero armoniosas. Aquello tenía un efecto relajante para él, formaba parte de su intimidad, y Anna nunca le preguntaba por sus escritos, aunque estaba dispuesta a escuchar cuando él deseaba compartirlos.

«No he luchado tanto en mi vida para convertirme en un cornudo consentidor —escribía Joan en aquellos momentos—. Soy un hombre libre.»

Fuera ululaba el viento, que se colaba en la casa por las rendijas y hacía danzar la llama del candil con el que Joan se iluminaba. El lecho estaba frío y pese a que Anna añoraba el calor de su esposo no quiso insistirle.

La cama se fue calentando sin que Joan acudiera y, al fin, Anna, abrigándose con un chal, tomó un taburete y se fue a sentar junto a él. Se miraron a los ojos y ella le dijo:

—He sido muy feliz estos meses, ya casi seis, desde que me trajisteis a Roma. —Hizo una pausa—. Gracias.

Sin levantarse, él la atrajo hacia sí y la abrazó. Fue una unión larga, cálida, en la que Joan le habló sin pronunciar palabra. Cuando se separaron, ella volvió a mirarle, sus ojos brillaban intensos a la trémula luz del candil.

—Os tengo a vos y a mi hijo, y me disteis un hogar cálido, incluso hasta lujoso, y una vida entre libros que adoro. Nuestra casa se ha convertido en lugar de reunión de los españoles en Roma y somos un referente destacado entre los fieles al papa. Siempre hay alguien interesante con quien conversar e incluso Sancha, la princesa de Esquilache, pregona que es mi amiga. Esto supera mis más hermosos sueños. Soy muy feliz.

—Yo también lo soy —respondió él—. Os tengo a vos, a mi familia, a la librería y a muchos amigos. Sin embargo, todo esto parece tener un precio, un precio que no estoy dispuesto a pagar.

—¿Os referís al duque de Gandía?

—Sí —repuso Joan vehemente—. A ese jovenzuelo prepotente que cree que las mujeres se le tienen que dar con solo pedirlas. Bien sabéis que pude instalar la librería, y aun rescatar a mi madre y a mi hermana, gracias, en parte, al dinero de Miquel Corella. Y el éxito del que disfrutamos se lo debemos a su clan. Los catalani pueden hacer fracasar la librería, echarnos de Roma o incluso algo peor.

—No lo harán —dijo ella acariciándole la mejilla.

—Ya veremos. Todo iría bien si el fatuo del duque de Gandía no hubiera pasado a ser de la noche a la mañana, sin mérito alguno, el jefe del clan, convirtiéndose así en el hombre más poderoso de Roma. Vos sois la primera en saber que os desea. Y que quiere haceros suya.

—Solo para poner otra pluma en el penacho de su gorro.

—Le he pedido ayuda a Miquel y me la ha negado. Dice que nada puede hacer él para detener al duque y que le defenderá a toda costa. —Hizo una pausa reflexiva para continuar después con mayor vehemencia—: Bien sabéis que en nuestra tierra había los llamados campesinos de remença, sujetos a los malos usos. Uno de ellos era el derecho de pernada, por el que el señor se acostaba con la novia antes de la boda. Lucharon muchos años para librarse de este y otros abusos, les costó muchas vidas, pero al final lo lograron. Y ahora yo me siento como uno de ellos. No aceptaré ese abuso, Anna. Somos gente libre.

—Tranquilizaos, que nada ocurrirá.

—Sin embargo, ese tipo os visita con frecuencia.

—No conseguirá nada.

—Miquel Corella me dijo que quizá vos tuvierais una opinión distinta a la mía —dijo él tragando saliva y escrutando la expresión de los ojos de su esposa—. Que quizá quisierais ceder.

—¡No, por el amor de Dios! —rio ella—. No seáis tonto. Yo os amo y no quiero nada de nada con ese niñato, por mucho que se pavonee y amenace.

—Seguirá presionándoos. Y no solo por vos, sino porque cree que tiene cuentas pendientes conmigo.

—Tranquilizaos. —Ella le sonreía—. Y no os enfrentéis más a él. Si lo hacéis, tendremos problemas con toda seguridad. Dejad que lo maneje, tengo la habilidad. No logrará nada, os lo prometo, y terminará cansándose.

Él la miró esperanzado aunque lleno de dudas.