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En su camino hacia la plaza del Rey, la procesión del auto de fe iba a pasar frente a la librería. La familia Serra y sus empleados la aguardaban en un silencio compungido. Transcurrió un largo rato hasta que divisaron la cabeza del desfile.

—¡Ya vienen! —gritó uno de los aprendices, que llegaba corriendo de la plaza de Sant Jaume—. ¡Ya vienen!

La calle era estrecha y los empleados se situaron apretados contra las paredes de las casas para dejar paso a la comitiva. Anna, Joan, María y Pedro se asomaron a las ventanas del primer piso. Un fraile dominico ataviado con el hábito blanco y la capa negra característica de su orden abría la marcha. A pesar del frío invernal, iba descalzo y con la capucha baja, mostrando la amplia tonsura de su cabeza. Joan recordó el tiempo en que él fingía ser un dominico en Florencia. ¡Habían ocurrido tantas cosas desde entonces!

El fraile portaba el estandarte de la Inquisición, que lucía en el centro una cruz verde de madera espinada con una espada a su derecha y una rama de olivo a la izquierda. La espada representaba el castigo para el pecador y la rama de olivo, la reconciliación y el perdón para el arrepentido. El pendón mostraba también una inscripción en latín que decía: «¡Álzate, oh, Señor, a defender tu causa!».

—¿La causa del Señor? —inquirió Joan—. ¡Qué burla!

—La Inquisición presume de conjugar la espada y el olivo, castigo y perdón —murmuró Anna—. A los arrepentidos los perdonan para ajusticiarlos acto seguido. ¡Vaya un perdón!

—El perdón no quita la pena —repuso Joan.

—Me da a la vez coraje y asco —concluyó ella.

Al portaestandarte le seguían un grupo de monaguillos cantando y otro fraile dominico también con la capucha baja y descalzo que portaba una gran cruz. Después, a pie, llegaba la comitiva de los notables, formada por el gobernador y un numeroso grupo de nobles y magistrados, la mayoría al servicio del rey. Y a continuación desfilaban los oficiales del Santo Oficio presididos por el inquisidor, al que acompañaban sus alguaciles, notarios, escribanos y tropa. Entre ellos destacaba el corpachón del fiscal, que, ufano y conocedor de su poder, se pavoneaba como si fuera el amo de la ciudad.

—¡Mirad al fanfarrón! —murmuró Pedro desde la ventana al verle.

—¡El fiscal es un indigno! —dijo Joan lo suficientemente alto para que le oyeran en la calle.

Y desde abajo, los aprendices que rodeaban a Abdalá abuchearon al grueso pelirrojo.

—¡Fuera mosén Girgós! —gritaban—. ¡Indigno!

Felip miró desafiante a las ventanas, sonriendo desdeñoso ante la desaprobación que causaba en la librería. Su mirada y la de Joan se enlazaron largo tiempo hasta que el fiscal la desvió para fijarse en Abdalá, que destacaba en la calle por su indumentaria morisca y su turbante.

—¡Moro de mierda! —le dijo con rabia—. Haré que tú y esos libreros aprendáis a respetarme.

Y sin detener el paso recuperó su porte altanero y orgulloso. Le seguía un grupo de frailes dominicos en silencio y encapuchados que cerraban esa parte de la procesión. Después de un amplio espacio, desfilaba otro fraile que portaba una cruz en alto.

—¡Mirad! —dijo Anna en un susurro.

Detrás del fraile, una mujer de unos cincuenta años arrastraba los pies vestida con el sambenito amarillo con cruces rojas y el cucurucho. Llevaba un cirio apagado en sus manos y una soga al cuello que la unía a la siguiente, que no era otra que Francina. Mientras que la primera no apartaba la vista del suelo, Francina mantenía la cabeza alta y miraba a la gente a los ojos, aunque la mayoría insultaba a «las brujas» y les lanzaba objetos. Los soldados que las acompañaban no trataban de impedir el escarnio del populacho. Sus únicas órdenes eran que aquellas mujeres llegaran vivas a la muerte. El aspecto de Francina era, a pesar de sus esfuerzos por aparentar firmeza, de agotamiento, y sus ojeras mostraban los estragos de la prisión y la tortura.

—¡Francina nos salvó de la peste! —dijo Anna desde la ventana—. ¡Gracias!

—¡Gracias, Francina! —secundó Joan. Hubiera querido poder darle un último abrazo y hablar con ella para expresarle su cariño y admiración, pero era imposible. Se limitó a repetir—. Gracias.

—¡Francina es inocente! —dijo Abdalá a media voz, y los aprendices lo repitieron a gritos.

No solo Joan y Anna se sentían en deuda con Francina, también los muchachos que habían pasado lo peor de la peste en la librería al cuidado de Abdalá. Muchos vecinos que conocían lo ocurrido en la librería vitorearon también a Francina, que cuando levantó su mirada hacia Joan y Anna mostraba lágrimas en los ojos y una breve sonrisa de agradecimiento en los labios. Anna no pudo contener el llanto.

A Francina, unida a ella por la soga, la seguía otra mujer con su sambenito y capirote correspondientes, cabizbaja y con una vela apagada. Tras ella, había una cuarta bruja que en todo vestía como las anteriores, solo que montaba un borrico guiado por un soldado y estaba atada a unos palos sujetos a la silla que la mantenían erguida. Había muerto durante su prisión, quizá torturada. Su desagradable aspecto y olor mostraban que era un cadáver de días.

—Ni a los muertos perdonan —murmuró Anna.

—Bien sabéis que algunos han sido juzgados incluso años después de su fallecimiento —corroboró Joan—. Y desentierran sus cuerpos para quemarlos.

Detrás del borrico y su macabro jinete venía otra cruz portada por otro fraile y a continuación desfilaba, a cierta distancia, un destacamento de soldados de la Inquisición que marchaban al son de un tambor. A los militares los seguía otra cruz al frente de una comitiva de frailes con la capucha calada recitando salmos y cerraba la procesión un grupo de hombres vestidos de negro y rezando. Eran los miembros de la cofradía de la Muerte, que siempre acompañaban a los reos en las ejecuciones. Los seguía una multitud de curiosos expectante y festiva, ansiosa por presenciar el espectáculo.

Joan miró a su esposa, que, con los ojos húmedos, contemplaba el alegre gentío desde la ventana, y le tomó las manos. Ella dejó ir un sollozo y se abrazaron.

—Vamos —dijo Anna al rato—. Será penoso, pero estaremos con ella.