Joan y Anna no podían quedarse cruzados de brazos mientras Francina era condenada y ejecutada por la Inquisición.
—Removeré cielo y tierra —le prometió el librero a su esposa.
Al primero que acudió fue a Bartomeu, que de inmediato le desanimó.
—Ya sabes que el poder de la Inquisición es total; el gobernador, al que nombra el rey, los obedece sin rechistar —le dijo—. El obispo, por su parte, ha delegado todos sus poderes en ella, nada puede hacer tampoco. Y las entidades ciudadanas, como el Consejo de Ciento, que siempre se han opuesto a la Inquisición han sido derrotadas repetidamente, pues el rey las hace callar o ignora sus quejas. Así que nada se puede hacer.
—Eso es desde fuera —dijo Joan—. ¿Hay algo que hacer desde dentro de la propia Inquisición?
—Quizá tengas un resquicio por el que penetrar —repuso Bartomeu después de pensarlo—. Aunque creo que Francina es un caso perdido.
—¿A qué os referís?
—El prior de Santa Anna, Cristòfol de Gualbes, es amigo del valenciano fray Joan Enguera, el segundo inquisidor. Sé que tienes buena relación con él. Inténtalo.
El prior acogió a Joan con amabilidad, pero al conocer el asunto dijo que era muy difícil salvar a Francina. Joan le insistió en su saber y en la pérdida irreparable que representaría que muriese alguien que sabía cómo luchar contra la peste.
—El cometido de la Inquisición es salvar el alma, no el cuerpo —repuso el prior enfático—. Lo segundo no importa frente a lo primero. Sin embargo, en deferencia a ti, hablaré con fray Joan Enguera por si algo se puede hacer.
Unos días después, cuando Joan regresó a Santa Anna, el prior le dijo:
—Habla de mi parte con mosén Pere Maull.
—¿Quién es?
—El maestre de la cofradía de la Muerte.
—¿Qué puede hacer él para salvar a Francina? —Joan recordaba a aquel siniestro personaje que junto a sus cofrades desfilaba en las ejecuciones y que había comandado el grupo de esqueletos danzantes que bailaron en la plaza de Sant Jaume.
El prior le contempló como si Joan tuviera dificultades de comprensión.
—Él no puede hacer nada para que viva, pero sí para que tenga una mejor muerte.
—Olvídate de Francina, lo suyo no tiene remedio —le dijo Bartomeu cuando acudió a contarle su decepción con respecto al prior Gualbes—. Y ocúpate de Abdalá.
—¿Qué ocurre con Abdalá?
—Ya sabes que Felip le odia tanto como a ti —explicó el mercader—. Y desde que está en tu casa, el maestro no vive en el scriptorium del último piso como hacía en la mía y en la de los Corró, sino que frecuenta la librería, conversa con tus clientes y sale a la calle. De repente se ha convertido en un anciano venerable y sabio al que la intelectualidad de la ciudad respeta y admira. Y no solo eso, sino que tus aprendices y oficiales, después de que los salvara de la peste, le veneran. Ya no solo influye en los jóvenes de tu casa, sino que a través de estos lo hace en muchos otros de la ciudad, que acuden a escucharle.
—Cierto. Abdalá tiene ochenta años y sin embargo goza de buena salud y de un intelecto privilegiado; no recuerdo haberle visto nunca tan feliz. El contacto con los jóvenes le da vida.
Bartomeu sonrió afirmando con la cabeza.
—Es cierto que se le ve muy feliz, más que cuando estaba conmigo. Pero me preocupa lo que se oye en la ciudad.
—¿Qué es?
—Como sabes, la Iglesia acepta la esclavitud cuando los cautivos pertenecen a otras religiones. Y el deber del amo es evangelizarlos para que renuncien a sus creencias, acepten el bautismo y pasen a formar parte de la comunidad cristiana. Entonces, una vez que el amo ha recuperado el dinero invertido con el trabajo del esclavo y este ha sido bautizado, debe darle la libertad.
—Sí, pero ese no es el caso de Abdalá —objetó Joan—. Aceptó la esclavitud para poder trabajar con los libros de los Corró a condición de que se respetase su religión. No es un falso converso, sino un musulmán declarado, y la Inquisición no puede hacer nada contra él. Es inmune a Felip.
—Precisamente eso es lo que los irrita. Dicen que es un mal ejemplo.
—Pues lo ha sido por muchos años —replicó Joan.
—Sí, pero ahora ejerce de maestro y los clérigos temen que conduzca a los jóvenes a la herejía.
—Eso es absurdo —dijo Joan indignado—. Nada más lejos de la intención de Abdalá que convertirse en un predicador. Admite el cristianismo y evita denunciar sus contradicciones. Les enseña a los jóvenes, entre otras muchas cosas, a ser tolerantes.
—¿Tolerancia? —rio Bartomeu—. La tolerancia es peligrosa, es herética para los inquisidores. —Y cambiando a un gesto serio, continuó—: Si hablo ahora contigo, no es para debatir lo que es o no absurdo, sino porque temo por Abdalá.
—Repito que nada puede hacer la Inquisición contra él.
—Habla con Abdalá, Joan —insistió Bartomeu—. Conoces a Felip, es un asesino. Mata por placer. Temo que esté planeando su muerte. Y no necesita de la Inquisición para matarle.
Aquella misma tarde, Joan tuvo una conversación con Abdalá en el scriptorium, y le relató lo tratado con Bartomeu y las preocupaciones del mercader. El anciano rio.
—¿Tú crees que voy a alterar mi forma de vida solo por temor?
—No, pero os pido que toméis precauciones. Evitad salir a la calle, que no os vean tanto. Antes apenas salíais.
—Mi vida es ahora distinta, Joan. —Una sonrisa dulce iluminaba su cara—. Me relaciono mucho con los jóvenes. A ellos les gusta y a mí también. Ellos salen a la calle y yo también.
—Y ¿si os lo ordena vuestro amo?
El musulmán clavó su mirada en los ojos de Joan y su expresión cambió de jocosa a seria.
—¿Me lo ordenas? —dijo al rato.
—No, claro que no, maestro —balbució el librero avergonzado—. Solo os lo recomiendo.
La sonrisa de Abdalá regresó, sus manos buscaron las de Joan y las tomó con ternura.
—Gracias por tu preocupación y cariño, Joan —murmuró—. Sé que tus palabras surgen del corazón. ¿Recuerdas cuando te dije, hace muchos años, que los libros tenían cuerpo y alma como las personas?
—No lo he olvidado. —El contacto huesudo y cálido de las manos del granadino y el tono cariñoso y suave de sus palabras le emocionaban. Presentía que quería decirle algo importante.
—Pues bien, las personas son como los libros —continuó el anciano—. Sus vidas son relatos que tienen un principio y un final. Y es fundamental que la historia termine bien.
»Estoy escribiendo las últimas páginas del libro de mi vida. Y trato de hacerlo con mi mejor caligrafía. Tengo muchos años, Joan. ¿Crees que voy a dejar que el miedo, el temor por mi vida, cuando ya vale tan poco, emborrone mi final? ¿Qué ejemplo les daría a los muchachos jóvenes si me viesen temblar por un matón? Pronto llegaré a la última página y quiero que sea un final digno. No me esconderé.
El librero mantuvo sus manos entre las de su maestro y cerró los ojos para retener cada una de sus palabras. Aquel hombre le hacía retornar a la infancia. Notaba que su corazón se encogía y que sus párpados contenían una lágrima. Presentía que el anciano estaba en lo cierto. Su fin estaba próximo y tendría una muerte digna.