Joan recordaba demasiado bien aquella enorme y fría estancia donde seis gigantescos arcos de piedra soportaban unas enormes vigas de madera. Se encontraba en el palacio real de Barcelona, que se había convertido, por voluntad del rey Fernando, en el cubil de la Inquisición, y aquel era el salón del Tinell. Dieciséis años antes se había visto obligado a testificar allí en el juicio que condenó a la hoguera a sus patronos, los Corró, a los que tanto quería. Fue una de las experiencias más dolorosas de su vida y aún guardaba aquellas terribles imágenes en su memoria. A ellas se sumaban las pesadillas, como las sufridas en Roma, que tenían aquel lugar como escenario. Para tranquilizarse se decía que él no acudía como encausado, solo como testigo, y que aquello nada tenía que ver con los terribles sueños que le habían atormentado.
Cuando el soldado abrió la puerta, Joan se enfrentó a un gran vacío que unos ventanales a su izquierda iluminaban con la luz gris de aquella desapacible y nublada mañana de enero. Siguió al soldado hacia el fondo de la estancia, y allí se encontró con un estrado elevado tres escalones donde se sentaba el inquisidor. Estaba detrás de una mesa, protegido de las corrientes de aire y del frío de la sala por un dosel cuya tela colgaba cubriéndole la espalda y los costados. Seguramente un brasero bajo la mesa le mantenía caliente. A su derecha, elevados sobre un estrado más amplio y tras sus mesas, se situaban los distintos oficiales de la Inquisición: secretarios, escribanos, notarios y alguaciles. Entre ellos destacaba, de pie, el corpachón bien abrigado de Felip Girgós, fiscal de la Inquisición, que le observaba con gesto satisfecho.
A la izquierda, custodiadas por unos soldados, se sentaban cuatro mujeres. Vestían los infamantes sambenitos, aquellas batas amarillas con cruces rojas que distinguían a los reos de la Inquisición, y llevaban encasquetados unos capirotes del mismo color y con las mismas cruces. Joan solo pudo identificar a Francina, que destacaba entre aquellas figuras abatidas, seguramente por la tortura, como la única que se mantenía erguida.
El secretario que recibió a Joan le pidió su nombre, le hizo jurar y, terminado el procedimiento, proclamó en voz alta la fórmula acostumbrada:
—¡Joan Serra de Llafranc ha jurado decir verdad!
El librero se quedó mirando al inquisidor, que le contemplaba sin decir nada, y fue Felip quien inició el interrogatorio.
—¿Reconocéis entre las acusadas a una tal Francina Viladamor?
—Sí, la reconozco —dijo, y su mirada se cruzó con la de ella. Se mostraba serena.
—Gentes honradas afirman haberos oído decir que esa mujer se valió de malas artes para curaros de la peste —clamó el pelirrojo.
—Dije que nos curó a mí y a mi esposa, pero nunca dije que lo hiciera con malas artes.
—Si no fueron malas artes, ¿cómo se explica que tuviera un poder que unos sabios doctos como los médicos no poseen?
—Porque sabe más que ellos sobre la peste.
—¡Eso es absurdo! —profirió Felip.
Joan miró al inquisidor; los observaba sin que, al parecer, tuviera intención de intervenir.
—No, no lo es —repuso irguiéndose desafiante hacia su enemigo—. Francina pertenece a una larga estirpe de herboristas y boticarios. Hace años fue la especiera más reconocida de la ciudad. Sus curaciones son fruto del saber, no de las malas artes.
—¡Tonterías! —Felip enrojecía—. Se sabe que invoca al diablo para conseguir lo que no logran los médicos.
—¡No! —le contestó Joan—. Nunca la he visto hacer tal cosa.
—Tenemos testigos que afirman que hace años renegó de Dios y de la Santa Madre Iglesia. Y ahora trata con el diablo y tiene comercio carnal con él. De ahí viene su poder de curación; de sus invocaciones diabólicas.
—¡Miente quien diga eso! —gritó Francina levantándose de su silla. Joan pudo ver que estaba maniatada—. ¡No tengo relación alguna con el diablo! Aunque estoy segura de que vosotros, que torturáis y mentís, sí la tenéis. El diablo no existe, pero vosotros, con vuestro fanatismo y maldad, ocupáis su lugar.
—¡Nadie os ha preguntado! —le espetó Felip—. ¡Callaos!
—Es cierto que renegué de Dios y de la Iglesia cuando la peste se llevó a toda mi familia —continuó Francina. Los mechones de su pelo gris se escapaban por debajo del capirote—. Me arrepentí y le pedí perdón a Dios hace ya mucho tiempo. Pero no lo hice con la Inquisición, ni pienso hacerlo.
La sala se quedó en silencio. Todos miraban sorprendidos a Francina, que jadeaba y que se irguió más aún para continuar:
—He conocido a eclesiásticos honestos, pero también a muchos entregados a los vicios de la cólera, la lujuria, la gula, la avaricia, la soberbia, la envidia y la pereza. Y los peores entre todos ellos sois vosotros, los inquisidores, que torturáis, robáis y matáis a gentes inocentes…
—¡Que se calle! —dijo el inquisidor.
—¡Callaos! —le ordenó Felip.
—¡Renegué de esa Iglesia y lo vuelvo a hacer! —continuó la mujer haciendo caso omiso.
Los soldados la sujetaron de los brazos y ella se debatió sin dejar de gritar.
—¡Estoy con Dios, pero en vuestra contra!
Uno le tapó la boca con la mano, pero de inmediato soltó un alarido de dolor.
—¡Me ha mordido!
—¡Mientras viva no callaré! —chilló Francina.
El otro soldado la golpeó con el revés de su mano y la hizo caer al suelo.
—¡Yo os maldigo! —continuó gritando mientras se incorporaba.
—Lleváosla —ordenó el inquisidor—. Ya he oído bastante.
—Yo quería ayudarla, pero no me dejó —explicaba Joan apenado al terminar el relato de lo ocurrido.
Estaba de vuelta en la librería, en la intimidad del salón, y le rodeaban Anna, María, Pedro y Abdalá.
—¿Cómo se le ocurrió decir esas cosas? —inquirió María—. Ella misma se condena.
—Sin embargo, niega los cargos de brujería —observó Anna—. No solo refuta haber tenido trato con el diablo, sino que afirma que no existe.
—Negar la existencia del diablo la hace rea de herejía —dijo Joan.
—Sí, y además reniega de la Iglesia —añadió Pedro—. Esos son cargos suficientes para que la condenen.
—Más que contra la Iglesia, clama contra la Inquisición —dijo Anna.
—Precisamente es la Inquisición quien la juzga —puntualizó Pedro con una sonrisa triste.
—Una mayoría de los habitantes de esta ciudad pensamos lo mismo en cuanto a la Inquisición —comentó Joan—. Solo que carecemos del valor de decirlo en público.
—Tenemos buenas razones para callar —repuso Pedro—. ¿No creéis?
—Miedo —dijo Anna—. Tenemos miedo. Son unos asesinos, nos tienen atemorizados, y ese Felip es el peor de todos ellos.
—No comprendo por qué me citó a testificar cuando sabía que lo haría a favor de Francina.
—No te necesitaba como testigo —intervino Abdalá, que se había mantenido callado hasta el momento—. Solo quería mostrarte su poder, que vieras a nuestra amiga maniatada, vestida con el sambenito y con el capirote en la cabeza. Quería que la contemplaras humillada y temerosa. Quería hacerte sentir responsable de su destino.
—Lo último es cierto. Fueron mis palabras, de agradecimiento y elogio, las que le sirvieron a Felip para encausarla.
—No te sientas culpable, eso es lo que él quiere —continuó el musulmán—. Francina sabía el riesgo que asumía al enfrentarse a los médicos. Es una mujer valiente que ha vivido como ha querido y que va a morir de la misma forma.
—En la hoguera —dijo Anna sombría—. Nadie quiere morir en la hoguera.
—Ella escogió ese destino desafiando a los inquisidores —dijo Abdalá—. Si se hubiera mostrado sumisa, temerosa y arrepentida, quizá hubiera escapado con una pena menor. Hasta ahora, los inquisidores no se habían preocupado de la brujería, solo de los conversos que practican el judaísmo de forma clandestina. Pienso que incluso dudan de la existencia de brujas reales y de pactos con el diablo. Si no hubiera sido por Felip, no se habrían fijado en ella.
—Felip es un miserable —dijo Joan con rabia—. No imagino a Francina sumisa y temerosa. Me alegro de que no pueda con ella.
—Francina no teme a la muerte, Joan —continuó Abdalá—. No deja nada atrás. Nos conocimos cuando tú tuviste dificultades en Italia y congeniamos de inmediato; ambos somos marginados sin lugar en esta sociedad intolerante. Prefiere morir con dignidad antes que vivir miserablemente, y quizá la quemen viva en la hoguera.
—¿¡Quemada viva!? —exclamó María—. ¿Por qué iba a ser quemada viva? A los condenados se les da la opción de ser estrangulados antes de que sus cuerpos ardan.
—Solo se les concede ese privilegio a los que se arrepienten públicamente y son aceptados de nuevo en la Iglesia —explicó Abdalá—. Conozco a Francina. Se confesará, dispondrá su alma para la muerte, pero no cederá ante los inquisidores. No les dará ese placer.
—¿Por qué iba a preferir ese horrible sufrimiento? —insistió María.
—Por dignidad —repuso Abdalá.
—Y porque es libre —añadió Joan.
Se miraron unos a otros en silencio. Anna se encargó de romperlo.
—¿Sabéis? Francina me parece admirable. Si morir es la única opción, hay que hacerlo con dignidad, aunque comporte un mayor sufrimiento.
Afligido, Joan escribió aquella noche: «Gracias, Francina, por salvarnos. Admiramos vuestro valor y dignidad».