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El espectáculo protagonizado por Felip y sus matones al increparlos desde su caballo a la salida de misa consiguió lo que a todas luces era su propósito: alterar a los Serra en un día tan significado como el de Navidad. Joan y Anna trataron de ocultar su preocupación durante la comida que la familia celebró junto a todos los empleados y las familias de estos que quisieron asistir. La ausencia de Caterina y de Eulalia, la gran organizadora de las celebraciones familiares, pesaba como una losa. Anna y Joan compartían la misma sensación: iban a comentar algo con Eulalia o a jugar con la pequeña cuando de pronto, sintiendo como una punzada en el pecho, recordaban su ausencia.

A pesar del duelo, al ser Navidad, Pedro Juglar sacó su guitarra y cantaron unos villancicos en honor a los ausentes. Anna y Joan trataron de mostrarse afables y serenos, aunque no resultaba fácil. A la pena que soportaban se unía ahora la terrible noticia sobre Francina y la actitud cada vez más insoportable de Felip Girgós.

—Ese individuo nos acosa —dijo Anna—. Ya no son solo sus paseos desafiantes y chulescos frente a la librería, sino que trata de ponernos en evidencia ante la cofradía de libreros. Y ha escogido el día de Navidad para amargarnos la fiesta.

—Si por él fuera, nos enviaría también a nosotros a la hoguera —repuso Joan recordando su pesadilla de Roma—. Sin embargo, por muy fiscal de la Inquisición que sea, tiene por encima a los propios inquisidores y sabe que no obtendría una condena.

—¡No podemos abandonar a Francina! —exclamó Anna con un sollozo—. Le debemos la vida.

—Haremos todo aquello que esté en nuestra mano y más. La aprecio mucho. Detrás de una fachada desaliñada y arisca, que produce temor, se esconde un gran ser humano.

—Razón de más —insistió Anna—. Hagamos lo que sea preciso, busquemos procuradores, abogados, sobornemos…

Joan movió la cabeza con tristeza.

—Esta Inquisición no admite abogados. El reo no sabe ni siquiera de qué se le acusa. Tampoco se sabe quién testifica en su contra y qué pruebas aporta.

—¡Qué injusto! —exclamó ella con rabia.

Él hizo una pausa, observó apenado los húmedos ojos de su esposa y afirmó con la cabeza antes de continuar.

—Conozco bien a Felip Girgós y sé que es un corrupto, aunque jamás aceptaría un soborno nuestro. Lo usaría para condenarnos.

—¿Qué podemos hacer?

—No lo sé. Le pediré a Bartomeu que me ayude.

—Temo que el proceso de brujería contra Francina tenga como objeto herirme a través de ella —le explicaba Joan, acalorado, a Bartomeu.

Se encontraban en la casa del mercader en la calle Santa Anna. Este había recabado toda la información disponible sobre el asunto aprovechando su pertenencia al Consejo de Ciento, y después había invitado a Joan a comer.

—Lo creo —repuso el mercader—. Lo conozco bien desde que era un niño. Siempre ha sido un matón y un miserable.

—Comentamos en la librería que mientras que los médicos resultaron inútiles con mi madre y mi hija, Francina nos salvó la vida. La Inquisición tiene espías en todos lados y usa eso en su contra.

—Quizá estés en lo cierto y quiera herirte a través de esa mujer. El caso es que esta Inquisición no había encausado a nadie por brujería.

—Entonces ¿por qué ahora?

—Se trata de la peste. La gente quiere chivos expiatorios. En pestes anteriores se acusó a los judíos, pero como fueron expulsados, hay que buscar a alguien distinto a quien culpar. Y no me extrañaría que si habéis dicho que esa mujer cura y los médicos no, alguno la haya denunciado como bruja. Lo único que he podido averiguar es que aparte de Francina hay tres mujeres más acusadas de brujería.

—Haré todo lo que esté en mi mano por salvarla.

—Tienes muy poco que hacer —repuso el mercader negando con la cabeza—. Los inquisidores actúan como les place y nadie los detiene. La única posibilidad sería tener amigos entre ellos, y ni tú ni yo los tenemos. Ya sabes que el consejo ciudadano siempre se les opuso; a los inquisidores los nombra el rey y él los protege. Tienen sus propias tropas y se incautan de las propiedades de los infelices condenados y se reparten el dinero con el monarca. Tenemos un largo contencioso con ellos; ya está mal que los inquisidores no paguen impuestos a la ciudad por ser religiosos, pero es que los familiares de la Inquisición, que, como Felip Girgós, son seglares, tampoco los pagan. Y como son intocables, no nos queda otra que reclamar justicia al rey Fernando, una y otra vez. Y ¿sabes qué responde nuestro monarca?

—No.

—Nada. Ignora a la ciudad de Barcelona y les consiente a ellos. El rey goza pisoteando nuestros fueros y derechos usando el nombre de Dios como única razón y a la Inquisición como instrumento.

—Entonces, ¿qué podemos hacer?

—Reza por ella.

Al disgusto que a Anna y a Joan les producía no poder ayudar a Francina se unió la presencia más frecuente de Felip, que paseaba a caballo frente a su casa sonriendo desafiante. En una ocasión se detuvo y uno de sus guardaespaldas entró en la librería con un documento en la mano.

—Quiero hablar con mosén Joan Serra —le dijo a Anna.

Esta, preocupada, hizo que un aprendiz fuera a por él al taller de imprenta.

—Por orden de la Santa Inquisición se os cita el próximo jueves al mediodía para que os presentéis frente al inquisidor Francisco Pays de Sotomayor —proclamó el soldado entregándole a Joan el pergamino con la orden.

—¿Para qué se le requiere? —quiso saber Anna.

—El inquisidor se lo dirá en persona. —Y sin añadir palabra, el soldado fue a reunirse con Felip, que, altivo, aguardaba en la puerta.

Anna y Pedro miraron a Joan preocupados. No podían ser buenas noticias.

—No creo que sea contra mí —les dijo él para tranquilizarlos—. Tiene que ser relativo a Francina. Y si es así, al menos sabremos algo de ella.