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Francina cogió una cesta, rebuscó entre frascos y cajones, y fue llenándola. Después se cubrió la cabeza con una toca y le dijo a Joan:

—Vamos.

Anduvieron por las calles desiertas y oscuras con la ayuda de un farol de aceite. A pesar del continuo deambular del carro de los muertos, continuaban tropezando con cadáveres tendidos en las calles.

—Deben de ser cuerpos frescos —murmuró Joan—. No da tiempo a recogerlos a todos.

En la habitación del matrimonio, presidida por el vacío que dejaba la cuna de Caterina, encontraron a Anna tendida en el lecho, dormida, y a Abdalá velándola a la luz de un candil.

—Le ha subido la fiebre y le he dado agua cuando me la ha pedido —dijo.

—¿Tose? —quiso saber la mujer.

—No.

—Eso es bueno, el mal no le ha llegado a los pulmones y el aire no es contagioso.

Sin ni siquiera despojarse de su toca, Francina le tomó la temperatura besándole la frente.

—La fiebre es alta —informó—. ¿La ha visto algún médico?

—Aún no —repuso Joan.

—Bien. Nada de sangrías y dieta —ordenó—. Lo único que consiguen es debilitar al enfermo y llevarlo a la tumba. Hay que prepararle algún caldo con sustancia para que lo tome tan pronto como le hagamos bajar la fiebre. Abdalá, ¿hicisteis lo que os dije en el taller?

—Sí, hace ya bastantes días. Puse cebos envenenados para las ratas y rocié las ropas con ese líquido apestoso.

—Es apestoso, pero revuelve el estómago a las pulgas, les quita el apetito —repuso ella resuelta—. Joan, pondrás cebos para ratas también aquí y rociarás la ropa de cama y vestir con el líquido que prepararé en la cocina.

—Y ¿las fumigaciones?

—No hacen ningún daño, y si abrís ventanas y ventiláis, el aire fresco es bueno para el enfermo.

—Y ¿qué hay que hacer con las bubas?

—Las trataremos con cataplasmas de hierbas para que maduren más rápido. Nada de abrirlas. Los cortes de las lancetas y las cauterizaciones al hierro candente debilitan más y matan antes. Dejaremos que se abran solas y suelten sus líquidos por ellas mismas. Quítale la ropa a tu mujer, que voy a observarla.

Abdalá se ausentó por pudor y Joan obedeció. Anna despertó al ser desvestida y preguntó:

—¿Qué ocurre, Joan?

—Os curaremos, Anna. Descansad.

Tenía bubas en los brazos y las piernas.

—Si no le salen en la cabeza y el tronco, curará —murmuró la mujer.

Y ordenó a Joan que aplicara paños fríos para bajarle la fiebre mientras ella y Abdalá preparaban distintos cocidos. Uno era un simple caldo de verduras con una gallina que sacrificaron y otros ingredientes que encontró en la cocina; y otro, preparado con hierbas de las que llevaba en su cesta, contenía la fiebre al tiempo que tonificaba. Con paciencia y cuidado para evitar que vomitase, Joan le fue administrando el caldo y el tónico a Anna.

La mujer continuó trasteando en la cocina y al poco salía de ella un tufo desagradable. Preparaba el líquido que ahuyentaría a las pulgas, y Joan notó que le producía arcadas. Terminó devolviendo en una jofaina.

—¿Qué te ocurre? —inquirió Francina.

—Es el tufo ese…

Ella le acercó un candil y le observó el blanco de los ojos.

—¿Te duele la cabeza? —quiso saber—. Y ¿el cuerpo? ¿Estás cansado?

—Un poco…

—No es el tufo de mi preparado —sentenció categórica—. ¡Estás infectado! Dentro de poco te saldrán bubas, que dolerán, y te subirá la fiebre.

Joan la miró consternado y vio la imagen del esqueleto con la guadaña bailando en los verdes ojos de la mujer. Anna y él habían desafiado a la muerte y ahora los acechaba a ambos.

—No puedo tener la peste —dijo angustiado—. Tengo que cuidar a Anna.

—No te preocupes por eso —le consoló Abdalá—. Francina y yo cuidaremos de vosotros.

Francina, pensó Joan. La conocía desde hacía tantos años y ni siquiera supo su nombre hasta que Abdalá se lo dijo; para él siempre había sido la bruja del Raval. Y ahora, su vida y la de Anna dependían de ella. Notaba que la cabeza le dolía más y que sus pensamientos se hacían confusos.

—Métete en la cama con tu esposa —le ordenó la mujer—. La fiebre sube.

Joan se acurrucó junto a Anna y notó su cuerpo cálido en exceso. Dormía. Aun así mantuvo el contacto.

—Señor —rezó—, retornadnos la salud para cuidar de nuestros hijos. Y si uno sobrevive, que sea ella. Pero si ella muere, también quiero morir yo.

Joan retuvo memorias confusas de aquellos días febriles: los caldos, el tónico de Francina, el tufo del preparado contra las pulgas, la presencia continua de Abdalá, el dolor de las bubas y el alivio de las cataplasmas. También el campanilleo del carro de los muertos cuando cruzaba bajo su ventana y la pregunta que le asaltaba cada vez que lo oía. ¿Sería aquel su último transporte? Sin embargo, guardaba un recuerdo placentero; el contacto cálido del cuerpo de su esposa en la semiinconsciencia de la fiebre. Le daba paz y tranquilidad.

El momento más feliz fue aquel en el que, al abrir los ojos, la vio sentada a su lado, vestida de calle y acariciándole la frente. Sonreía y en sus ojos ya no había muerte, sino brillo de vida.

—Tu mujer está fuera de peligro. —Francina apareció detrás de ella y le miraba severa—. Ahora te toca a ti. Y date prisa, que tengo mucho trabajo. Llevas ya diez días tumbado. A ver si te levantas, perezoso.

Anna sonrió y la alegría llenó el pecho de Joan.

—Ya voy, ya voy —repuso fingiendo incorporarse, y mirándola la increpó con cariño—: No me agobiéis, no seáis bruja.

En la faz generalmente adusta de Francina apareció algo semejante a una sonrisa.

Habían superado el peligro, aunque Joan tardó unos días en poder levantarse, y otros más hasta que fue capaz de salir a la calle. Sin embargo, no lograba superar la pérdida de Caterina, su juguete, y de su madre; su recuerdo le pesaba en el corazón. Con frecuencia sorprendía a Anna sentada en la cama mirando el vacío que dejaba la cuna de Caterina, llorando. Trataba de consolarla, aunque en ocasiones no podía evitar unirse a su llanto.

La peste persistía, aunque el campanilleo del carro de los muertos se oía cada vez más espaciado. Estaban a principios de noviembre y la plaga parecía remitir conforme bajaban las temperaturas. A finales de mes, las procesiones penitenciales volvieron a recorrer las calles, los cadáveres de apestados tirados en ellas fueron desapareciendo y a mediados de diciembre los mercados empezaron a funcionar y los tenderetes de artesanos y vendedores afloraron a las puertas de las casas.

Los Serra decidieron entonces abrir la librería. La peste, quizá por la desratización y el rociado con el antipulgas que habían llevado a cabo los aprendices bajo las órdenes de Abdalá, no llegó al hogar de Pedro y María, y los hijos de Anna y Joan pudieron retornar con sus padres días después de que estos estuvieran restablecidos del todo. La noticia de las muertes de Caterina y la abuela los sumió en un llanto desconsolado que la alegría de sobrevivir fue mitigando poco a poco. Era una extraña mezcla de tristeza y alivio. Gabriel, en la fragua de la calle Tallers, había perdido a su hijo mayor, pero el resto de la familia había sobrevivido. A finales de diciembre lo que quedaba de la familia Serra volvió a reunirse los domingos, aunque las risas tardaron en regresar. Por su parte, Bartomeu tuvo la fortuna de que nadie en su familia falleciera.

Seis miembros del personal de la librería habían muerto. Todos en sus casas, porque los aprendices y oficiales a cargo de Abdalá, incluido el infectado, habían sobrevivido. El musulmán contaba ya antes de la peste con una reputación de sabio que sobrepasaba los límites de la librería y con el reconocimiento de la intelectualidad de la ciudad. Sin embargo, a partir de aquel momento se convirtió en un héroe para los muchachos. Había vencido a la peste. El respeto habitual por su saber se multiplicó, y el anciano pasó a vivir una segunda época de esplendor que apreciaba más que el de los tiempos en los que era un noble granadino embajador de su patria frente al rey de Francia. Los chicos le rodeaban pendientes de sus palabras.

Las pérdidas sufridas anticipaban unas Navidades tristes, pero un hecho vino a enturbiar aún más la celebración. La familia Serra salía de la misa de Navidad en la iglesia de la Trinitat cuando la gruesa figura del fiscal de la Inquisición, flanqueado como de costumbre por los matones habituales, apareció a caballo. Felip había reaparecido después de la peste y cada día cruzaba al menos un par de veces frente a la librería mirando desafiante a su interior. Joan se había llevado una decepción cuando le vio la primera vez; había abrigado la esperanza de que el carro de la muerte hubiera cargado su pesado cuerpo hasta la fosa común.

Sin importarle los niños, que se encontraban en aquel momento en la plaza de la Trinitat, les cortó bruscamente el paso con su montura.

—He oído que dices que una tal Francina os salvó de la peste —los increpó.

Joan se irguió tan alto como era mirándole, desafiante, sin contestar.

—La vieron entrar y salir de tu casa —insistió.

Anna y Joan, como si lo hubieran acordado previamente, se mantuvieron en silencio.

—Pues está en mi cárcel. —Observaba atentamente el semblante del matrimonio—. Será juzgada por bruja. —Y al no recibir respuesta continuó—: Y condenada a la hoguera.

—¡Miserable! —le espetó Joan sin poder contenerse.

El pelirrojo sonrió divertido y, azuzando a su montura, dio media vuelta para alejarse con aire satisfecho.