Joan regresó a la habitación donde descansaba Anna; aún dormía, las desdichas de los últimos días la habían dejado agotada. Abrió las ventanas para fumigar la habitación y quemó pino y enebro, cuyo humo esparció con ramas de romero.
Era otoño, Anna se cubría con una sábana y una manta fina. Cuando Joan terminó su trabajo, se introdujo en el lecho. Sin que ella se despertara la besó en la frente, la notó febril, y con cuidado deslizó su mano hasta las axilas. Allí estaban aquellas duricias que habían crecido desde solo unas horas antes. Joan empezó a sudar de angustia. El tiempo era cálido y ella, en el lecho, iba ligera de ropa, con lo que él podía tentarle el muslo en la zona de la entrepierna sin despertarla. Lo hizo y de repente separó la mano con un sobresalto. ¡Anna no tenía un bubón, sino dos en el mismo muslo!
Horrorizado, se levantó del lecho. No podía permanecer quieto y empezó a pasear por la habitación retorciéndose las manos, desesperado. ¿Qué podía hacer? ¿Avisar a aquellos trágicos fantoches disfrazados que se llamaban médicos y que eran incapaces de ahuyentar a la muerte? Más bien parecía que la atraían. ¿Empezar de nuevo aquel rito macabro? Las sangrías, el ayuno del paciente, las cataplasmas sobre las bubas, las incisiones en ellas con lancetas, la cauterización con hierros candentes. Tenía aún en sus fosas nasales el olor de la carne asada y en su oído los gritos de su madre cuando quemaban las heridas que ellos mismos le habían provocado. No podría resistir de nuevo aquel sufrimiento, esta vez en Anna. Sin embargo, debía hacerlo. La duda le atormentaba. No quería traspasar su angustia a su hermana, que querría ayudar y se expondría al contagio, ni visitar a su hermano, que sufría su propio calvario. Además, no iba a dejar sola a Anna.
En su propia casa, abajo, en el taller, se encontraba Abdalá cuidando de los aprendices que quedaban en la casa. No sabía de él. Se habían aislado para evitar el contagio desde que el aprendiz enfermó, pero esa precaución era ya inútil, pues ambos estaban en contacto con la plaga.
Esperaba que continuara vivo y decidió hablar con él. Ese pensamiento le trajo un momento de extraña alegría; lo haría aunque solo fuese para desahogar su pena. No estaba solo. Y sin demorarse bajó al taller en busca de consuelo en su maestro, tal como hacía cuando era un aprendiz.
—No sé qué hacer —le confesó con lágrimas en los ojos—. No puedo ver sufrir a Anna como ha sufrido mi madre, y pensar que pueda morir me paraliza. Soy incapaz de asimilarlo. Siento miedo, un terror como jamás antes he sentido.
—No te avergüences por sentir miedo, Joan —repuso el viejo con calma—. Quien ama teme. Cuando amas, temes perder el objeto de tu amor. Por el contrario, el odio produce coraje, valor, pero hasta el más valiente siente miedo cuando ama.
—Temo, y mucho. Solo pensar en esos médicos con sus afiladas lancetas y el hierro al rojo para cauterizar las heridas que causan e imaginarlos con sus picos de aves carroñeras me estremece.
—Ya te dije que no creo en ellos.
—Son los más reputados de la ciudad. Todo el mundo reconoce su saber.
—Quizá sean buenos sanando brazos rotos u otro tipo de enfermedades. Pero creo que en cuanto a la peste no saben nada, y fingen saberlo para mantener su reputación. Pienso que empeoran al enfermo.
—¿Qué puedo hacer?
—Haz lo que yo. Manel, el aprendiz que se infectó, aún vive. Está débil, pero mejora día a día, lo tengo separado del resto y nadie más se ha contagiado.
—¿Qué es lo que habéis hecho?
—Será mejor que te lo cuente esa mujer a la que tú conoces y que vive al final de la calle Peu de la Creu.
—¡La bruja del Raval!
—No es una bruja, sino un tipo distinto de médico que sabe más que estos sobre la peste —repuso el anciano pausado—. Y no la llames bruja, que con ello la pones en peligro. Usa su nombre: Francina.
Joan recordó a aquella mujer a la que él acudió lleno de odio cuando aún era casi un niño. Iba atraído por su fama de bruja, ahogado en su propia rabia, dispuesto a cualquier trato a cambio de venganza. Francina le engañó haciéndole creer que veía al diablo y le enseñó cuánto daño le hacía su propio odio. Después, se acostumbró a verla con frecuencia e incluso llegó a escribirle desde Italia, aunque nunca obtuvo respuesta a sus cartas. A su regreso a Barcelona, quizá debido a la fama de bruja de la mujer y a su nueva posición social, no había ido a verla.
—Procede de una dinastía de herbolarias que durante generaciones transmitieron sus conocimientos de madres a hijas —continuó Abdalá—. Su esposo y ella fueron los especieros más prestigiosos de Barcelona. Él por fabricar la mejor de las pólvoras y ella por sus conocimientos de herboristería.
—Hasta que la peste mató a toda su familia —recordó Joan—. Me lo contó. Con el cadáver del último de sus hijos en brazos, trastornada, sumida en la locura, recorrió las calles de Barcelona renegando de Dios y maldiciendo a la Iglesia. Con Dios se reconcilió, pero no con la Iglesia; el gremio de especieros la expulsó y desde entonces es una proscrita que vive apartada en los campos del Raval.
—Ve a verla.
—No puedo dejar a Anna.
—Ve tranquilo, yo cuidaré de ella.
La casa de aquella mujer, al final de la calle Peu de la Creu, estaba semioculta entre árboles y rodeada de unos campos llenos de maleza donde ella cultivaba sus plantas. Encaramada en un montículo por encima de una riera, no había cambiado mucho en los últimos diez años. Continuaba igual de destartalada y Joan recordó el temor que tuvo que vencer la primera vez que llamó a aquella puerta. De nuevo se vio obligado a insistir antes de obtener respuesta.
—¿Quién eres?
—Joan Serra.
—Vuelve otro día, que tengo trabajo.
—Soy Joan Serra de Llafranc. ¿No me recordáis?
Hubo silencio del otro lado.
—Abrid, Francina, por el amor de Dios —suplicó Joan, angustiado, golpeando de nuevo—. Os necesito.
Hubo más silencio.
—¡Por favor, abrid! —gritó al rato aporreando la puerta.
Se oyó el ruido del descorrer de cerrojos y, poco después, la mujer abrió.
—Sí que debes de ser tú —le dijo a guisa de saludo mirándole de cabeza a pies—. Nadie es tan insistente. ¿Qué quieres? Tengo trabajo.
Su aspecto era aún más desaliñado de lo que Joan recordaba. En su cabello, el blanco vencía al gris, estaba despeinada y no se cubría con la toca preceptiva de las mujeres de su edad. Su cara mostraba múltiples arrugas en su fina y clara piel, algunas profundas, y Joan se dijo que estaría cercana a los sesenta años. Sin embargo, sus ojos, que entornaba molesta por el sol poniente que la iluminaba, mostraban belleza en su color verde. Del interior de la casa salía un vaho de cocción de hierbas que el librero respiró con aprensión. Sin dejarse intimidar por las hostiles palabras de la mujer, Joan la tomó de las manos y las acarició. Eran huesudas pero cálidas.
—Por el amor de Dios, ayudadme, Francina —suplicó—. La peste ha matado a mi hija y a mi madre y ahora ha enfermado mi esposa. Morirá si no me ayudáis.
Joan notó cómo la mujer se ponía rígida ante aquella confianza inesperada, hizo un gesto de desagrado y apartó las manos. Sus ojos se agrandaron un poco para después entornarse de nuevo y le miró sin decir nada. Joan se mantuvo también en silencio diciéndose que se había equivocado al acariciarle las manos. Hacía más de diez años que no la veía y la mujer se había ofendido ante tal libertad.
—Lo siento si os he molestado —musitó. Necesitaba desesperadamente su ayuda y estaba dispuesto a pedir todos los perdones que hicieran falta.
Ella continuó mirándole en silencio y él vio cómo se humedecían sus ojos y una lágrima iniciaba su camino mejilla abajo. La secó con el dorso de su mano y le dijo:
—Pasa adentro.
Joan la siguió al interior de aquel antro húmedo y ella le hizo sentar frente a una mesa que el sol del ocaso, a través de un ventanuco, atravesando los vapores que provenían de la cocción que tenía en el fuego, iluminaba. En la mesa había varios montones de hierbas, raíces, hojas y otras cosas que Joan no supo identificar. Ella se sentó en el extremo opuesto.
—No quería molestaros —insistió Joan.
—No me has molestado —repuso ella con una extraña ternura—. Solo que hacía más de diez años que nadie acariciaba mis manos. Y el último que lo hizo fuiste tú. Soy yo quien lo siente, no estoy acostumbrada.
Joan se quedó mirándola sin saber qué decir.
—Cuéntame qué te ocurre —le pidió ella.
Sin poder evitar las lágrimas, Joan le relató la angustia, el dolor, el miedo, la muerte y la pena.
—Pienso que fui yo el causante de la desgracia de los míos al socorrer a aquella apestada —dijo para terminar—. La culpa me mata.
—¿Aquella mujer tosía?
—No.
—¿La tocaste?
—Me protegí con el pañuelo la mano con la que la incorporé. Pero respiré sus humores y miasmas, la corrupción del aire a su alrededor…
—¡No fuiste tú! —La mujer le cortó con violencia—. Todo eso de la corrupción del aire, de las miasmas y humores que se respiran son tonterías. Y más aún que una conjunción maligna de astros haga que el mismo tufo que respiramos cada día se convierta en venenoso de pronto. La peste no se contagia por el aire a no ser que un apestado te tosa saliva encima.
—Y ¿cómo podéis estar tan segura?
—Mi abuela, mi bisabuela y sus bisabuelas ya curaban con hierbas y otros remedios —explicó—. Yo no supe salvar a los míos de la peste a pesar de esos conocimientos. Sus muertes arruinaron mi vida y desde entonces la he dedicado a combatir esa plaga. Cuando aparece y todos la temen, yo me alegro. No por el sufrimiento de la gente, sino porque puedo volver a luchar contra ella. La de 1475, cuando yo tenía veintiocho años, mató a los míos. Y después ha habido pestes importantes en Barcelona en el año 1483, en 1488 y en 1494, y no sufríamos una de esta magnitud desde 1496. En todas he ido a visitar a enfermos sin importarme el contagio, pues la muerte pondría fin a mis penas. He visto a muchos apestados y jamás he enfermado. Solo me cubro la boca y la nariz cuando tosen y siempre me lavo las manos. He visto morir a muchos, he ayudado a vivir a bastantes y sé bien cómo funciona el mal. Cada vez que uno de mis pacientes cura, siento que he vencido a esa maldita plaga y soy feliz. No soy médico de ricos. Pero sí lo soy de pobres y veo lo que los médicos de los ricos no ven. Veo que antes de que las personas enfermen, enferman los gatos, y que donde hay más ratas y pulgas hay más peste. Esa enfermedad no viene del aire viciado, sino de algo que traen las pulgas.
—Es muy difícil librarse de ellas —observó Joan—. Por muy rica que sea la casa.
—Por eso los ricos también enferman. Pero menos.
—Venid a ver a mi esposa —le suplicó Joan.
—Ya es tarde. Veré si puedo mañana.
—Os lo suplico. —Joan se levantó para tomarle de nuevo las manos.
Ella se quedó mirándole y suspiró. Mantenía unidas sus manos con las de Joan y esta vez aceptaba la caricia.
—Por favor —insistió él—. Venid ahora.
—Nunca he conocido a nadie más terco —masculló ella con voz ronca.