El Consejo de Ciento prohibía el entierro de los apestados dentro del recinto de la ciudad. Como alternativa había establecido un servicio de un carro que avisaba de su presencia con una campanilla y recogía los cuerpos que los familiares les bajaban de las casas o que hallaban abandonados en la calle. Anna y Joan se negaron a entregar el cuerpecito de la niña a aquellos hombres que se protegían con máscaras semejantes a los médicos para que lo apilaran en el montón de cadáveres que transportaban. Desde las ventanas, aquel carromato descubierto ofrecía el tétrico espectáculo de los cuerpos semidesnudos, algunos con los ojos aún abiertos, manchados de azul y negro y amontonados de forma que era difícil diferenciar qué extremidades, llenas de bubas, correspondían a qué cuerpo.
Los ataúdes eran un lujo solo para ricos agotado ya en la ciudad, y Joan buscó una caja de madera en el taller, le puso una tapa y la forró con la mejor tela que había. Joan, Anna y Eulalia, portando la caja, siguieron por su cuenta el camino al que el Consejo de Ciento obligaba; el mismo que el del carro de los cadáveres de los apestados. Tomaron la calle del Call, cruzaron las Ramblas por la plaza de la Bocharia y siguieron por la calle del Espital para salir de la ciudad por el Portal de Sant Antoni. Al cruzar frente al hospital de la Santa Creu vieron un enorme montón de cadáveres apilados a la espera del carro. La peste causaba estragos.
Ya fuera de las murallas, antes de llegar a las fosas comunes que el Consejo de Ciento había hecho abrir, se encontraron con un sacerdote y un monaguillo que oficiaban una breve ceremonia de despedida a los cadáveres que iban saliendo de la ciudad. Allí depositaron la cajita en el suelo y rezaron un largo rato. Después, Joan cargó de nuevo la caja en sus brazos y siguieron el camino, alejándose de las fosas hacia la montaña de Montjuic. Anna sollozó, Eulalia no pudo contener el llanto y los tres, llorando, continuaron el camino monte arriba. Aquel era un peso insoportable para Joan.
A los pies de una encina, en un lugar del monte desde el que se distinguía, abajo, la ciudad enferma, Joan se puso a cavar una pequeña tumba con las herramientas que había llevado. Era una soleada mañana de octubre. Una vez que cubrieron de tierra el féretro, rezaron de nuevo, Joan miró a su alrededor y llenó sus pulmones de aire. Veía a través de sus ojos empañados por las lágrimas los árboles, las rocas, alguna florecilla entre las hierbas y los pájaros volando. Vio que Anna le miraba, ella también respiraba profundamente el aire de la mañana.
—Hemos perdido mucho —dijo ella abatida—. Mucho, mucho.
—Muchísimo. Sin embargo, debemos mirar hacia delante, Anna —repuso Joan para darle ánimos, aunque notaba un hueco en su corazón que sabía jamás iba a llenar—. Nos tenemos el uno al otro, a nuestros hijos y al resto de la familia.
Marcaron la encina con una cruz para recuperar el cuerpecillo cuando pasara la epidemia y enterrarlo en un lugar sagrado. Después emprendieron el regreso a la ciudad.
Al llegar a la casa decidieron que hasta que no transcurriera un tiempo prudencial, sus hijos Ramón y Tomás continuarían con sus tíos en el hogar de estos.
—Les pediré a María y a Pedro que no les digan nada a los niños —les dijo Joan a Anna y a Eulalia—. Somos nosotros quienes debemos hacerlo cuando podamos. Será terrible para ellos.
—¡Lamento tanto no poder verlos! —sollozó Anna—. Pero este mal es muy contagioso y hay que evitar el peligro.
—Sentiré mucho no verlos más —dijo Eulalia mirándolos de forma extraña.
—¿No verlos más? —inquirió Joan.
Eulalia le sostuvo la mirada un momento, después corrió en busca de una jofaina y vomitó en ella.
—¿Qué os ocurre, Eulalia? —se preocupó Anna.
La abuela se palpó las axilas.
—Me duele la cabeza, me salen bultos en las axilas y empiezo a notar fiebre. Tengo la peste.
Joan y Anna se miraron consternados.
—Me voy —dijo yendo a la cocina para coger una cesta—. No os expondré al peligro. Solo quiero un poco de comida y agua.
—De ninguna manera. —Anna la detuvo—. Os quedáis aquí y os atenderemos. Saldremos de esta juntos.
La mujer miró a su nuera y con una sonrisa amarga preguntó:
—Y ¿si no?
—Entonces moriremos juntos —dijo Anna con decisión.