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Las procesiones penitenciales continuaban esparciendo su aroma de incienso, aunque habían dejado de ser multitudinarias y solo unos pocos fieles las acompañaban. En la casa de los Serra, el primero en enfermar fue un aprendiz de quince años; cuando esto ocurrió varios de los muchachos que habían decidido quedarse en la librería la abandonaron para refugiarse en los hogares de parientes o amigos limpios, por el momento, de la enfermedad.

—Soy el único maestro aparte de ti y de tu cuñado que queda en la librería —le dijo Abdalá a Joan—. Déjame que me encargue yo de los chicos del taller. Por mucho que vuestros médicos hablen de miasmas y pestilencias, yo opino que la peste se contagia, aunque no por el aire. Así que vosotros debéis cuidar de vuestras familias y yo tomaré las provisiones que correspondan tanto con el aprendiz enfermo como con los sanos.

—Tenéis casi ochenta años, Abdalá —repuso Joan preocupado—. Vuestras fuerzas están mermadas, el mal es contagioso y os exponéis a un gran peligro.

El anciano rio y su mirada de un azul diluido brilló de forma especial.

—He sobrevivido a muchas pestes, Joan —dijo—. Y he vivido ya más de dos veces lo que un hombre común vive. A mi edad será un honor serte útil, y si alguien debe infectarse, quiero ser yo, que soy viejo y no tengo familia. No puedo imaginar un mejor final del libro de mi vida que morir ayudando a los demás.

Joan le miró notando que sus ojos se humedecían.

—Gracias, maestro, gracias —musitó emocionado. Y abrazó al viejo.

A partir de aquel momento, para proteger a la familia y evitar que el aprendiz los contagiara, los Serra se refugiaron en el primer piso y dejaron de comunicarse con el taller.

Anna y Joan vivieron aquellos días en contacto permanente con sus hijos Ramón, Tomás y Caterina. Les contaban cuentos e historias, y dejaban que los mayores jugaran a las batallas, con sus espadas de madera, caballos de escoba y sombreros de papel, cuando no leían o perfeccionaban su caligrafía en los distintos estilos que les había enseñado Abdalá. Sin embargo, la gran atracción era Caterina, que a sus quince meses andaba a veces segura y otras acelerada, pero siempre divertida. Activa y risueña, era el juguete de mayores y chicos, que en ocasiones se reunían a su alrededor para reírle las gracias. Joan veía en ella una versión reducida de Anna, observaba fascinado sus gestos y sus andares y se deleitaba con sus primeras palabras. Se la imaginaba de mayor, tan bella y elegante como su madre.

—¿Qué tienes, cariño? —le preguntó un día Anna cuando la niña empezó a llorar.

Caterina se señalaba la cabeza y la madre, preocupada, se lo hizo notar a Joan, que avisó a Eulalia.

—No tiene fiebre —constató su madre después de besar la frente de la niña.

Pero su nieta lloraba cada vez con más desespero, y cuando volvieron a preguntarle qué le ocurría se empezó a golpear la cabeza con la mano dando muestras de dolor. Joan le levantó los bracitos para observar las axilas y en la izquierda apreció un bulto.

—¡Dios mío! —exclamó con el corazón encogido. Él había visto aquello antes en la vieja moribunda—. Creo que es un bubón.

Los esposos se miraron consternados y Anna abrió los ojos con espanto.

—No hay aún que preocuparse —dijo Joan para tranquilizarla—. No tiene fiebre. Salgo de inmediato a la busca de un médico.

Aunque los médicos que no habían huido de la peste solo atendían a una pequeña parte de la población, a los que podían pagar, a Joan le costó localizar a uno de los de mayor prestigio. Tanto el facultativo como sus dos ayudantes vestían de negro, se cubrían la cabeza con un sombrero del mismo color y tapaban su cara con una máscara blanca, semejante a las de carnaval, terminada en un grueso y alargado pico que cubría la nariz y la boca. El aspecto de aquellos hombres era siniestro y sus máscaras le recordaban al librero a Roma y a Juan Borgia.

—Salvad a nuestra hija —le suplicó Anna al médico, que hizo un gesto con la cabeza que a nada le comprometía.

La niña, tendida en su camita, tenía fiebre y se agitaba con escalofríos. El facultativo le apartó el cabello y vio que detrás de las orejas le habían aparecido nuevas bubas.

—Es la peste negra —corroboró el hombre con una voz hueca que surgía del pico de ave de su máscara.

Aquel pico contenía en su interior un filtro de hierbas aromáticas que supuestamente limpiaba de miasmas el aire que respiraba.

—La vamos a sangrar —informó.

Y su ayudante destapó un gran tarro de cristal que había mantenido cubierto con un paño negro; contenía agua y unos gusanos negros de cuatro a cinco pulgares de largo que nadaban en ella o se agarraban a las paredes. Eran sanguijuelas. Capturó una y la depositó sobre el cuerpecito de Caterina, que estaba desnuda de cintura para arriba. El animal clavó su boca en la niña, que se estremeció con un quejido, y sujetándose con fuerza empezó a succionar. Anna soltó un lamento, Joan apretó los puños y Eulalia se puso a rezar a media voz. El ayudante le fue colocando aquellos bichos hasta que al tercero el médico le hizo un gesto para que se detuviera. Joan y Anna se miraron consternados y él tomó la manita de su hija tratando de reconfortarla. Era angustioso ver que aquellos parásitos se cebaban como serpientes negras en el cuerpecillo de su bebé.

Mientras, el segundo ayudante se aseguraba de que las ventanas estuviesen abiertas y en un hornillo que portaba se puso a quemar madera de pino y enebro. Después, con unas ramas de romero fue esparciendo el humo aromático por la estancia.

—¿Qué hacéis? —quiso saber Joan.

—Fumigamos el aposento para limpiarlo de miasmas —repuso el facultativo con su extraña voz nasal.

Cuando los gusanos estuvieron ahítos soltaron a su pequeña presa y el ayudante los devolvió a su tarro. Caterina se había quedado como dormida y su abuela la cubrió con una sabanita.

—¿Se salvará, doctor? —inquirió Anna angustiada.

—Está en manos de Dios, señora —repuso desde el interior de su máscara de pájaro—. Tiene fiebre alta y muchos bubones. No es buena señal. Dadle solo agua, que ayune y rezad. Mañana regresaremos para sangrarla de nuevo y ver si abrimos los bubones.

—¿Sangrarla otra vez? —cuestionó Joan—. ¿Tan pequeña?

—Eso es lo que hay que hacer —repuso el galeno con su voz gutural—. ¿Tenéis más hijos?

—Sí.

—Mantenedlos lejos de la niña.

—Ya lo hemos hecho, están con sus tíos. Y nos mantenemos aislados de ellos.

—Bien —dijo el médico observando a través de su máscara de pájaro a Eulalia, que estaba junto a su nieta, a Anna y a Joan—. Es raro ver a tanta gente al lado de un enfermo de peste.

—¿Qué tiene de extraño?

—Se ven muchas cosas —murmuró el hombre—. Hijos que abandonan a sus padres y padres que abandonan a sus hijos. Hay mucho miedo.

El hombre les recetó algo a lo que llamó triaca, que era una mezcla de sustancias vegetales, para colocarlas como emplastos sobre los bubones. Les dijo que se cubrieran boca y nariz con pañuelos y, después de cobrar sus honorarios, se despidió, con los otros dos siniestros pájaros, hasta el día siguiente. Anna aguardó a que se fueran y después de comprobar que la niña dormía vigilada por Eulalia, dirigió su mirada a Joan; sus ojos estaban llenos de lágrimas. Él la abrazó mientras ella se deshacía en llanto.

—Recemos, Anna, recemos —le dijo Joan al oído, tragándose sus propias lágrimas.

El pensamiento de que su pequeña podía morir, de que podía perder a aquella deliciosa criatura, le producía un desgarro inmenso que trataba de disimular frente a su esposa. Se concentró en rezar para aliviar su angustia y, sin que Anna le viera, se puso el cilicio que guardaba como recuerdo de su aventura en Florencia para hacerlo con dolor. Tenía la esperanza de que, de esta forma, el Señor se apiadase antes de él y de su familia.

La fiebre no abandonaba a la pequeña, y al segundo día algunas bubas se abrieron y empezaron a supurar. A pesar de las sanguijuelas, las cataplasmas, las fumigaciones, los paños de agua fría y todo el amor de sus padres y de su abuela, la fiebre seguía subiendo. Cada vez que Eulalia le tomaba la temperatura besando a la pequeña en la frente, su mirada se entristecía más.

—La fiebre no baja —decía. Y se ponía a rezar sentada al lado de la cuna.

Aparecieron manchas azules y negruzcas bajo la fina piel de la pequeña y en la madrugada del cuarto día Caterina murió.

No por temido aquel final fue menos devastador y, ya sin lágrimas, los tres adultos se quedaron contemplando el cuerpecillo casi en los huesos y repleto de manchones azulados que yacía en la cuna. Joan movía la cabeza incrédulo. Se decía que no podía ser, que por qué el Señor, a pesar de sus rezos, se llevaba a aquel ser inocente. Era incomprensible, injusto, demoledor. Miró a su esposa y la vio tan devastada como él mismo.

—La vida sigue —le dijo tratando de consolarla—. Tenemos dos hijos más.

Ella tenía la mirada perdida, estaba ojerosa y sus ojos, enrojecidos por las lágrimas y la falta de sueño. Cuando él la abrazó, tuvo que sujetarla para que no se desplomase.