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En el transcurso de los días siguientes, a pesar de los esfuerzos del Consejo de Ciento por mejorar la limpieza de Barcelona, la peste se fue extendiendo. Y con ella, el pánico. Los toques de las campanas a difunto dominaban los sonidos de la ciudad, que se fueron amortiguando conforme la actividad decaía. Los comerciantes ya no abrían sus puertas y los tenderetes no daban colorido a las calles. Las gentes solo salían en busca de agua a las fuentes y lo hacían de forma apresurada y furtiva, cubriendo sus bocas con pañuelos para no inhalar las miasmas que transmitían el mal. Los ciudadanos pudientes habían almacenado víveres, y así lo hicieron los Serra gracias al consejo de Abdalá y Bartomeu; pronto la ciudad quedó desabastecida. El hambre, que nunca abandonaba los barrios pobres, se sumó a la plaga aumentando sus efectos.

Los Serra cerraron la librería amparando a todos los empleados que normalmente vivían en ella. Algunos, sin embargo, prefirieron unirse a sus familiares en la ciudad o fuera de ella. Para evitar el contagio, decidieron que las familias de Joan y María permanecerían en el primer piso, cada una en su parte de la casa, junto con las criadas, mientras que los operarios se quedarían en la planta baja.

Al día siguiente del cierre del establecimiento, alguien llamó a su puerta.

—¡Gabriel! —exclamó Joan, sorprendido, al verle. Y de inmediato, preguntó alarmado—: ¿Ocurre algo?

Rara era la semana que la familia de Gabriel y las de la librería no se reunían el domingo para celebrar que estaban de nuevo juntos. Sin embargo, desde que las muertes habían empezado a hacerse frecuentes habían dejado de hacerlo para evitar riesgos.

—No, no pasa nada malo, gracias a Dios —contestó él con una sonrisa tímida—. Solo quería veros y saber que estáis bien. Si la peste se recrudece, pasará tiempo antes de que podamos juntarnos de nuevo.

Joan adivinó el temor de su hermano. Quizá no sobrevivieran y acudía a despedirse. Gabriel abrazó y besó a su madre, a su hermana y a sus sobrinos y estuvo charlando y bromeando con su cuñado Pedro, pero Joan percibía que se esforzaba por reír, estaba muy preocupado. Cuando se despidió, Joan quiso acompañarlo para hacer lo mismo con la familia de su hermano, que había sido la suya más cercana el tiempo que vivió con ellos antes de la llegada de los suyos. Sentía un gran afecto por sus sobrinos y por su cuñada Águeda. Por el camino, Gabriel le explicó que el gremio ya tenía muertos, y al llegar a la fragua de la calle Tallers, Águeda los informó de que eran cinco los agremiados fallecidos y que un oficial del taller de Eloi tenía fiebre. Con rapidez, Joan se despidió de los hijos de Gabriel y de su cuñada, dio un fuerte abrazo a su hermano y dejó que se encerraran en la casa.

A pesar del temor a la peste, Joan decidió, antes de volver a la librería, visitar las tabernas del puerto en busca de noticias; quería saber qué ocurría fuera de Barcelona. Esperaba encontrar los locales casi vacíos, pero presenció todo lo contrario. Una multitud de hombres y mujeres festejaba la vida con desesperación, convencidos de que aquellos eran sus últimos días.

—¡Antes de morirnos bebamos todo el vino! —gritaba un hombre con una jarra en la mano.

—¡Y tomemos a todas las mujeres! —decía otro mirando con descaro a las que se sentaban en su mesa.

—Suerte tendrás si alguna te deja, bribón —le respondió una de las muchachas, que mostraba, como todas en el local, sus cabellos descubiertos, un generoso escote y tenía los carrillos sonrosados por el maquillaje y la bebida. El hombre rio.

—¡Disfrutad de la carne, hermanos! —chillaba otro—. ¡Que lo que no gocen los humanos se lo han de comer los gusanos!

Las parejas esperaban de pie en la puerta que daba a los cuartuchos de los que disponía la taberna, y Joan se dijo que estos debían de encontrarse llenos.

—Entrégate, amada, a la pasión, goza conmigo, que quizá pronto muramos —cantaba un grupo levantando sus jarras de vino.

Las únicas noticias ciertas que Joan pudo recabar fueron que la peste había aparecido en otras ciudades y que el tráfico marítimo era muy escaso. Cuando el librero comprendió que aquella era toda la información que obtendría, se puso a observar el espectáculo frenético que ofrecían aquellos hombres y mujeres pretendiendo apurar los placeres terrenales. Muchos estarían muertos en cuestión de días, reflexionó. Abdalá le había dicho que la última peste que asoló Barcelona, la del año 1498, había matado a uno de cada cinco habitantes, y que esta haría otro tanto.

El pensamiento de que su familia también estaba sometida a la tiranía de aquellos números le hizo estremecer. El miedo volvía. Observaba a aquellas gentes comiendo, bebiendo, cantando, besándose y acariciándose, prescindiendo de los recatos habituales, y se preguntó qué deseaba él de la vida, fuese esta larga o corta. Comprendió que ni el vino ni la comida de la taberna ni ninguna de aquellas mujeres figuraban entre sus apetitos, sino que su anhelo era estar junto a su esposa y su familia.

—Que Dios nos ampare —murmuró levantando su vaso a modo de brindis hacia aquella humanidad a la vez hambrienta de placer y temerosa, y apuró lo que de él quedaba de un trago.

Emprendió el regreso a la librería a paso rápido cubriéndose la boca con un pañuelo; apenas había viandantes en aquellas calles, que por lo general estaban llenas, y observó con aprensión un bulto en un pasaje cercano a Santa María del Mar. Era un hombre tendido boca arriba, una manta cubría su cuerpo dejando a la vista su rostro, los brazos y las piernas. Su piel estaba marcada por las manchas azuladas y negruzcas y en sus extremidades se podían distinguir los bultos de las bubas. Era un cadáver abandonado, víctima de la peste negra. Joan tragó saliva y, presionando el pañuelo contra la nariz y la boca, apretó el paso. Cruzó la plaza frente a la iglesia para adentrarse en la calle Argentería, y no había andado más que unos pasos cuando vio otro bulto en el suelo de un callejón sin salida que partía de la calle principal. Se apresuró tratando de alejarse cuando aquel cuerpo se movió suplicando:

—Agua. Por el amor de Dios, agua.

Era la voz de una mujer y en la distancia Joan pudo ver las bubas de sus brazos. Un nudo de temor y asco se hizo en su estómago y reemprendió la marcha casi corriendo.

—Agua. Por favor, agua —oyó cuando se alejaba.

Se detuvo sin girarse, era un cálido atardecer y el sudor perlaba su frente. No era el esfuerzo de la caminata, sino la angustia. Si atendía a aquella apestada, iba a exponerse a las miasmas que desprendía y con ello pondría en peligro a su familia. Sin embargo, sus piernas se negaban a obedecerle. Era incapaz de dejar morir de sed a aquella mujer. Había una fuente frente a la fachada principal de Santa María del Mar, aunque no tenía nada con que llevarle el agua a la desdichada. Se dijo que debía continuar su ruta y evitar el peligro; a fin de cuentas, no la conocía, pero se encontró desandando el camino en dirección a la taberna. Allí consiguió un vaso y una jarra que llenó en la fuente y se acercó a la moribunda. Superaba los cincuenta años y descansaba sobre un jergón de paja. Las bubas abultaban la parte superior de sus brazos descubiertos, que mostraban, al igual que el rostro, zonas azuladas y negruzcas. Abría los labios, febril, y, a pesar de tener los ojos entrecerrados, le vio y de nuevo suplicó agua. Joan llenó el vaso y, arrodillándose a su lado, usó su pañuelo para evitar tocarla directamente mientras la ayudaba a incorporar la cabeza de forma que pudiese beber. Sentía temor y repugnancia y trataba de no respirar para así evitar que las miasmas penetraran en su cuerpo.

—¡Que Dios os bendiga, caballero! —musitó ella al saciar su sed.

—¿Quién os ha dejado aquí en la calle?

—Mis hijos.

—¿Vuestros hijos os echaron de la casa? —inquirió escandalizado después de girarse para respirar lejos de la mujer.

—La casa está vacía —repuso ella con esfuerzo, tenía los ojos cerrados—. Tienen miedo y han huido de la ciudad. Les dije que lo hicieran, ellos son jóvenes y tienen familia. Que se salven. Yo soy vieja y ya no tengo a nadie.

Joan dejó su pañuelo, el vaso lleno de agua y la jarra al lado de la moribunda, se lavó las manos y la cara en la fuente, respiró hondo lejos de la apestada y emprendió el camino. Al ver más cuerpos tendidos en la calle, la mayoría de niños, Joan comprendió que la peste avanzaba irremediablemente y sin piedad.

—No pude evitarlo, Anna —le confesó a su esposa al llegar a casa después de relatarle lo visto en la taberna—. Tuve que dar de beber a esa mujer, fui incapaz de seguir mi camino sin atender su súplica. Y ahora temo haber absorbido sus miasmas y contaminar a mi familia.

—Estamos en manos de Dios, Joan —repuso ella—. Los hijos de esa mujer no escaparán a la muerte por mucho que corran si esta va a por ellos. Quizá estén ya infectados y viajen junto al mal. Las miasmas de la tierra nos alcanzan a todos, incluso en el mar. Se cuenta de barcos fantasmas que navegan por los mares e incluso arriban a la costa con todos sus tripulantes muertos.

—Aun estando en manos de Dios debemos hacer lo posible para evitar la peste, y yo no lo hice, Anna. Me siento culpable.

Ella le miró con cariño, sus ojos brillaron de forma muy especial y su sonrisa de blancos dientes, flanqueada de hoyuelos, alivió la angustia que oprimía el pecho de Joan.

—Sois un buen hombre —le dijo ella tomándole de las manos—. No importa lo que la vida os haya obligado a hacer. Por encima de todo, sois buena persona. Lo que hicisteis por esa mujer lo prueba. Y Dios no puede castigar un acto de valor y de amor al prójimo como el vuestro. —Y le besó en la boca para abrazarle después.

Más tranquilo, Joan fue a ver a Ramón, a Tomás y a Caterina, que ya daba sus primeros pasos y balbuceaba «papá». Suspiró aliviado al verlos bien. Ellos también permanecerían aislados, incluso de la familia de su hermana, para evitar la peste.

Joan escribió aquella noche en su libro: «Dios quiera que vuestras palabras sean ciertas, esposa. La peste avanza inexorable».