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Pronto la noticia se extendió por la ciudad al tiempo que lo hacía la plaga. Había temor en las miradas y las gentes trataban de evitar los lugares malolientes. Aunque eran muchos los rincones e incluso calles enteras que despedían olores nauseabundos procedentes de letrinas y fosas sépticas. Sin embargo, estas no abundaban; las inmundicias se amontonaban en la calle y, a pesar de los esfuerzos del Consejo de Ciento, que ordenaba su limpieza periódica, hedían. El tufo era aún más insoportable donde los vecinos criaban animales, sobre todo cerdos, cuyo consumo era un antídoto, aunque no seguro, para otra peste: la Inquisición. A ello había que añadir las actividades malolientes, como los curtidores, que usaban en su industria orines y excrementos para tratar las pieles, que dejaban macerar al aire libre. Y aunque estaban en zonas poco habitadas, contribuían al tufo, a las miasmas, a la peste que flotaba en el ambiente a finales de aquel verano.

—La tradición hipocrática dice que la peste viene de los humores que despide la tierra —le explicaba Abdalá a Joan—. Pueden provenir de gases sulfurosos, de agua estancada o de corrupción vegetal o animal, ya sean excrementos o podredumbre de cadáveres. Esa relación que se establece entre tufo y enfermedad es el motivo por el que se la denomina peste.

—Y ¿la peste negra?

—Se llama así porque bajo la piel de los afectados se aprecian manchas negras —aclaró el musulmán—. Y bubónica porque se forman en los cuerpos de los enfermos bubas, que son tumores pequeños llenos de pus que a veces se abren al exterior y otras no. Las bubas y las manchas oscuras en la piel, las petequias, acostumbran a aparecer juntas.

—Cuando huelo algo nauseabundo intento no respirar —dijo Joan moviendo la cabeza con una mueca de asco—. Siento que ese aire me hará enfermar.

—Eso es lo que nos pide el cuerpo. Sin embargo, muchas veces respiramos efluvios asquerosos sin enfermar.

—¿Qué queréis decir?

—Que quizá la enfermedad no venga de los malos olores, sino de otra cosa.

—¿Qué cosa?

—No lo sé, hijo. —Abdalá sonreía—. Soy muy viejo y desde que dejé Granada siempre he sido mi propio médico. No me fío de los matasanos cristianos. Lo cierto es que la gente contrae la peste hasta en lugares relativamente limpios, donde corre el aire y no huele mal. Además, si estuvieran en lo cierto, ¿cómo es que en mil años no se han encontrado perfumes que remedien la peste?

Joan afirmó con la cabeza. Pensaba que como casi siempre su maestro tenía razón. No había nada tan maloliente como una galera, bien lo sabía por experiencia. ¿Por qué los marinos, soldados y galeotes que vivían en ellas no enfermaban más que el resto de la gente?

Las campanas de la catedral doblaban a muerte, como lo habían hecho con frecuencia en los últimos días. Solo que esta vez tenían un espaciado ligeramente distinto, conmovedor a la vez que trágico, y que parecía advertir de la brevedad del momento y de la vida. Eran toques patéticos que encogían el corazón. Joan sabía que era su hermano, el maestro campanero, el que las hacía tañer con su singular don.

La procesión, en silencio solo roto por los cánticos de los frailes y de los monaguillos, avanzaba lenta por las calles. El pendón de santa Eulalia, la gran banderola vertical con la imagen de la patrona de Barcelona, la que los ciudadanos enarbolaban en la guerra y a la que acudían en tiempos de angustia, presidía la marcha, en la que participaban las personas más relevantes de la ciudad. Era la súplica colectiva al Señor para que librase a la población del terrible mal que la acechaba.

El obispo desfilaba detrás de la custodia que guardaba la sagrada forma e iba bendiciendo a las gentes, que se arrodillaban a su paso santiguándose. Le rodeaban multitud de clérigos, muchos de los cuales portaban incensarios que esparcían su humo perfumado a la multitud. Hombres y mujeres absorbían aquellos aromas sagrados llenando sus pulmones con ellos. Eran lo opuesto a la peste y sentían que al inspirarlos se llenaban de bendiciones y protección. Joan, Anna, Pedro, María y su madre Eulalia asistían a la procesión, entre el gentío, en la plaza de Sant Jaume, arrodillándose con los demás, rogando al Señor y pidiéndole auxilio contra aquel enemigo invisible que traía la muerte.

—¡Mi hijo se muere! —gritó con desgarro una mujer con la cabeza cubierta con una toca, situada en la plaza poco más allá de la familia Serra. Sus vestidos eran humildes, estaba arrodillada como los demás, aunque se la veía sola, y tendió sus brazos hacia el obispo al pasar este a su altura—. ¡Tened piedad! ¡Ayudadme! —Y estalló en lágrimas—. ¡Tiene solo cinco años!

Joan se preguntó si realmente le suplicaba al obispo o era una invocación al Señor en voz alta. La muerte de niños en época de epidemia era tan habitual que los médicos no los contabilizaban en los registros ciudadanos. Solo sumaban a los adultos.

El obispo la miró con gesto piadoso y sin detener la pausada marcha de la comitiva le dedicó una bendición trazando en el aire el símbolo de la cruz; uno de los canónigos lanzó en su dirección varias nubes de incienso.

—¡Solo tiene cinco años y es el único que me queda! —sollozaba la mujer encogida sobre sí misma.

La procesión continuó su camino mientras la muchedumbre que rodeaba a la desdichada se apresuró a separarse de ella, formándose un círculo de soledad y tragedia a su alrededor.

—Esa es la peste —murmuró Joan al oído de Anna—. La gente huye de los apestados. Algunos abandonan incluso a sus padres e hijos.

—Yo nunca os abandonaré —dijo Anna—. Con peste o sin ella. Con miedo o sin él. No os abandonaré ni a vos ni a los niños. Si viene el miedo, habrá que superarlo.

—Yo tampoco os abandonaré. A ninguno —repuso Joan emocionado—. Nunca.

Se miraron a los ojos y se tomaron de las manos para transmitirse fuerza y amor.

Tras la jerarquía de la Iglesia desfilaba en silencio una larga comitiva de ciudadanos encabezados por el gobernador y los oficiales del rey, seguidos por los miembros de la Generalitat y del Consejo de Ciento. Entre ellos se encontraba Bartomeu, cabizbajo, que portaba, al igual que el resto, un cirio encendido en su mano derecha. En contra de su habitual expresión risueña, el mercader se mostraba grave, y cuando su mirada se encontró con la de Joan, su único gesto de reconocimiento fue una leve inclinación de cabeza.

A las autoridades las seguían los penitentes, que con su sacrificio pretendían motivar la piedad de Dios. Entre ellos se encontraban los flagelantes, que se escobaban las espaldas desnudas azotándose con látigos cortos de siete puntas. Algunos se flagelaban mutuamente. La sangre resbalaba por sus espaldas empapando los calzones, y dejaban ya rastros sangrientos en el suelo.

Tras estos desfilaban ciudadanos de distintos estamentos, rezando, y que se unían a la cola de la procesión haciéndola interminable. La comitiva salió de la plaza y continuó por las estrechas calles. Los Serra se miraron.

—¿Regresamos a casa? —inquirió Pedro, casi en un susurro, ante el silencio respetuoso que aún mantenía la multitud.

Pero en aquel momento, desde una de las callejas que desembocaban en la plaza, a pesar del continuo tañer fúnebre de las campanas, se dejó oír el sonido de un tambor, y las miradas de las gentes se dirigieron hacia aquel lugar. Los Serra observaron expectantes y, unos pasos más adelante, un hombre exclamó:

—¡Es la cofradía de la Muerte!

—¿La cofradía de la Muerte? —quiso saber Pedro, que no estaba familiarizado con Barcelona.

—¿Qué es? —preguntó Eulalia santiguándose.

—Es un grupo seglar que acompaña a los condenados a muerte para darles consuelo antes de la ejecución —explicó Joan—. Y después se encarga de dar un entierro cristiano al cuerpo de los ajusticiados que no poseen recursos. También recibe el nombre de la cofradía de la Sangre.

El sonido del tambor, destemplado, que recordaba a Joan el que acompañaba a los ahorcamientos y empalamientos del Gran Capitán, se fue acercando. Al poco, entre la multitud, distinguieron una comitiva de hombres vestidos de negro y con cirios encendidos en las manos, presidida por un crucifijo cubierto por un negro paño de luto y un pendón del mismo color.

—Y ¿qué hacen ahora esos cuervos aquí, en plena calle? —inquirió Anna.

—Nos recuerdan que todos estamos condenados a muerte —dijo Joan arrastrando las palabras.

—Tarde o temprano —repuso ella enfadada—. Pero aún no. ¡Malditos agoreros predicadores del Apocalipsis!

Los cofrades de la Muerte se detuvieron a pocos pasos de los Serra y del final de la comitiva avanzaron varios personajes, también de negro y con ropas ajustadas. Sobre ellas habían pintado en blanco los principales huesos del cuerpo humano, correspondientes a piernas, brazos, columna vertebral, costillas y pelvis. Llevaban la cabeza encapuchada y una máscara que representaba una calavera cubría sus rostros. En conjunto era un disfraz de esqueleto convincente. El que parecía el cofrade mayor, de negro pero sin disfraz, un hombre de unos sesenta años y barba blanca, gritó para que la muchedumbre que llenaba la plaza, extrañamente silenciosa, le oyera:

—¡Arrepentíos de vuestros pecados! ¡Haced penitencia, que llega la muerte!

Y repitió su proclama tres veces girándose para que todos pudieran oírle bien. Al terminar, el tambor destemplado, que golpeaba un tamborilero ataviado también de esqueleto, volvió a sonar, y el resto de los cofrades disfrazados empezaron a danzar en silencio a su ritmo.

Uno llevaba una guadaña, el símbolo de la muerte que siega las vidas; otro, un reloj de arena que representaba el fin de los días; el tercero, una caja llena de cenizas en alusión al destino del cuerpo y de las cosas terrenales, y otro más agitaba una banderola con las palabras Nemini Parco, «a nadie perdono». El esqueleto de la guadaña, mientras bailaba, acometía a la multitud con su arma, y esta huía entre gritos de espanto, aunque un morbo lleno de terror la hacía acercarse de nuevo. Varios de los disfrazados danzaban sin cargar con ningún objeto y se acercaban a los espectadores invitándolos a bailar, en especial a las mujeres más atractivas. Ellas escapaban despavoridas y los hombres se retiraban llenos de aprensión.

Cuando uno de los esqueletos invitó a Anna, esta no dio un solo paso atrás, miró por un instante a Joan, después a los ojos de la calavera y levantando la barbilla desafiante tomó la mano de aquel individuo, aceptando. Un murmullo sorprendido se elevó del gentío y Anna empezó a danzar grácil al tiempo que miraba a unos y otros mostrando una sonrisa serena en su rostro. Joan la recordaba danzando con la misma gracia en las fiestas de los Borgia en Roma, y le trajo a la mente, con nostalgia, el poder y la gloria de los catalani. Sintió que, tal como representaban los cofrades de la Muerte, el tiempo transformaba todos los oropeles y vanidades en cenizas como las que iba esparciendo el esqueleto de la urna. Su esposa aún era, al menos a sus ojos, bellísima; así la recordaba en los tiempos de Roma, solo que en lugar de bailar con un refinado caballero, como entonces, ahora lo hacía con un patán disfrazado de muerte. Se estremeció. Era una mujer valiente, pero muy pocos osarían desafiar de aquella manera a la peste y a la muerte; era una audacia que, en la opinión de la inmensa mayoría de los ciudadanos, le acarrearía el infortunio.

Anna continuaba bailando rodeada de esqueletos, nadie quería unirse a la danza, pero cuando Joan vio a un cofrade que se acercaba, le cogió de la mano para entrar en el corro. Le acababa de prometer que no la abandonaría. Anna le miró a los ojos y, sin perder el compás, amplió su sonrisa. Parecía feliz. Joan también sonreía. Al poco, Pedro tomó a María de la mano y se unieron a los danzantes, y después lo hicieron un par de muchachas y varios hombres. Se había roto el tabú, las gentes vencían el miedo. Joan observó al maestre de la cofradía de la Muerte, que observaba aquello sorprendido y con semblante agrio. Al librero le alegró el disgusto del hombre.

Aquella noche escribió en su libro: «Quizá sea por poco tiempo, pero, al menos hoy, la vida ha triunfado sobre la muerte».