Las fortalezas de Cesena y Bertinoro se entregaron al papa siguiendo las órdenes emitidas por César Borgia desde prisión —leyó Joan en la carta que Niccolò le había escrito desde Florencia—. En toda la Romaña ya solo quedaba Forlì fiel al hijo de Alejandro VI. No se rendía alegando que el duque no era hombre libre y que daba aquellas instrucciones en contra de su voluntad.
Joan notaba en aquellas líneas una mezcla de desencanto y reflexión. Niccolò había admirado profundamente a César, había sido su amigo, mantuvieron largas charlas cuando este conquistaba la Romaña y se percibía en su escrito lo mucho que le apreciaba a pesar de haberle traicionado. Joan se preguntaba si Niccolò se sentía culpable por su traición o consideraba sus actos parte de su oficio.
Los últimos catalani resistieron a pesar de la prisión de su señor el duque y, solo una vez perdida toda esperanza de que este recuperara la libertad, acataron sus órdenes, aun sabiendo que las daba con todo el dolor de su corazón. No les quedaba otra salida. Aprovecharon la incapacidad de sus sitiadores para tomar el castillo y negociaron una entrega honorable que incluía un buen dinero que compensaría de forma generosa tanto a los oficiales como a la tropa.
Nadie duda de que si César no hubiera caído primero en la trampa del papa y después en la de España, habría reconquistado, apoyado por sus fieles, lo perdido en el ducado de la Romaña para continuar después luchando por su sueño de unificar Italia bajo su poder.
Joan no pudo menos que sonreír al leer esa frase. ¿Realmente quería hacerle creer que él no había tenido nada que ver? ¿Le consideraba tan ingenuo? ¿O le avergonzaba la realidad?
El día 11 de agosto, el capitán Gonzalo de Miramonte salió de la fortaleza de Forlì desfilando al frente de doscientos ballesteros y el resto de sus unidades de tropa italianas y españolas—continuaba la carta—. Lo hizo luciendo su armadura y sus armas, y levantando la barbilla orgulloso. Los soldados, vestidos de gala, marchaban al son de sus tambores y pífanos no como derrotados, sino como vencedores, enarbolando las enseñas de los Borgia y de César. Al frente del desfile, un heraldo iba gritando vivas a César Borgia, duque de la Romaña. La población de Forlì, a la que los catalani habían tratado con una benevolencia y justicia desconocidas en sus anteriores amos, los aclamó a los gritos de «duque, duque».
Aquel fue el acto final de los catalani y con aquella marcha el telón de la historia cayó definitivamente sobre ellos.
A los pocos días, Joan recibió desde Nápoles una carta de Antonello que completaba la noticia.
El rey Fernando ordenó trasladar a César Borgia desde su cómoda prisión del Castel dell'Ovo a la de la fortaleza de la isla de Ischia, de la que Constanza d'Avalos, a la que bien conoces, es gobernadora. Allí le hizo encerrar en una celda llamada Il Forno, ya te puedes imaginar por qué. El rey evitaba una nueva fuga de César al tiempo que endurecía su prisión para obligarle a ceder la plaza de Forlì al papa. Cuando al fin llegó la noticia de la rendición de aquella, la última de sus fortalezas, César fue embarcado en una galera hacia España acusado de la muerte de su hermano Juan Borgia y de su cuñado Alfonso de Aragón. No hay pruebas de que César ordenara directamente ninguno de esos asesinatos, aunque eso no le importa al rey Fernando, que le hace el trabajo sucio al papa a cambio de que le corone como rey de Nápoles.
Aquellos hechos, a pesar de no sorprender a Joan, le entristecieron. Aquel era el final definitivo de muchas ilusiones.
La vida para los Serra continuó sin más incidentes que los frecuentes encuentros con Felip. El fiscal de la Inquisición, si bien antes aparentaba no reconocerlos, ahora se mostraba con frecuencia, altanero, amenazante. Incluso llegó a interceptar a Anna un día que acompañaba a Eulalia y a una criada al mercado.
—Vos sois la librera, ¿verdad? —inquirió cruzando su caballo en el camino de las mujeres—. ¿Me recordáis?
Anna le recordaba demasiado bien y después de dudar entre responder o no, decidió hacerlo.
—Lo soy y os recuerdo —dijo con la mayor firmeza posible y mirándole a la cara.
—Pues no me olvidéis, porque yo tampoco lo haré, y mis ojos y los de mis informadores os estarán vigilando. —Sonreía y una chispa de maldad brillaba en su mirada.
—Me trae sin cuidado lo que hagáis —repuso Anna levantando la barbilla. Y sorteando su caballo y el de los dos soldados que lo escoltaban, Anna continuó su camino junto a Eulalia y la criada.
—Pienso que nos equivocamos eligiendo Barcelona para regresar a España —murmuró Joan cabizbajo cuando después de cenar Anna y él se reunieron con Pedro Juglar y María para comentar el incidente—. Tendremos que vivir bajo el acoso permanente de ese matón, que me odia y representa el mayor poder de la ciudad.
—Pues si tan poderoso es, burlarle nos producirá más placer —contestó Anna decidida—. No nos detendrá.
—Habrá que tomar tantas precauciones que no podremos imprimir los libros que deseamos —insistió Joan.
—Yo no creo que haya sido una equivocación —intervino Pedro—. En nuestras conversaciones con Constanza d'Avalos quedó claro que nuestro objetivo principal era restablecernos en España. En Barcelona tenemos apoyo familiar y vos, Joan, sois una persona respetada, tanto entre los libreros como en el poderoso gremio de los Elois, que os considera como a uno de los suyos. Estáis lejos de ser un forastero a pesar de vuestra ausencia de diez años. Vuestro amigo Bartomeu pertenece al Consejo de Ciento de la ciudad y nos ofrece su red de distribución comercial, habituada a tratar con libros, muchos de ellos prohibidos. Si no podemos imprimir los libros que deseamos en Barcelona, al menos facilitaremos la apertura de otras librerías en distintas ciudades.
—Cuando la librería de Barcelona esté consolidada estableceremos la nuestra en Valencia o Zaragoza, tal como acordamos —dijo María—. Allí no sufriremos ese acoso y actuaremos con mayor libertad.
Joan miró a Anna, que le sonreía, y a su vez sonrió a su hermana y a su cuñado.
—Y tal como acordamos, tendréis todo nuestro apoyo —les dijo.
—Ayer murió en el hospital de la Santa Creu un marino…
Joan miró expectante a Bartomeu. Nada más verle entrar en la librería aquella mañana de mediados de septiembre había percibido en su amigo un gesto preocupado. Después de intercambiar saludos, el mercader, tomando del codo al librero, le empujó suavemente a la intimidad del salón, vacío en aquel momento, para que nadie oyera su conversación.
—Y ¿bien? —inquirió Joan intrigado.
—Acababa de desembarcar de una nave procedente de Valencia, donde había llegado en galera desde Nápoles.
—¿Nápoles? —preguntó Joan sin terminar de entender adónde iba a parar Bartomeu.
—Sí. Y adivina qué galera era.
Joan se encogió de hombros mostrando su ignorancia.
—Pues la misma que transportaba prisionero a César Borgia.
—¿Dónde está César?
—Encerrado en la fortaleza de Chinchilla, en el interior, lejos de Valencia.
—¿Ha sido juzgado?
—No. Solo ha sido acusado y condenado a prisión. Dónde y cuánto durará su pena depende de la voluntad del rey.
—César continúa siendo una amenaza para el papa. —Joan sonreía triste a la vez que pensativo—. Si el rey Fernando creyera en los crímenes que le imputa al duque, le habría hecho ejecutar. Creo que en realidad no le importa lo más mínimo a quién haya podido matar César Borgia. Se limita a mantenerlo en prisión en España, lejos del pontífice pero a la vez amenazándole. Es una garantía que conserva para hacerle cumplir al papa sus promesas.
—Tendrás razón en tus conjeturas —le interrumpió Bartomeu—. Pero lo cierto es que ese tipo, el marino que fue carcelero de César durante el viaje, se creía víctima de una maldición.
—¿Una maldición?
—Sí, la maldición que César, duque de la Romaña, traicionado por España, lanzó sobre Isabel y Fernando y sobre los habitantes de sus reinos.
—¡Qué absurdo! Y ¿vos creéis en esa maldición?
—No sé si será maldición o no, pero el caso es que ese pobre diablo está muerto.
—Y los médicos del hospital de la Santa Creu ¿dicen que murió de una maldición? —inquirió Joan con una sonrisa escéptica.
—No, no dicen eso. En realidad, oficialmente no dicen nada, aún es secreto. Yo lo sé porque el hospital depende del Consejo de Ciento, del que soy miembro.
—Y ¿qué dicen? ¿De qué murió?
—De la peste negra.
La sonrisa desapareció del rostro de Joan y sus ojos se abrieron con espanto.
—¡La peste negra! —balbució cuando pudo reponerse—. ¡Que el Señor nos ampare!