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Al día siguiente se cerró definitivamente el trato y la librería pasó a ser propiedad de los Serra. Joan, que había trabajado en el proyecto mientras esperaba a los suyos, mostró a la familia sobre una mesa del taller de Eloi el plano de su distribución:

—Esta será la nueva librería Serra —dijo hinchando el pecho con orgullo.

Anna ya conocía alguno de los detalles por las cartas enviadas por Joan, los había tratado con Pedro y María y cada uno había propuesto sus ideas. Llevó un par de días obtener el acuerdo definitivo, y una vez contratados los operarios, se cerró la librería para su remodelación, que incluía la casa adyacente, alquilada por los Serra. La tienda mantendría sus dos accesos, uno por la calle Especiers y el otro por la calle Paradís, y dispondría de un salón interior semejante a los del establecimiento romano. En la planta baja también estaría el taller de encuadernación e imprenta, y se reservaba el sótano como almacén. El primer piso estaría a disposición de las familias, repartiéndose las habitaciones como en Roma. En el segundo y último piso se preparó un scriptorium con dos mesas de copista, destinándose el resto del espacio a almacén.

Joan le pidió a Abdalá que fuese a vivir con ellos y que trabajara en el scriptorium copiando y traduciendo.

—Ya soy muy viejo, Joan —repuso el musulmán—. Mi vista falla y mi pulso es inseguro. Te sería de poca ayuda.

—Opino lo contrario, maestro. Quizá vuestra vista y vuestro pulso no sean los de antes. Pero vos sois el mismo. Enseñad a nuestros hijos como hicisteis conmigo.

—Los viejos nos volvemos gruñones; quizá carezca de la paciencia necesaria.

—Solo os pido que trabajéis en mi scriptorium como lo hacéis en el de Bartomeu. Tendréis un aprendiz que os ayude. El resto de los jóvenes de la familia pasarán el día trabajando en otras actividades en la librería o en la escuela, y antes de la cena acudirán al scriptorium a que les enseñéis.

—Y ¿qué queréis que les enseñe?

—Habladles de libros, de la libertad, de otros países, de otros idiomas, de la vida… Enseñadles vuestra hermosa caligrafía. Contadles lo que habéis vivido. Como hicisteis conmigo.

El anciano quedó pensativo.

—Tú eras especial. El mejor de mis aprendices.

—¿Os acordáis de cuando me dijisteis que los libros, como las personas, tenían cuerpo y alma?

Abdalá asintió con la cabeza.

—Y aún lo afirmo. Y en el alma incluyo tanto las emociones como el intelecto.

—Pues los niños son libros en blanco, libros por escribir. Escribid con vuestra bella caligrafía en los libros de nuestros hijos. Ayudadlos a formar un carácter firme y virtuoso, dadles vuestro saber.

El musulmán juntó sus manos como para orar, cerró los ojos y mantuvo un largo silencio que Joan respetó. Le conocía.

—Como bien sabéis, soy esclavo de Bartomeu. No soy dueño de mis decisiones.

Joan sonrió.

—Ya he hablado con él y hemos llegado a un acuerdo. Bartomeu os daría hoy mismo la libertad si la quisierais.

—No la quiero. Es una falsa libertad, deseo continuar siendo esclavo.

—¿No es extraño? —inquirió Joan—. Yo he luchado toda mi vida por la libertad y vos la rechazáis.

—Hay muchas formas de esclavitud y muchas formas de libertad. Como esclavo puedo practicar mi religión. Si fuera un hombre libre, me obligarían a convertirme y pasaría a ser vulnerable frente a la Inquisición, que persigue a los falsos conversos. Contradictorio, ¿verdad? Además debería preocuparme por mi sustento, mi posada y mi alimento. Ahora lo hace mi amo. Las preocupaciones y los miedos también esclavizan al hombre. Con un buen amo soy más feliz que con una falsa libertad.

—Y ¿no os gustaría ser libre para retornar a vuestra Granada?

—Si existiera la Granada de mi juventud, quizá desease esa libertad para gozar de su belleza antes de morir. Pero aquella Granada desapareció, ahora está sometida a los invasores, al igual que los musulmanes que en ella habitan. Y creo que los Reyes Católicos no cumplirán las promesas que hicieron para lograr su rendición. Presiento la tragedia. Prefiero visitar Granada en sueños. Cada noche antes de dormirme, después de orar, pienso en ella: en los tiempos en los que la gozaba junto a mi esposa y mi hijo. Y por unos momentos me siento completamente libre y soy feliz.

—Venid a mi casa, Abdalá, aunque sea en condición de esclavo —insistió Joan—. Bartomeu está de acuerdo con ello; viviréis de nuevo en una librería y haremos todo lo posible para que seáis feliz.

Anna se alegró mucho cuando Joan le dijo que el granadino aceptaba su propuesta, ilusionado por trabajar de nuevo en una librería, y que Bartomeu firmaría un documento por el que le transfería su propiedad. Sabía la admiración y el cariño que su esposo le profesaba.

—Ya os dije que nuestra librería en Barcelona tendría lo que le faltaba a la de Roma —le dijo a su esposo sonriente—. Y ese es Abdalá. Aunque prefiera continuar siendo esclavo.

Anna trajo también novedades en cuanto a los catalani.

—El papa tenía a César cautivo en Ostia, bajo la vigilancia de un cardenal que debía concederle la libertad cuando los comandantes catalani entregaran las plazas fuertes de la Romaña a sus tropas —le explicó—. Sin embargo, Julio II pretendía mantenerle preso incluso después de que le entregara la Romaña. Pero el Borgia se escabulló de las garras de sus captores sin que todas las fortalezas se hubieran sometido.

—Me alegro, me alegro mucho —repuso Joan vehemente—. Julio II es un traidor.

—Como tantos de los personajes que conocemos…

—Y ¿dónde está ahora César?

—El Gran Capitán le concedió un salvoconducto para que se instalase con libertad en Nápoles y prepara un ejército para recuperar su ducado de la Romaña.

—Eso no debe de gustarle al papa.

—Cuentan que sufrió uno de sus ataques de cólera cuando supo que César había huido en una galera española.

—César libre le incomoda al papa, y más si España le protege —se dijo Joan pensativo—. ¿Qué planes tendrá el rey Fernando?

Anna se encogió de hombros.

—No lo sé. El caso es que Sancha, su esposo Jofré, los cardenales Borgia y los catalani exiliados en Nápoles acudieron al puerto, donde recibieron con honores a César, y el Gran Capitán le honró con una gran recepción en el Castel Nuovo de Nápoles.

—¿Sancha y Jofré están juntos?

—No, no lo están. Viven separados, aunque continúan casados.

—¿Es ella aún la amante de Próspero Colonna? —Había ironía en el tono de Joan.

—Mi amiga Sancha de Aragón vive la vida a su manera —repuso Anna mirándole severa—. Su principado de Esquilache le proporciona rentas sustanciosas. Es bella y sensual, ama los libros, escribe buena poesía y goza de los vestidos, los bailes y los hombres. Es una mujer mundana que, no obstante, cumple bien sus obligaciones. Se ha convertido en una tía modélica; ampara y cuida a los niños de la familia Borgia.

—¿No vais a responder a mi pregunta? —inquirió Joan con una sonrisa.

—No, ya no lo es —contestó ella con cierto disgusto—. Ahora su amante es Gonzalo Fernández de Córdoba.

—¿¡La amante del Gran Capitán!? —exclamó Joan estupefacto.

—No. Ella no es la amante de él. El Gran Capitán es el amante de ella. Sancha de Aragón es una mujer libre, vive como quiere y elige a quien ella quiere.

Joan soltó un bufido.

—Es fácil siendo princesa.

—No, os equivocáis. Sancha de Aragón es libre no por ser princesa, sino porque ha decidido serlo. Su familia la forzó a un matrimonio sin amor, como les ocurre a tantas mujeres; sin embargo, decidió buscar la felicidad por su cuenta. Ese deseo suyo de libertad hizo que incluso se enfrentara al papa. ¿No os acordáis del tiempo que pasó en prisión por ese motivo?

—Sancha de Aragón es vuestra amiga y la defenderéis a ultranza. Admito su valor, pero su poder procede tanto de sus títulos como de su capacidad de seducción. Le gustan los hombres poderosos y los consigue sin dificultad. Eso la ayuda a ser libre.

—No hay un único camino a la libertad. Y cada uno trata de andar el suyo como quiere o puede. Lo importante es atreverse a luchar para alcanzarla, ¿no creéis?

Joan se quedó pensativo mirando a su esposa, que le contemplaba a la espera de su respuesta. Amaba a aquella mujer y respetaba su pensamiento.

—Sí, lo admito —dijo al fin—. Y ¿cuál es nuestro camino a la libertad?

—Los libros —contestó ella sin vacilar.

Aquella noche, Joan anotó en su libro una de las frases de su maestro: «Hay muchas formas de esclavitud y muchas formas de libertad». Y después añadió: «¿No son acaso los libros mi libertad y mi esclavitud?».