Fue un muchacho quien, a la hora de la comida, jadeante, trajo la noticia de la llegada de la galera de Nápoles. Los hermanos se miraron con una sonrisa emocionada y salieron a toda prisa hacia el puerto. Era un luminoso día de finales de abril y a través de la brecha en la muralla del mar, Joan vio aquella galera, tantas veces soñada, balancearse suavemente junto a otras naves y después al grupo de personas que esperaba en la playa a que las chalupas descargaran el barco.
Allí estaba Anna, con unos bucles de sus cabellos azabache escapándose bajo su toca. Al verle, sonrió y en sus mejillas se formaron aquellos hoyuelos que él tanto amaba. Tenía en brazos a la pequeña Caterina, a punto de cumplir los diez meses, y que le miró con aquellos ojos verdes que tanto le recordaban a la madre, sonriéndole. A Joan el corazón le dio un vuelco, era un encanto.
—¡Mirad a papá! —advirtió Anna a los niños, que jugaban en la arena.
Los pequeños Ramón, ya con ocho años, y Tomás, de casi seis, chillaron al verle y corrieron a abrazarle mientras ella aguardaba feliz a que Joan repartiera besos y caricias. Después, los esposos se fundieron en el cálido y tierno abrazo tanto tiempo ansiado, que incluía a la niña, y en silencio se transmitieron el inexplicable placer del reencuentro. Mientras, Gabriel abrazaba a María y a Eulalia con gestos y palabras que expresaban su alegría. Hacía ocho años, desde un breve encuentro en Génova cuando ellas recuperaron su libertad, que no se veían. Cuando se calmaron, María presentó a Gabriel a su esposo. Pedro le tendió la mano a su cuñado y este se la dio para abrazarle a continuación. Después les llegó el turno de abrazos a los hijos de María, Andreu, de diecinueve años, ya oficial impresor, y Martí, de diecisiete, aprendiz encuadernador. Ambos trabajarían en la nueva librería, tal como lo hicieron en la de Roma. Y finalmente, Gabriel conoció a Isabel, la hija de Pedro y María, que contaba con cinco años, y a Ramón y Tomás.
—¡Qué grande se ha hecho la familia en un solo día! —exclamó, encantado, contemplando el grupo.
Los trámites de aduana se demoraron bastante, pero no importaba, tenían mucho de que hablar, y después la comitiva formada por toda la familia y los mozos que cargaban el equipaje se dirigió a la calle Tallers. Allí, el gremio de los cañoneros dispuso para los recién llegados alojamiento en distintos hogares, y aquella noche, Eloi, el patriarca de la casa, ofreció una espléndida cena a sus invitados. Hubo risas y la guitarra de Pedro Juglar hizo cantar a grandes y chicos. Cuando mayor era el jolgorio, Joan tomó a Anna de la mano y, apartándola del bullicio, la llevó a la calle, solitaria a aquellas horas, y abrazándola murmuró:
—Soy muy feliz.
Ella se apretó contra su cuerpo musitando que también lo era. Mucho.
Al día siguiente, pronto por la mañana, Joan condujo a Anna a la librería. La observaron un largo tiempo desde el exterior y, tras saludar a los empleados, a los que Joan ya conocía de sus frecuentes visitas, la vieron por dentro.
—Tiene una situación inmejorable —repetía Joan poco después mientras paseaban por unas calles que olían a azahar, de los naranjos que abundaban en plazas y jardines, y a primavera—. Es la mayor de las librerías de Barcelona, aunque le falta un salón al estilo de la nuestra de Roma y una imprenta, pero en un mes podemos rehabilitarla a nuestro gusto. ¿Qué os parece?
—Es estupenda —repuso ella con una sonrisa—. No esperéis más, cerrad el trato.
Sin embargo, Joan percibió algo en la voz de su esposa que le decía lo contrario; era decepción.
—Aunque nunca será como la que tuvimos en Roma —dijo él melancólico. Compartía el sentimiento de Anna.
—Nunca ninguna librería podrá ser como la de Roma —contestó ella animosa—. Será distinta, carecerá de algunas cosas de aquella, pero tendrá otras a cambio. Haremos de esta nuestra casa y nuestro hogar. Aquí crecerán nuestros hijos y seremos felices. Eso es lo que importa.
—No habrá princesas, generales, embajadores, altos nobles y cardenales que frecuenten nuestro establecimiento —continuó Joan—. No será lo mismo.
—No puede serlo, Joan —dijo ella acariciándole la mejilla para consolarle—. Roma es única; el centro del mundo. Barcelona no tiene ni siquiera corte real; seamos razonables. Roma está ya lejos en nuestras vidas, y aunque luchasteis con todas vuestras fuerzas fue imposible permanecer allí. Por tanto, olvidaos de una vez de embajadores, altos nobles y cardenales.
—Tiene razón Innico d'Avalos. España se ha convertido en un imperio. No solo por Nápoles, sino también por las posesiones de las Indias. Y Barcelona, hace años corte real, es ahora una ciudad de segundo orden.
—Sin embargo, tenemos mucho que aportar aquí. Y Constanza d'Avalos piensa que nuestro trabajo en Barcelona tendrá mayor mérito y valor que el de Roma.
—¿Constanza d'Avalos? Y ¿qué piensa su hermano?
—Innico d'Avalos falleció de la peste sitiando, a las órdenes del Gran Capitán, un reducto de nobles angevinos poco después de que vos embarcarais para España.
—No sabía nada. —La noticia provocaba en Joan tristeza al tiempo que un sentimiento de orfandad. Había llegado a sentir un gran aprecio por el noble napolitano y veía en su isla mediterránea un posible refugio frente a la adversidad—. Lo lamento mucho. No he conocido a nadie capaz de anticipar los acontecimientos políticos como él. No solo acertó la caída de Savonarola y la del reino de Nápoles, sino también la victoria española y la desaparición de los catalani. Era un personaje singular que siempre nos apoyó y admiraba su labor en pro de la protección del arte y de la libertad.
—Constanza continúa su obra —explicó Anna—. Antes de entregar las islas a España, Innico negoció con el almirante Vilamarí que el título de gobernador de Ischia y Procida fuera hereditario. El rey Fernando aceptó y ahora su hermana Constanza es la gobernadora y rinde cuentas directamente al rey sin pasar por el Gran Capitán, que gobierna Nápoles.
—No es frecuente que una mujer goce de tanto poder —murmuró Joan—. Me alegro por ella, pero siento mucho la muerte de su hermano. Apenas conozco a Constanza y mi relación con ella no es ni por asomo lo cercana que era con Innico d'Avalos.
—No os preocupéis por eso. A mí me ocurre lo contrario y continuaremos teniendo un amigo poderoso en Ischia, que nos apoyará en caso de necesidad.
Conversando habían llegado hasta la parte final de las Ramblas y después siguieron la muralla del mar hasta que llegaron a uno de los tramos derruidos donde esta se abría a la playa.
—He visto a Felip —le dijo él entonces.
Ella recordaba bien a aquel matón que incluso llegó a toquetearla y a amenazarla cuando eran adolescentes. No se había olvidado ni de su corpachón, ni de su pelo rojizo, ni de su desagradable olor a sudor, ni de sus ojillos crueles.
—Lo leí en vuestra carta.
—Ahora es el fiscal de la Inquisición y eso le convierte en un hombre muy poderoso. Creo que debiéramos considerar instalarnos en otra ciudad.
—Si somos cuidadosos, nada nos tiene que ocurrir —repuso ella—. También hablamos de eso con Constanza, Pedro y María. Bien sabéis que acordamos con vuestra hermana y Pedro que nos ayudarían a poner en marcha la librería en Barcelona y que después ellos instalarían la suya, con sus hijos, seguramente en otra ciudad. Nosotros los apoyaremos y también lo hará Constanza desde Ischia si es preciso. Así, si surgen dificultades en Barcelona, podremos imprimir los libros más comprometidos en otras ciudades y distribuirlos desde ellas.
—Creo en nuestra misión, Anna —le dijo él tomándola de las manos a la orilla del mar y mirándola a los ojos—, pero vos y nuestra familia sois lo primero. No quiero veros en peligro; de nada me sirve la libertad si no os tengo.
Ella le abrazó cariñosa y estuvieron un tiempo escuchando el rumor de las olas.
—En la vida estamos siempre a merced de la Providencia —murmuró ella al rato—. Desconocemos nuestro destino y es imposible vivir sin riesgo. Sin embargo, sí que podemos vivir conforme a nuestras convicciones. Comprad esa librería. Aquí tenemos amigos y familia y estoy segura de que seremos tan felices en Barcelona como lo fuimos en Roma.
—Que el Señor os escuche.
Joan deshizo el abrazo para mirarse en los ojos de su esposa. Ella le sonreía y él la besó.